Terrorista
Terrorista читать книгу онлайн
Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
El predicador no está dispuesto a que quede así.
– ¿El Señor de quién? -pregunta, y se responde con entusiasmo casi juvenil-: El Señor de Abraham. -Inspira-. El Señor de Josué. -Vuelve a inspirar-. El Señor del rey David.
– El Señor de Jesús -propone alguien desde el fondo de la vieja iglesia.
– El Señor de María -pregona una voz de mujer.
Y otra aventura:
– El Señor de Betsabé.
– El Señor de Séfora -grita una tercera. El predicador decide dejarlo ahí.
– El Señor de todos nosotros -brama, acercándose al micrófono como hacen las estrellas del rock. Se pasa un pañuelo blanco por la alta calva reluciente. Lo cubre una fina capa de sudor. El cuello de la camisa, antes almidonado, está ahora lacio. A su modo kafir, ha estado luchando contra los demonios, incluso contra los de Ahmad-. El Señor de todos nosotros -repite lúgubremente-. Amén.
– Amén -dicen muchos, aliviados, vaciados.
Se hace el silencio y después se oye el sonido circunspecto de pasos amortiguados en la alfombra, cuatro hombres trajeados marchan en dos filas por el pasillo para recoger unos platillos de madera mientras el coro, con un rumor imponente, se levanta y se dispone a cantar. Un tipo pequeño con túnica, que ha compensado su baja estatura hinchando su larga y rizada cabellera hasta convertirla en una enorme pelusa, alza los brazos en señal de que está listo a la vez que los hombres serios, con trajes de poliéster color pastel, toman los recipientes que el predicador les ha ofrecido y se despliegan, dos por el pasillo central y los otros dos por cada lateral. Esperan que el dinero vaya cayendo en los platos, cuyo fondo está forrado con fieltro para atenuar el ruido de las monedas. La inesperada palabra «impuro» vuelve del sermón: en su interior, Ahmad se estremece por haber pecado viniendo a presenciar cómo estos infieles negros oran a su no-Dios, a su ídolo de tres cabezas; es como ver sexo en público, escenas de carnes rosáceas atisbadas por encima de los hombros de chicos que hacen un mal uso de los ordenadores en clase.
Abraham, Noé: estos nombres no le son del todo ajenos a Ahmad. En la tercera sura, el Profeta afirmó: «Creemos en Dios y en lo que se nos ha revelado, en lo que se ha revelado a Abraham, a Ismael, a Isaac, a Jacob y a las tribus, en lo que Moisés, Jesús y los profetas han recibido de su Señor. No hacemos distinción entre ninguno de ellos». Las personas que le rodean también son a su manera Gente del Libro. «¿Por qué no creéis en los signos de Dios? ¿Por qué desviáis del camino de Dios a quien cree?»
El órgano eléctrico, que se ocupa de tocar un hombre cuya nuca asoma en rollitos de carne arrebujada, como formando un segundo rostro, deja ir un hilo de sonido, y después atiza una avalancha que cae como agua helada. El coro, con Joryleen en la primera fila, empieza a cantar. Ahmad sólo tiene ojos para ella, para su manera de abrir la boca tanto que puede verle la rosada lengua detrás de los dientes pequeños y redondos, como perlas semienterradas. «Oh, qué, amigo nos es Cristo», entiende que dicen las primeras palabras, lentamente, como si sacaran a rastras el peso de la canción de algún pozo de dolor. «¡Él sintió nuestra aflicción!» Los feligreses a espaldas de Ahmad responden a las letras con gruñidos de asentimiento y síes: conocen la canción, les gusta. Por el pasillo lateral un kafir, uno de los más altos, con un traje amarillo limón, llega con el platillo en una mano enorme, de nudillos colosales; en comparación con la mano, el cepillo parece un platito de café. Lo entrega a la fila donde se sienta Ahmad, éste lo pasa rápido, sin dejar nada; le da la sensación de que el plato intentara levantar el vuelo de su mano, tal es la sorprendente ligereza de la madera, pero él lo baja al nivel de la niña que tiene al lado, la cual alarga sus manos morenas e inquietas, ya no demasiado pequeñas, para tomarlo y seguir pasándolo. Ella, que lo ha estado mirando con brillantes ojos caninos, se le ha acercado un poco, de modo que su enjuto cuerpecito le toca, apoyándose en él tan suavemente que debe de pensar que no la nota. Ahmad, tenso, no hace caso, todavía se siente un intruso, y mira al frente como si quisiera leer los labios de los que cantan con túnicas. «Y nos manda que contemos», cree entender, «todo a Dios en oración.»
