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Onitsha

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Onitsha
Название: Onitsha
Дата добавления: 16 январь 2020
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Onitsha - читать бесплатно онлайн , автор Le Cl?zio Jean-Marie Gustave

From Publishers Weekly

In 1948, a 12-year-old boy named Fintan is sailing to Africa with his Italian mother to live with the British father he doesn't remember. At times, this French novel paints too precious a picture of the young Fintan and his mother, who occasionally writes down poetic bits like "In my hands I hold the prey of silence." The ship's voyage can drag, too, with too many hints about the characters' previous lives (upon learning that Fintan has contracted scabies, his mother cries out "A barnyard disease!"). But once the pair arrive in Onitsha, in Nigeria, Fintan's views of the colonial situation and the different ways that Europeans adapt to their surroundings prove fresh and valuable, though suffused with the unworldly morality of the innocent. He befriends Bony, the son of a fisherman, who teaches him a new way of seeing nature. The relationship between Fintan's parents crackles with difficulty as they attempt to readjust to each another after their long separation and as his mother strains against local customs. At a dinner party hosted by a man who has commissioned prisoners to dig a swimming pool, Fintan's mother insists that the chained prisoners be allowed something to eat and drink. Her request is met, but she is then ostracized by polite society. Eventually, Fintan's father loses his job with the United Africa Company and moves the family first to London, then to the south of France. Overall, this novel is choppy, but it generates waves that startle and surprise, and that push the reader from one page to the next.

From Library Journal

Often, looking through youthful eyes focuses readers directly on the brutal truths of such unsavory issues as racism. In this latest translation of a work by noted French author Le Clezio (following The Prospector, Godine, 1993), young Fintan realizes the horrors of racist, colonial society as he journeys with his much-beloved mother to Africa in 1948 to join his father, an agent for a trading company. Even before their ship has arrived, Fintan is becoming aware of Western intolerance of African people, beliefs, and language. The novel offers a compelling contrast between white mistreatment of Africans and the occasionally dangerous natural beauty surrounding the village of Onitsha on the banks of the Niger River. Fintan never forgets the harsh facts of his childhood years, and readers will not forget this novel.

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Bony no perdía detalle de Oya. Estaba desnuda en medio del río, se lavaba, lavaba sus prendas de vestir. El corazón de Fintan latía con intensidad mientras la miraba a través de las cañas. Bony estaba delante de él, igual que un gato al acecho.

Ahí, en medio del agua, Oya no daba la impresión de ser la loca a la que tiraban pipos los niños. Era guapa, su cuerpo brillaba a la luz, sus senos eran voluminosos.como los de una auténtica mujer. Volvía hacia ellos su rostro liso, de ojos alargados. Puede que supiera que estaban allí, escondidos entre las cañas. Era la diosa negra que cruzó el desierto, la que reinaba en el río.

Un día, Bony se atrevió a aproximarse a Oya. Cuando llegó a la playa, la joven lo miró sin temor. Se limitó a recoger su vestido mojado de la ribera y a ponérselo. Luego se internó con soltura entre las cañas, hasta el camino que subía hacia la ciudad. Bony la acompañaba.

Fintan anduvo un instante por la playa. El sol tardío cegaba. Todo se encontraba vacío y en silencio, de no ser por el rumor del agua del río y, de cuando en cuando, la breve nota de algún ave. Fintan avanzó entre las altas hierbas con el corazón palpitante. De pronto, vio a Oya. Estaba tumbada en el suelo y Bony la tenía agarrada, como si luchara con ella. Volvió la cara, el miedo se leía en sus dilatados ojos. No gritaba, tan sólo resoplaba con fuerza, como quien llama sin voz. De súbito, sin entender lo que hacía, Fintan se abalanzó sobre Bony, dándole puñetazos y patadas, con la ira de un crío que se empeña en hacerle daño a alguien mayor que él. Bony se retiró hacia atrás. Tenía el sexo empinado. Fintan seguía golpeando, así es que Bony se lo quitó de encima empujándolo violentamente con las manos abiertas. Le salía una voz baja, ahogada por la ira. «Pissop fool, you gughe!»

Oya se deslizó sobre la hierba, tenía el vestido embarrado, su rostro expresaba odio, ira. De un salto se lanzó sobre Fintan y le dio tal mordisco en la mano que le hizo aullar de dolor. Luego salió disparada hacia lo alto de la colina.

Fintan fue a lavarse la mano al río. Los dientes de Oya le dejaron una profunda marca, en semicírculo. El agua del río resplandecía con un brillo metálico, un velo blanco nublaba las copas de los árboles. Cuando se volvió, Bony había desaparecido.

Fintan regresó corriendo hasta Ibusun. Maou lo aguardaba en la veranda. Estaba lívida, con visibles ojeras.

«¿Qué te pasa, Maou?»

«¿Dónde estabas?»

«Abajo, en el río.»

Procuraba ocultar la herida de la mano. No quería de ninguna manera que ella se la viera, le daba vergüenza. Sería un secreto. Bony no vendría jamás a Ibusun.

«No te veo nunca, estás fuera todo el tiempo. Sabes que tu padre no quiere que estés con ese muchacho, ese tal Bony.»

Maou conocía a Bony. Lo había visto en el malecón ayudando a su padre a descargar el pescado. A Elijan no le caía bien. Era un extranjero, pues venía de la costa, de Degema, de Victoria.

Fintan se metía en su habitación, cogía el famoso cuaderno escolar, escribía UN LARGO VIAJE. Ahora la reina negra se llamaba Oya, la que gobernaba la gran ciudad a orillas del río adonde llegaba Esther. Por ella escribía él en pidgin, inventaba una lengua. Hablaba con signos.

