Cronica de la ciudad de piedra
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Era una ciudad sorprendente que, como un ser prehist?rico, parec?a haber surgido bruscamente en el valle en una noche de invierno para escalar penosamente la falda de la monta?a. Todo en ella era viejo y p?treo, desde las calles y las fuentes hasta los tejados de sus soberbias casas seculares, cubiertos de losas de piedra gris semejantes a escamas gigantescas. Resultaba dif?cil creer que bajo aquella formidable coraza subsistiera y se renovara la carne tierna de la vida. No resultaba f?cil ser ni?o en esta ciudad. Y tampoco en esos tiempos, v?speras de la Segunda guerra mundial. La novela autobiogr?fica del reconocido autor alban?s est? contada desde la perspectiva de un ni?o cuya voz nos desvela un mundo fuera de la historia, en el que supersticiones y acontecimientos se encabalgan y entremezclan hasta darle a estas memorias de infancia un car?cter de on?rica reflexi?n.
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– ¡Desvergonzada!
Observé que a los demás no les causaba impresión la exclamación y continuaban comiendo con sosiego. Al parecer, sabían a quién insultaba la abuela.
– ¿Quién es la desvergonzada, abuela? -pregunté yo.
El abuelo la miró a los ojos y ella cabeceó irritada como diciendo: «ya sé, ya sé».
– A ti no te interesa -me dijo y apartó ruidosamente la sartén.
– Si yo estuviera en tu lugar, se las quitaría de las manos -dijo la mayor de mis tías.
– Sólo eso me faltaba, pelearme con las zorras.
Jamás hubiera sido capaz de imaginar que la abuela pudiera pelearse con nadie, después de haberla visto toda mi vida guisando y haciendo tortas.
– Dejad ya este tema -dijo el abuelo e hizo un gesto con la cabeza en mi dirección. Todos le obedecieron, aunque la abuela parecía continuar con su enfado, pues el ruido de las cacerolas se hacía cada vez más escandaloso.
– Zorra, más que zorra -la emprendió de nuevo.
– Habérselas quitado de la cuerda -insistió la tía mayor.
La menor de mis tías abrió el periódico y se puso a leer.
– Deja ese periódico -la hostigó la abuela-. Los periódicos son para los hombres.
La otra rió a carcajadas…
– ¿De qué te ríes? Nosotras estamos angustiadas y tú leyendo periódicos y con risitas.
La tía se levantó y se marchó con el periódico en la mano.
– Hoy las servilletas, mañana los cubiertos, pasado las alfombras -continuó la abuela.
Hablaban ya abiertamento de lo sucedido y comprendí de qué se trataba. Margarita robaba.
– ¿Por qué dejas el plato? -me dijo la otra tía.
– Ya no tengo hambre -dije y me levanté de la silla.
– No has comido nada. ¿No estarás enfermo?
– No.
– Seguro -dijo la abuela-, te habrás enfriado. Te pasas todo el día en lo alto del tejado, como si no tuvieras una casa.
Sin decir una palabra, me fui al cuarto de estar. La tía menor estaba sentada en un rincón y leía el periódico.
– ¿Ya te han echado también a ti? -dijo sin levantar la cabeza.
No respondí. Reinaba una gran tranquilidad. Desde lo alto del camino de la fortaleza, la canción del caminante desconocido rodaba por el barranco:
Escuché tu voz, Meri.
Decía: me duele la cabeza.
Te traeré al doctor.
La gente me da vergüenza.
Yo lo escuchaba abstraído. La voz se alejaba progresivamente. La mirada se me había quedado enganchada en los postes del teléfono.
¿De qué tendría vergüenza?
Se percibían los movimientos del otoño. Allá abajo, entre las ramas que se desvestían, se deslizó algo. Susana. Ya se había enterado de mi llegada.
El tic-tac del gran reloj resonaba extraordinariamente. El dolor era omnipresente. Se extendía a raudales por el espacio infinito. Poco después lo inundaría todo.
El almuerzo era sombrío. Comíamos en silencio y todos parecían esperar con impaciencia el momento en que la abuela examinara el alón del gallo.
Últimamente se enteraba casi todo el mundo si se mataba algún gallo en el barrio, pues en sus huesos se podía ver el futuro y en los últimos tiempos se esperaban grandes acontecimientos.
– Doña Pino ha matado hoy un gallo. Id y preguntadle cómo le ha salido el alón, queridos -nos había dicho una semana antes la madre de Ilir.
