Memoria de mis putas tristes
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Memoria de mis putas tristes es una novela que el premio Nobel colombiano Gabriel Garc?a M?rquez public? en 2004. La novela narra historia de un anciano y sus enamoramiento con una adolescente. Es, a la fecha, el ?ltimo libro de este escritor.
Esta novela relata el enamoramiento de un anciano nonagenario y una joven de 14 a?os. El d?a de su nonag?simo cumplea?os, el anciano decide regalarse una noche de sexo con una virgen. Para eso recurre a su vieja amiga y vieja prostituta, Rosa Cabarcas, quien hace las veces de celestina entre ?l y una joven durmiente, a quien el anciano bautiza como Delgadina. En el transcurso del relato, ?ste describe sus vivencias con otras mujeres y c?mo encuentra significado a la vejez por medio del amor.
Tambi?n se percibe en el libro el ansia de Garc?a M?rquez de morir desacompa?ado. El autor ten?a 76 a?os de edad cuando escribi? el mismo. En la novela el nonagenario que nunca form? familia, se encuentra por azar con una vieja prostituta, de la cual hab?a sido un cliente asiduo desde que era una adolescente altiva. Ella, todav?a en plena forma, le expresa que siempre le hab?a querido y que hubiera sido su pareja ideal. El viejo, todo emocionado, empieza llorar y le dice: – Es que me estoy volviendo viejo. Le cuenta la historia de la Delgadina y ella le dice: – Haz lo que quieras, pero no pierdas a esa criatura. No hay peor desgracia que morir solo.
En este libro Garc?a M?rquez muestra nuevamente su gran poder en la narrativa, pero ahora no con ese trasfondo pol?tico sino con un toque de buena nostalgia y un poco m?s de su propia filosof?a. Basada en la novela La Casa de las Bellas Durmientes del escritor japon?s Yasunari Kawabata, en la que los ancianos pagaban por yacer junto a muchachitas desnudas narcotizadas para observarlas durante el sue?o.
Un antecedente de este relato lo podemos encontrar en "El avi?n de la bella durmiente", integrante de la colecci?n "Doce Cuentos Peregrinos".
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No resistí más. Ella lo sintió, vio mis ojos húmedos de lágrimas, y sólo entonces debió descubrir que ya no era el que fui y le sostuve la mirada con un valor del que nunca me creí capaz. Es que me estoy volviendo viejo, le dije.Ya lo estamos, suspiró ella. Lo que pasa es que uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el mundo lo ve.
Era imposible no abrirle el corazón, así que le conté la historia completa que me ardía en las entrañas, desde mi primera llamada a Rosa Cabarcas la víspera de mis noventa años, hasta la noche trágica en que hice añicos el cuarto y no regresé más. Ella me oyó el desahogo como si estuviera viviéndolo, lo rumió muy despacio, y por fin sonrió.
– Haz lo que quieras, pero no pierdas a esa criatura -me dijo-. No hay peor desgracia que morir solo.
Fuimos a Puerto Colombia en el trenecito de juguete tan despacioso como un caballo. Almorzamos frente al muelle de maderas carcomidas por donde había entrado el mundo entero al país antes que se dragaran las Bocas de Ceniza. Nos sentamos bajo un cobertizo de palma, donde las grandes matronas negras servían pargos fritos con arroz de coco y tajadas de plátano verde. Dormitamos en el sopor denso de las dos, y seguimos conversando hasta que se hundió en el mar el inmenso sol de candela. La realidad me parecía fantástica. Mira adonde ha venido a dar nuestra luna de miel, se burló ella. Pero prosiguió en serio: Hoy miro para atrás, veo la fila de miles de hombres que pasaron por mis camas, y daría el alma por haberme quedado aunque fuera con el peor. Gracias a Dios, encontré mi chino a tiempo. Es como estar casada con el dedo meñique, pero es sólo mío.
Me miró a los ojos, midió mi reacción a lo que acababa de contarme, y me dijo: Así que vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te dicen los celos, sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.
El pulso me temblaba al día siguiente cuando marqué el número del teléfono. Tanto por la tensión del reencuentro con Delgadina, como por la incertidumbre de la forma en que Rosa Cabarcas me respondiera. Habíamos tenido una disputa seria por el abuso con que tasó los destrozos que hice en su cuarto. Tuve que vender uno de los cuadros más amados de mi madre, cuyo valor se calculaba en una fortuna, pero a la hora de la verdad no llegó a un décimo de mis ilusiones.