Maou encendía la lámpara de petróleo en la terraza. Miraba la noche. Le gustaba la irrupción de la tormenta, era una liberación. Aguardaba el ruido del V 8 que subía el repecho hacia Ibusun. Fintan se acercaba hasta ella, con sigilo. Igual que al día siguiente de su llegada a Onitsha. Estaban a solas en plena noche. Se estrechaban con fuerza, con los ojos cuajados de relámpagos, contando lentamente los segundos.

Sabine Rodes moraba en una especie de castillo de madera y chapa pintado de blanco, en la otra punta de la ciudad, por encima del viejo embarcadero, donde se hallaba la playa de limo que elegían los pescadores para varar sus canoas. La primera vez que Fintan entró en su casa fue con Maou, poco después de que llegaran. Geoffroy iba a visitarlo casi a diario por aquella época, para consultar libros, mapas relacionados con sus pesquisas. Sabine Rodes disponía de una biblioteca muy bien provista de libros de arqueología y antropología de África Occidental, y de una colección de objetos y máscaras de Benin, del Níger e incluso de los baulé de Costa de Marfil.

Maou se alegró mucho en un principio de conocer a Rodes. Lo veía un poco como ella, al margen de la sociedad respetable de Onitsha. De pronto, sin venir a cuento, pasó a odiarlo con saña, sin que Fintan pudiese adivinar el porqué. Dejó de acompañar a Geoffroy cuando éste iba a visitarlo y hasta prohibió a Fintan que volviera a poner los pies en aquella casa, sin dar explicaciones, con la voz breve y definitiva que empleaba cuando alguien le resultaba desagradable.

Geoffroy continuó yendo a la casa blanqueada, a la entrada de la ciudad. Sabine Rodes tenía demasiado encanto para dejar de verlo así como así. Fintan se llegaba también hasta la casona, a escondidas de Maou. Llamaba al portalón, entraba al jardín. Allí volvió a ver a Oya.

Sabine Rodes vivía solo en la casa, un antiguo edificio de las aduanas, de la época de los «consulados del río». Un día pidió a Fintan que entrara. Le enseñó las señales de las balas todavía incrustadas en la madera de la fachada, un recuerdo del tiempo de Njawhaw, los «Destructores». Fintan siguió a Sabine Rodes con el corazón palpitante. La casona crujía como el casco de un buque. Las termitas carcomían el maderamen, remendado con placas de cinc. Entraron en una inmensa habitación con las persianas bajadas, las paredes de madera pintadas de color crema, con una franja color chocolate en su base. En medio de la penumbra, Fintan columbró una barbaridad de objetos extraordinarios, oscuras pieles de leopardo de la selva colgadas en las paredes y rodeadas de cuero trenzado, tablas talladas, tronos, escabeles, estatuas baúles de ojos rasgados, escudos bantúes, máscaras fang, piedras preciosas con perlas engastadas, telas. Un escabel de ébano estaba decorado con desnudos de hombres y mujeres, otro ofrecía motivos de órganos sexuales masculinos y femeninos, en orden alternativo, esculpidos en relieve; todo impregnado de un olor extraño a cuero de Rusia, incienso, madera de sándalo.

«Aquí jamás entra nadie, dijo Sabine. Salvo de vez en cuando tu padre, a ver sus dioses de Egipto. Y Okawho.» Okawho era el criado negro de Rodes, un silencioso joven que se desplazaba descalzo sin delatar su presencia. Fintan no salía de su asombro al verle la cara, exacta a las máscaras de la gran habitación a oscuras: una cara alargada de frente abombada y ojos oblicuos. Unas marcas violetas le sajaban las mejillas y la frente. Tenía brazos y piernas interminables, y manos de afilados dedos. «Es mi hijo, dijo Rodes. Todo lo que hay aquí le pertenece.»

Cuando Fintan pasó a su altura, el joven se echó a un lado, se desvaneció como una sombra. La esclerótica de sus ojos brillaba en la ocuridad, él se confundía con las estatuas.

Sabine Rodes era el hombre más extraño que Fintan había visto en su vida. Y sin duda el hombre más detestado por la pequeña comunidad europea de Onitsha. Corrían sobre él toda clase de leyendas. Se decía que fue actor en la compañía de Old Vic de Bristol, que se enroló en el ejército. Contaban que trabajó de espía, y que aún mantenía relaciones en la Secretaría de Defensa. A los cuarenta y dos años era un hombre enjuto, de maneras adolescentes, pero pelo ya gris. Tenía un bello rostro bien proporcionado, ojos azul gris de mirada penetrante, dos arrugas señaladas en las comisuras de la boca que le daban una expresión de ironía y júbilo, siendo como era incapaz de reír.

No tenía nada en común con los demás ingleses, y probablemente esto explicaba la fascinación de Geoffroy. Se mostraba generoso, burlón, entusiasta, y también colérico, cínico, mentiroso. Se decía que había gastado varias novatadas de consideración, llegando hasta convencer al residente y al D.O. de la visita del Príncipe de Gales, de incógnito, a bordo de un vapor que arribaría por el Níger. Bebía whisky y vino que encargaba en Francia gracias a Geoffroy. Leía mucho, teatro francés, e incluso a poetas alemanes. Rehusaba vestir a la moda de los pequeños funcionarios de la colonia. Se mofaba de sus pantalones cortos demasiado largos, sus medias de lana, de sus cascos Cawnpore y sus impecables paraguas negros. Él no llevaba más que viejos pantalones de tela ajados y agujereados, una camisa Lacoste y sandalias de cuero, y cuando se quedaba en casa, se ponía una larga túnica azul cielo a la manera de los hausas de Kano.

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