P?o Baroja
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Presentado como un pr?logo extenso a una peque?a antolog?a de Baroja, este ensayo es en realidad un inteligente perfil biogr?fico de una de las m?s controvertidad figuras de la literatura espa?ola. Desde hace tiempo Mendoza viene repitiendo que se reconoce como un disc?pulo de la peculiar narrativa barojiana, puesto que fue la lectura de algunas de sus novelas lo que determin? el modo en que empez? a abordar la literatura. A contracorriente de una serie de libros recientes que abordan desde diversos flancos militantes, las conductas ?ticas y las ideas pol?ticas de Baroja durante el franquismo, Mendoza ha preferido ofrecer una visi?n menos ambiciosa, pero mucho m?s precisa. Descrito como `un texto para barojianos, tanto adeptos como detractores`, este ensayo est? dedicado, sobre todo, a argumentar qu? es lo que representa Baroja en la narrativa espa?ola, y su tono irreverente recuerda en ocasiones al del propio escritor vasco, cuyo sentido del humor fue y sigue siendo el mejor ant?doto contra cualquier forma de sacralizaci?n.
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Contrariamente al juicio de que Baroja era un escritor anacrónico que deambulaba por el siglo XX con la vista fija en el XIX, la percepción que Baroja tenía o intuía de la novela difería poco de la de aquellos escritores contemporáneos cuyo desconocimiento le reprochaba Juan Benet.
Porque lo que Baroja vio o intuyó fue que los lectores que leían sus novelas no eran los mismos lectores que varias décadas atrás habían leído a su admirado Dickens. Los lectores de Baroja, conscientemente o no, esto poco importa, no seguían las peripecias de Aviraneta como sus antecesores habían seguido las peripecias de Oliver Twist. Lo que ahora seguían los lectores era a Pío Baroja relatando las peripecias de Aviraneta. De este modo, Baroja estableció un pacto tácito con sus lectores, en virtud del cual éstos aceptaban, saboreaban y casi exigían los defectos obvios de Baroja: los arranques titubeantes de las novelas, las digresiones, las vías muertas, las idas y venidas de los personajes de ninguna parte a ninguna parte, en suma, una narración pura para la que las dotes naturales de Baroja no tenían rival. A cambio de esto, Baroja había de ser siempre el mismo, no sólo en los escritos, sino en la vida: el personaje de Baroja que en algún momento, sin saber muy bien cómo, él mismo había creado: Baroja-persona sólo era Baroja-escritor: un hombre huraño, prematuramente avejentado, irresoluto y confuso ante todo lo que no fuera la aventura de inventar y escribir: un hombre sin familia, casi inexistente, sin otra personalidad que la que los demás quisieran otorgarle: el anarquista, el fascista, el novelista famoso, el inofensivo tertuliano, el hombre malo de Itzea.