A Ahmad también le gusta rezar, la sensación de verter la voz queda de su cabeza en un silencio que aguarda a su lado, de verter una parte invisible de sí mismo en una dimensión más pura que la tridimensionalidad de este mundo. Joryleen le ha dicho que cantaría un solo, pero permanece en su hilera, entre una mujer mayor y gorda y una flaca del color de cuero seco. Todas tremolan levemente en sus lustrosas túnicas azules y mueven las bocas acompasadamente de modo que Ahmad no sabría decir qué voz es la de Joryleen, quien tiene la mirada fija en el director del pelo alborotado y ni por un momento la desvía hacia él, pese a que se ha expuesto al fuego del infierno al aceptar la invitación. Se pregunta si Tylenol estará entre la congregación depravada a sus espaldas; le dolió el hombro un día entero en la zona que Tylenol había apretado. «… Es porque no le ha dicho», canta el coro, «todo a Dios en oración.» Las voces conjuntadas de todas esas mujeres, con las más graves de los hombres de la hilera de arriba, tienen una calidad imponente y majestuosa, como un ejército que avanzara sin temor a los ataques. La diversidad de gargantas se funde en un único sonido orgánico, incontestable, quejumbroso, muy alejado de la voz solitaria del imán entonando la música del Corán, una música que penetra en los espacios de detrás de tus ojos y se hunde en el silencio de tu cerebro.
El organista da paso a un ritmo diferente, supuestamente marchoso, tachonado de golpes: se trata de una percusión originada detrás del coro por un instrumento, un conjunto de varas de madera, que Ahmad no puede ver. Los allí reunidos acogen el cambio de tempo con murmullos de aprobación, y el coro empieza a seguir el ritmo con los pies, con las caderas. El órgano emite un sonido líquido, como de zambullida. La canción se va despojando de la vestidura de sus versos, que cada vez son más difíciles de entender: dicen algo de pruebas, tentaciones y problemas en cualquier parte. La mujer flaca y chupada que está junto a Joryleen da un paso al frente y, con una voz casi masculina, de hombre meloso, pregunta a la congregación: «¿Quién es ese amigo fiel con quien podemos compartir las penas?». Detrás de ella el coro entona una única palabra: «Plegaria, plegaria, plegaria». El organista se prodiga arriba y abajo del teclado, aparentemente a su aire pero sin extraviarse. Ahmad no sabía que el órgano tuviera un registro tan amplio, los acordes van ascendiendo sin límite. «Plegaria, plegaria, plegaria», sigue cantando el coro mientras deja al organista desplegar su solo.
Luego llega el turno de Joryleen; da un paso adelante y la reciben algunos aplausos, sus ojos rozan la cara de Ahmad antes de volver el óvalo, todo labios, de su propio rostro hacia el público que queda detrás de él y después hacia más arriba, a la galería. Toma aire; el corazón de Ahmad se detiene, temeroso por la chica. Pero su voz se desovilla en un filamento luminoso: «¿Somos débiles y vivimos llenos de temores y tentaciones?». Es una voz joven, frágil, pura, con cierto temblor hasta que Joryleen consigue dominar los nervios. «A Jesús, tu amigo eterno», canta. Su voz se sosiega, adquiere un tono metálico, con un matiz áspero, y a continuación escala en repentina libertad hasta un chillido que se asemeja al de un niño que suplica que le abran la puerta. Los fieles aprueban en susurros el atrevimiento. Joryleen grita: «¿Te desprecian tus amih-hih-gos?».
«Eh, ¿en serio lo hacen?», apunta la mujer gorda que tiene al lado, inmiscuyéndose, como si el solo de Joryleen fuera un baño templado demasiado apetecible para no aprovecharlo. Pero se ha sumado no para echar a Joryleen sino para unirse a ella; al oír esta otra voz junto a la suya, la chica prueba algunas notas en otro registro, armónicas, de modo que su joven voz se vuelve más audaz, llevada en volandas casi a la inconsciencia. «En sus brazos», canta, «en sus brazos, en sus brazos cariñosos paz tendrá, oh sí, gloria bendita, tu corazón.»