El cuento numero trece

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El cuento numero trece
Название: El cuento numero trece
Автор: Setterfield Diane
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cuento numero trece - читать бесплатно онлайн , автор Setterfield Diane

Entre mentiras, recuerdos e imaginaci?n se teje la vida de la se?ora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en a?os que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.

«Cu?nteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el d?a en que Vida Winter muera sabremos qu? secretos encerraba ?l cuento n?mero trece, una historia que nadie se hab?a atrevido a escribir.

Despu?s de cinco a?os de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los cr?ticos con una primera novela que pronto s? convertir? en un cl?sico.

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La señorita Winter se aclaró la garganta, preparándose para comenzar.

– Isabelle Angelfield era extraña.

La voz pareció abandonarla y, sorprendida, guardó silencio. Cuando habló de nuevo su tono fue cauto.

– Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Otra vez la brusca pérdida de voz.

Tan acostumbrada estaba la señorita Winter a esconder la verdad que se le había atrofiado en su interior. Hizo un comienzo fallido, luego otro. No obstante, como un músico de talento que después de años sin tocar toma de nuevo su instrumento, finalmente se abrió camino.

Me contó la historia de Isabelle y Charlie.

El cuento número trece - pic_2.jpg

Isabelle Angelfield era extraña.

Isabelle Angelfield nació durante una tormenta.

Es imposible saber si esos dos hechos guardan relación. No obstante, cuando veinticinco años después Isabelle se marchó de casa por segunda vez, los vecinos echaron la vista atrás y recordaron la interminable lluvia que cayó el día de su nacimiento. Algunos recordaron como si fuera ayer que el médico llegó tarde, pues tuvo que enfrentarse a las inundaciones causadas por el desbordamiento del río. Otros recordaron, sin sombra de duda, que el cordón umbilical había permanecido enrollado en el cuello de la pequeña hasta casi estrangularla antes de poder nacer. Sí, fue un parto muy complicado, pues al dar las seis, justo cuando el bebé estaba saliendo y el médico tocaba la campana, ¿no había abandonado la madre este mundo y pasado al siguiente? Así que si el tiempo hubiera sido apacible y el médico hubiera llegado antes y si el cordón no hubiera privado a la niña de oxígeno y si la madre no hubiera muerto… Y si, y si, y si… De nada sirve ese tipo de razonamiento. Isabelle era como era y no hay nada más que decir al respecto.

La recién nacida, un bultito blanco de furia, era huérfana de madre. Y al principio, en la práctica, también fue huérfana de padre. George Angelfield se hundió. Se encerró en la biblioteca y se negó a salir. Quizá parezca algo excesivo; por lo general, diez años de matrimonio bastan para curar el afecto conyugal, pero Angelfield era un tipo extraño, como demostró en aquel momento. Había amado a su esposa, a su malhumorada, perezosa, egoísta y preciosa Mathilde.

La había querido más de lo que quería a sus caballos, más incluso que a su perro. En cuanto a su hijo Charlie, un niño de nueve años, a George jamás se le ocurrió preguntarse si lo quería más o menos que a Mathilde, porque ni siquiera pensaba en Charlie.

Desconsolado, medio enloquecido por el dolor, George Angelfield pasaba los días sentado en la biblioteca, sin comer, sin ver a nadie. Y también pasaba allí las noches, en el diván, sin dormir, contemplando la luna con los ojos enrojecidos. Esa situación se prolongó varios meses. Sus mejillas, ya pálidas de por sí, empalidecieron aún más, adelgazó y dejó de hablar. Hicieron llamar a especialistas de Londres. El párroco fue y se marchó. El perro languidecía por falta de afecto y cuando pereció, George Angelfield apenas se percató.

Finalmente el ama perdió la paciencia. Levantó a la pequeña Isabelle de la cuna del cuarto de los niños y la llevó abajo. Pasó ante el mayordomo desoyendo sus advertencias y entró en la biblioteca sin llamar. Caminó hasta el escritorio y puso al bebé en los brazos de George Angelfield sin decir ni una palabra. A renglón seguido giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.

El mayordomo hizo ademán de entrar con la idea de recuperar a la niña, pero el ama alzó un dedo y espetó entre dientes:

– ¡Ni se te ocurra!

El mayordomo se quedó tan pasmado que obedeció. Los sirvientes de la casa se congregaron frente a la biblioteca, mirándose unos a otros, sin saber qué hacer, pero la firme determinación del ama los tenía paralizados, de modo que no hicieron nada.