Hoy, por primera vez en mucho tiempo, también nosotros habíamos matado un gallo. Por la tarde, la gente llamaría a la puerta y preguntaría por el alón. Después preguntarían a la abuela, a mamá cuando saliera al umbral de la puerta y quizás hasta los hombres preguntaran a papá en el café. Porque todos sabían que era muy infrecuente matar aves en la ciudad.
Terminó la comida. Por fin, la abuela cogió el alón del gallo, entornó los ojos y lo observó durante largo rato, volviendo hacia la luz unas veces un lado, otras el otro. Todos aguardábamos en silencio.
– Guerra -dijo de pronto la abuela con voz sorda-. Los extremos del hueso están encarnados. Guerra y sangre -y señaló con el dedo aquella parte del alón que anunciaba la guerra.
Nadie habló.
La abuela continuó su examen durante un buen rato.
– Guerra -volvió a decir y puso su mano derecha sobre mi cabeza, como protegiéndome del mal.
Acabada la comida, volví junto al montón de platos sucios, donde encontré el alón del gallo, y con él en la mano subí a la segunda planta de la casa, al salón. Me senté ante los altos ventanales y observé con atención aquel hueso delgado y trágico. Era una tarde de octubre. Fuera soplaba un viento seco. Sostenía en la mano el hueso frío y no era capaz de apartar los ojos de él. El hueso tenía color rojizo tirando a malva y unas veces parecía salpicado de pequeñas gotitas de sangre y otras como iluminado por los reflejos de un gran fuego.
Poco a poco se fue tornando rojo y, por fin, sobre su superficie no había ya pequeñas gotas de sangre, sino torrentes enteros que comenzaron a chorrear enrojeciéndolo todo.
Antes de que se adueñara de mí el sueño, con el hueso del gallo en la mano, vi una vez más los fuegos que ardían y llameaban en él y después, entre el humo, oí los primeros tambores que llamaban al combate.
Lo supe de inmediato, en cuanto entré en el patio. Margarita se había ido. No pregunté qué había sucedido, ni cómo había sucedido. El camino estaba desierto y los árboles del patio se iban quedando desnudos, has hojas revoloteaban con parsimonia sobre el cobertizo de los gitanos. Estaba un poco triste.
Pronto empezarían las verdaderas lluvias del otoño. Los árboles quedarían completamente desnudos y el viento aullaría a través de las rendijas. Aparecerían goteras en el techo justo bajo los lugares donde yo había pisado durante el verano, mientras el tabaco, las cerillas y el libro escrito en turco terminarían pudriéndose en la vieja buhardilla.
Susana vagaría de un lado a otro, leve y transparente, sin poder enterarse nunca de lo que le sucedió a un hombre llamado Macbeth, allá en la lejana Escocia. Si la próxima vez que fuera allí me dijeran que se había marchado junto con las cigüeñas, no me extrañaría lo más mínimo.
Durante las noches de invierno las hordas de ratones harían estragos sobre los techos. ¡Lucha, Gengis Khan! ¡Devástalo todo a tu paso! Más abajo de Asia ya no duerme nadie. Desierto. Desierto.
… su declaración. Durante la campaña de Polonia no lancé ningún ataque nocturno, dice Adolf Hitler. Bombardeé de día. Lo mismo hice en Noruega, en Bélgica y en Francia. De pronto, el señor Churchill bombardea Alemania durante la noche. Vosotros conocéis, camaradas, mi paciencia. Esperé ocho días. Volvió a bombardear y pensé: este hombre está loco. Esperé dos semanas. Mucha gente venía y me decía: Mein Führer, ¿cuánto vamos a esperar aún? Entonces di la orden: bombardear Inglaterra durante la noche. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Sesión 127 del proceso. Los Angoni contra los Karllashe. El cronista Xivo Gavo, quien ha descubierto la vieja crónica familiar de los Angoni, rehusa utilizarla para el esclarecimiento del litigio sobre los antiguos títulos de propiedad. El inventor de nuestra ciudad, Dino Chicho, se dispone a emprender un viaje a Hamburgo. Aprovechamos la ocasión para repudiar con desprecio el artículo de un periodista de Tirana titulado: «En vísperas de la guerra mundial, un loco intenta fabricar un invento para defender su ciudad». Ayer, nuestro conciudadano T.V. tomó treinta cafés. Ordeno el oscurecimiento obligatorio de la ciudad. El comandante de la guarnición, Bruno Arcivocale. Nacimientos, matrimonios, defunciones. Dh. Ka