Aumenté la suma con el resto de mis ahorros y se la llevé a Rosa Cabarcas con una consigna inapelable: Lo tomas o lo dejas. Fue un acto suicida, porque sólo con vender uno de mis secretos ella habría aniquilado mi buen nombre. Pero no respingó, sino que se quedó con los cuadros que había tomado en prenda la noche del pleito. Fui el perdedor absoluto en una sola jugada: me quedé sin Delgadina, sin Rosa Cabarcas y sin mis últimos ahorros. Sin embargo, oí el timbre del teléfono una vez, dos veces, tres, y por fin ella: ¿A ver? No me salió la voz. Colgué. Me eché en la hamaca, tratando de serenarme con la lírica ascética de Satie, y sudé tanto que el lienzo quedó empapado. Hasta el día siguiente no tuve el valor de llamar.
– Bueno, mujer -dije con voz firme-. Hoy sí.
Rosa Cabarcas, cómo no, estaba más allá de todo. Ay, mi sabio triste, suspiró con su ánimo invencible, te pierdes dos meses y sólo vuelves para pedir ilusiones. Me contó que no había visto a Delgadina desde hacía más de un mes, que parecía tan repuesta del susto de mis estropicios que ni siquiera habló de ellos ni preguntó por mí, y estaba muy contenta en un nuevo empleo, más cómodo y mejor pagado que coser botones. Una oleada de fuego vivo me quemó las entrañas. Sólo puede ser de puta, dije. Rosa me replicó sin pestañear: No seas bruto, si así fuera estaría aquí. ¿O dónde podría estar mejor? La rapidez de su lógica me agravó la duda: ¿Y cómo sé que no está ahí? En ese caso, replicó ella, lo que más te conviene es no saberlo. ¿O no? Una vez más la odié. Ella, a prueba de erosiones, prometió rastrear a la niña. Sin muchas esperanzas, porque el teléfono de la vecina donde la llamaba seguía cortado y no tenía la menor idea de dónde vivía. Pero no era para echarse a morir, qué carajo, dijo, te llamo en una hora.
Fue una hora de tres días, pero encontró a la niña disponible y sana. Volví avergonzado, y la besé palmo a palmo, como penitencia, desde las doce de la noche hasta que cantaron los gallos. Un perdón largo que me prometí seguir repitiendo para siempre y fue como empezar otra vez por el principio. El cuarto había sido desmantelado, y el mal uso había acabado con todo lo que yo había puesto. Ella lo había dejado así, y me dijo que cualquier mejora tenía que hacerla yo por lo que estaba debiéndole. Sin embargo, mi situación económica tocaba fondo. El dinero de las jubilaciones alcanzaba cada vez para menos. Las pocas cosas vendibles que quedaban en la casa -salvo las joyas sagradas de mi madre- carecían de valor comercial y nada era bastante viejo para ser antiguo. En tiempos mejores, el gobernador me había hecho la oferta tentadora de comprarme en bloque los libros de los clásicos griegos, latinos y españoles para la Biblioteca Departamental, pero no tuve corazón para venderlos. Después, con los cambios políticos y el deterioro del mundo, nadie del gobierno pensaba en las artes ni las letras. Cansado de buscar una solución decente, me eché al bolsillo las joyas que Delgadina me había devuelto, y me fui a empeñarlas en un callejón siniestro que conducía al mercado público. Con aires de sabio distraído recorrí varias veces aquel tugurio atiborrado de cantinas de mala muerte, librerías de viejo y casas de empeño, pero la dignidad de Florina de Dios me cerró el paso: no me atreví. Entonces decidí venderlas con la frente en alto a la joyería más antigua y acreditada.
El dependiente me hizo algunas preguntas mientras examinaba las joyas con su monóculo. Tenía la conducta, el estilo y el pavor de un médico. Le expliqué que eran joyas heredadas de mi madre. El aprobaba con un gruñido cada una de mis explicaciones, y por fin se quitó el monóculo.
– Lo siento -dijo-, pero son culos de botellas.
Ante mi sorpresa, me explicó con una suave conmiseración: Menos mal que el oro es oro y el platino es platino. Me toqué el bolsillo para asegurarme de que llevaba las facturas de compra, y dije sin resabios:
– Pues fueron compradas en esta noble casa hace más de cien años.
El no se inmutó. Suele suceder, dijo, que en las joyas hereditarias vayan desapareciendo las piedras más valiosas con el paso del tiempo; sustituidas por díscolos de la familia, o por joyeros bandidos, y sólo cuando alguien trata de venderlas se descubre el fraude. Pero permítame un segundo, dijo, y se llevó las joyas por la puerta del fondo. Al cabo de un momento regresó, y sin explicación alguna me indicó que me sentara en la silla de espera, y siguió trabajando.
Examiné la tienda. Había ido con mi madre varias veces, y recordaba una frase recurrente: No se lo digas a tu papá. De pronto se me ocurrió una idea que me crispó: ¿no sería que Rosa Cabarcas y Delgadina, de común acuerdo, habían vendido las piedras legítimas y me devolvieron las joyas con las piedras falsas?