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La cabeza de la hidra

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La cabeza de la hidra
Название: La cabeza de la hidra
Автор: Fuentes Carlos
Дата добавления: 16 январь 2020
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La cabeza de la hidra - читать бесплатно онлайн , автор Fuentes Carlos

En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema hist?rico mexicano, Una familia lejana (1980) se enra?za en la fantas?a y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehisp?nico) y tradiciones literarias.

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– Wherefore art thou?4 -le pregunté.

– At my lodging?5 -respondió.

– Aü is well ended if this suit be won6 -le dije para concluir y colgué la bocina.

1. ¿Cuándo nos volveremos a encontrar los dos? Macbetb, i, 1, 1.

2. Cuando la batalla haya sido perdida y ganada. Ibíd., i, 1, 4.

3. Carezco de oro, valiente Timón. Timón de Atenas, iv, 3, 90.

4. ¿Dónde estás? Romeo y Julieta, ii , 2, 33.

5. Donde me alojo. Otelo, ii, 1, 381.

6. Todo terminará bien si gana nuestra pretensión. All's Well that Ends Well, epílogo, 2.

Al bajar, el gerente estaba allí, con la cabeza plateada, impecable como si fuesen las diez de la mañana y le dijo que tenían que estar seguros, él comprendía, que dispensara, era para proteger los intereses del propio señor Maldonado, tan buen cliente, pero la letra de la carta parecía, bien estudiada, un poco insegura y el papel de calidad muy extraña. ¿Podía ofrecer mayores seguridades?, le preguntó al hombre mal vestido, con gafas oscuras, la cabeza rapada y herida, una barba de varios días y la maleta de Félix Maldonado en la mano.

– No tardan en llamar -dijo Félix.

El gerente mostró una desazón evidente al escuchar la voz de Félix. En seguida le avisaron que había una llamada telefónica urgente y alargó con alarde de seguridad el brazo, mostrando, como era su intención, las mancuernas de rubíes.

Escuchó mis instrucciones con atención.

– Cómo no, señor, no faltaba más, como usted mande -me dijo el gerente y colgó.

Félix recorrió a pie el corto trecho que separa el Hilton de la funeraria Gayosso en la calle de Sullivan. La maleta era muy ligera y no le importó el dolor del brazo. Necesitaba toda la fuerza de su alma para llegar a Gayosso, más que la de su pobre cuerpo vencido. El fajo de billetes que le entregó el gerente se sentía confortable, cálido, dentro de la bolsa del pantalón.

Llegó a la puerta principal del edificio construido como un mausoleo de tres pisos de piedra gris y mármol negro. La agencia Gayosso es una simple avanzada de los cementerios dentro de la dura geografía de esta ciudad donde hasta los parques, como el que se extendía aquí entre Melchor Ocampo y Ramón Guzmán, parecían fabricados de cemento. Subió las escaleras de piedra porosa y buscó el nombre en el tablero, SARA KLEIN, SEGUNDO PISO. Un guardián uniformado de gris oscuro dormitaba, con cara de pequeño simio simpático, en la conserjería del inmueble.

La mujer estaba tendida en la capilla neutra. Desde la contigua llegaban murmullos de avemarias y poderosos olores de corona fúnebre. Aquí no había ofrendas de amistades, socios o familia. Sólo un menorah con las velas encendidas. Félix se acercó al féretro abierto. El rostro y el cuerpo de Sara estaban cubiertos por una sábana húmeda aún. El ritual del cuerpo lavado fue cumplido por alguien, ¿por quién?, se preguntó Félix al depositar la maleta al lado de la caja de plomo gris.

Sólo los pies de Sara Klein estaban descubiertos. Félix supo lo que debía hacer. Tocó los dedos desnudos de Sara, los apretó y sintió que poseía por primera y única vez el cuerpo que la vida y la muerte, en esto hermanas, le vedaron.

Con la mano apretando el pie de Sara, le pidió perdón. Era el rito. Para Félix significaba mucho más, aunque el sentido de un rito es resolver un gesto personal más que conocer las actitudes ajenas. La humedad del cuerpo lavado permitía distinguir las formas de Sara Klein como un palimpsesto sobre la sábana pegada a la carne. Miró las facciones perdidas detras de la máscara blanca. Nunca había visto ese cuerpo desnudo. Sintió una atracción irresistible y develó el cadáver de la mujer.

El rostro era el mismo pero lo separaba del resto del cuerpo una gruesa venda alrededor del cuello. Recordó que en la clínica se prometió a sí mismo reservar toda su emoción para un solo instante. Era éste en el que descubría por primera vez el misterio de un cuerpo amado. Pero no era distinto de otros. Había mirado muchas veces a muchas mujeres desnudas, recostadas, dormidas. Pocas cosas le excitaban tanto como mirar largo tiempo a una mujer poseída por el sueño, desnuda, sin defensa. Esta situación las despojaba de algo más que la ropa, que es parte de la convención amatoria consciente. Para Félix, el sueño arrebataba a una mujer todos los hábitos de la lucha contra el hombre, reticencias fingidas, pudor, invitación coqueta o descarada, negación o afirmación del cuerpo. Una mujer inconsciente, dormida, era suya por la mirada; el contrincante de Félix era igual a la situación misma de la mujer abandonada a la conquista del sueño. El sueño era entonces el rival de su pasión. Ahora ese sueño, su rival, se llamaba la muerte y Félix estuvo a punto de cubrir el cuerpo de Sara: existía, después de todo, un objeto que se entrometía entre la identidad del sueño y de la muerte, una gruesa venda que separaba la cabeza del tronco, un collar que debió ser sangriento. Lulú había sido asesinada por Jack el Destripador.