Fue una tarde larga y al anochecer una criada corrió hasta el cuarto de los niños.

– ¡Ha salido! ¡El señor ha salido!

Con su paso y su porte habituales, el ama bajó para que le explicaran lo sucedido.

Los sirvientes se habían pasado horas en el vestíbulo, pegando la oreja a la puerta y mirando por el ojo de la cerradura. Al principio el señor se había limitado a contemplar al bebé con el rostro embobado y perplejo. El bebé se retorcía y gorjeaba. Cuando George Angelfield empezó a responder con gorgoritos y arrullos, los sirvientes se miraron atónitos, pero mayor fue su pasmo cuando al rato le escucharon cantar una nana. El bebé se durmió y se hizo el silencio. El padre, informaron los sirvientes, no apartó los ojos de la cara de su hija ni un segundo. Luego la pequeña despertó hambrienta y comenzó a llorar. Los berridos fueron ganando volumen e intensidad hasta que, finalmente, la puerta se abrió de par en par.

Y ahí estaba mi abuelo, con su hija en los brazos.

Al ver a los sirvientes rondando ociosos, los fulminó con la mirada y bramó:

– ¿Es que en esta casa se deja a los bebés morir de hambre?

A partir de ese día George Angelfield cuidó personalmente de su hija. Le daba de comer y la bañaba, trasladó la cuna a su habitación por si se sentía sola y se ponía a llorar por las noches, confeccionó un cabestrillo para poder montar a caballo con ella, le leía (cartas comerciales, páginas de deportes y novelas románticas) y compartía con ella todos sus pensamientos y proyectos. En pocas palabras, se comportaba como si Isabelle fuera una compañera sensata y agradable y no una niña rebelde e ignorante.

Quizá su padre la adorara por su físico. Charlie, el hijo a quien no prestaba atención, nueve años mayor que Isabelle, era el vivo retrato de su padre: recio, pálido y pelirrojo, de andar patoso y semblante alelado. Isabelle, en cambio, había heredado rasgos de sus dos progenitores. El cabello pelirrojo que compartían su padre y su hermano se le fue oscureciendo hasta adquirir un castaño rojizo intenso y vivo. En ella la blanca tez de los Angelfield se extendía sobre bellas facciones francesas. Poseía el mejor mentón, el paterno, y la mejor boca, la materna. Tenía los ojos almendrados y las pestañas largas de su madre pero cuando las levantaba dejaba ver los asombrosos iris de color verde esmeralda distintivos de los Angelfield. Isabelle era, físicamente al menos, la mismísima perfección.

La casa se adaptó a esa situación tan insólita. Sus moradores vivían con el acuerdo tácito de actuar como si fuera del todo normal que un padre sintiera adoración por su hija pequeña. No debían considerar impropio de un hombre, impropio de un caballero, ni ridículo, que no se separara de ella ni un momento.

Pero ¿y Charlie, el hermano de la pequeña? Charlie era un muchacho corto de entendederas que no dejaba de dar vueltas a sus cuatro obsesiones y era imposible enseñarle cosas nuevas o que pensara con lógica. Hacía caso omiso del bebé y agradecía los cambios que su llegada había supuesto en el funcionamiento de la casa. Antes de Isabelle había tenido dos padres a quienes el ama podía informar de su mala conducta, dos padres cuyas reacciones eran difíciles de prever. Su madre le había impuesto una disciplina contradictoria: unas veces lo zurraba por su mal comportamiento y otras simplemente se reía. Su padre, aunque severo, era tan despistado que solía olvidar los castigos que le había impuesto. No obstante, cuando se encontraba con el muchacho, le asaltaba la vaga sensación de que podía haber una fechoría que enmendar y le propinaba una zurra pensando que si no la merecía en ese momento bien valdría para la próxima ocasión. Eso enseñó al muchacho una buena lección: no debía cruzarse con su padre.

Con la llegada de la niña Isabelle todo eso cambió. Mamá ya no estaba y papá era como si no estuviese, demasiado ocupado con su pequeña Isabelle para interesarse por las quejas histéricas de las criadas sobre ratones cocinados con el asado del domingo o alfileres hundidos en el jabón por manos malintencionadas. Charlie podía hacer lo que le viniera en gana, y lo que más le tentaba era arrancar tablas de los escalones del desván y observar cómo las criadas tropezaban y se torcían el tobillo.

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