Miró el rostro de Sara. No se parecía ni al sueño ni a la muerte que deberían habitarlo. Se parecía a otra cosa y Félix tuvo que repetir las palabras que le obligaban a entrar al rito que de esa manera dejaba de ser espectáculo ajeno para convertirse en un gesto que él no miraba sino del cual participaba. Se dijo en casa de los Rossetti que la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Ahora debería añadir: viva o muerta.

– Viva o muerta -murmuró y vio en el rostro de Sara lo que la distinguía del sueño mortal de cualquier otra mujer, viva o muerta. El rostro inmóvil de Sara Klein era el ostro de la memoria, una memoria fatigada que ni en la muerte encontraba el reposo del olvido.

Félix había venido aquí a concentrar y consagrar su amor.

Entró dispuesto a darle eso a una mujer a la que quiso mucho.

En cambio, era ella quien le daba algo, una luz del rostro lavado, sin maquillaje, con los ojos cerrados, el misterio de un rostro que en vida hubiese aceptado la muerte a fin de | ganar el olvido prometido y que en la muerte parecía fijado para siempre con el rictus de una memoria dolorosa.

Cubrió desoladamente el cuerpo con la sábana, deja ya de recordar, le dijo nerviosamente, olvida tu niñez perseguida y huérfana, las penitencias de tu vida de mujer, Sara, y escuchó los pasos detrás de él. Las velas del candelabro judío se consumían. Seguramente el solitario guardián del cuerpo de Sara Klein entraba a cambiar los cirios. Volteó esperando encontrar a un empleado de la funeraria y miró la figura de la chaparrita cuerpo de uva, Licha.

La enfermera, tensa, tímida, se acercó a él. Félix la miró con rabia y notó que había tenido tiempo de cambiarse. Traía puesta una minifalda negra y una blusa oscura también y escotada. En vez de los zapatos blancos de suela de goma, se había encaramado en unas monstruosidades de charol negro, plataforma y tacón repiqueteante. Una bolsa acharolada le colgaba del brazo.

– ¿Qué haces aquí? -le dijo Félix con la voz apagada que imponen los lugares de la muerte.

– Me imaginé que estarías aquí -contestó Licha.

– ¿Cómo sabes?, ¿cómo te atreves? -dijo Félix vencido por la ruptura del momento único, detestando a Licha por la profanación del instante perfecto y en realidad fatigado físicamente por el traslado inconcluso de la memoria de Sara Klein a la suya, un traslado interrumpido como un coito que al no consumarse acumula todo el cansancio del mundo sobre los pobres cuerpos aplazados.

– Perdón, corazoncito, ya te dije que soy muy cobarde.

– ¿De qué hablas? -dijo con impaciencia Félix, apartando la mirada de los pies desnudos de Sara Klein. -No te pude decir antes lo de don Memo, no me atreví.

– ¿Quién carajos es don Memo?

– Mi viejo, pues, el chofer donde te mandé. Mejor que averigüe solo -me dije-, si me quiere me perdona y si no,

pues ya te lo dije, ni modo. Ya veo que te encabronaste mucho.

Félix sofocó una risa impúdica:

– ¿Crees que por eso…?

Licha tomó actitudes de niña enfurruñada, juntando las puntas de los zapatos y remoliendo el tacón sobre el piso de mármol.

– No digas nada, óyeme. Memo es un hombre muy bueno, es como mi papá más que mi marido. Tú no sabes, amorcito. De la calle del Peñón nadie sale a recibirse de enfermera. Sales de huila, criada o placera. Don Memito me dio su protección y me hizo sentirme segura. Me pagó los estudios y si no me aparezco varias noches seguidas dice que es porque cuido enfermos. No me pide explicaciones. Le basta saber que soy su vieja por lo civil, con eso se conforma. Yo le vivo agradecida, ¿me entiendes?

– Está bien, no me importa -dijo Félix.

Licha se acercó de puntúas:

– ¿De veras? ¿Entonces juega?

Se prendió cariñosamente al cuello de Félix; él la apartó para mirarle los ojos. Pero no bastó la mirada; a esta mujercita había que formularle explícitamente las preguntas, sacarle las respuestas con tirabuzón.

– ¿Qué quieres decir?

– Corazón, nunca he estado con un hombre como tú. Sólo por ti dejaría para siempre a don Memo a quien tanto le debo.

Félix había mirado la memoria dolorosa en los ojos cerrados para siempre de Sara; en los ojos bien abiertos de Licha vio una amenaza sonriente. No pudo reírse de ella ni enojarse con ella. Desvió la mirada hacia el féretro de Sara. De una panera misteriosa estas dos mujeres a las que todo en la vida separó se estaban reuniendo en un lugar de la muerte, repartiéndose un poco este y otros dolores. Súbitamente, las dos aparecían aquí como nunca habían aparecido antes, portadoras de secretos, terribles las dos.

– ¿Quién trajo aquí a esta mujer? -Félix decidió tomar por los cuernos la novedad de su visión de Lichita -¿quién puso el anuncio en el periódico comunicando el deceso, el lugar del velorio, la incineración mañana…?

– Si te digo que fueron los meros gallones de su país, ¿me vas a creer? -sonrió Licha.

– Me estás pidiendo que no te crea.

Licha le guiñó un ojito de capulín:

– Segurolas. Si chencho no eres.

– El periódico decía que la embajada de Israel se desentendió de ella. ¿Entonces quién? Bernstein fue herido, ¿está muerto también? -dijo Félix más para sí mismo que para Licha. Si no fueron ellos, ¿entonces quién?

El silencio taimado de la enfermera se prolongó como el chisporroteo de las velas agonizantes. Félix se negó a precipitar lo que temía, las palabras absurdas de Licha, las condiciones que quería imponerle esta mujer inesperada.

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