Inquieta Compania
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Fuentes ha reunido en Inquieta compa??a seis relatos propios del g?nero fant?stico. El novelista mexicano ha bebido en fuentes originales y adaptaciones cinematogr?ficas, transmutando con sabidur?a el misterio, el terror o la angustia.
Muertos vivientes, ?ngeles y vampiros deambulan por paisajes mexicanos acompa?ados de otros personajes definidos de forma realista, dise?ados con el cuidadoso buril de los cl?sicos modernos de la literatura hispanoamericana. Tal vez las vivencias londinenses de Fuentes le hayan conducido a esta m?tica popular universal en la que lo mexicano no resulta extra?o, y que le permite traducir en sombras y monstruos el reverso de la claridad expositiva de una obra amplia y luminosa, que va desde La regi?n m?s transparente (1958) a El naranjo (1993).
Los relatos que aqu? nos ofrece resultan inquietantes. En `El amante del teatro` se alude a la ocupaci?n de Iraq y pese a que el protagonista, Lorenzo O`Shea, se hace pasar por irland?s, el tema va m?s all? del aparente voyeurismo: la mujer que observa desde su ventana es tambi?n la actriz que le obsesiona, como Ofelia, en una muda representaci?n de Hamlet. Su silencio, tambi?n en la escena, nos conduce, como en otros relatos, a una deliberada ambig?edad final y al significado del espectador teatral, pr?ximo al mir?n.
Si el primer relato se sit?a en el Soho londinense, el segundo, `La gata de mi madre`, nos lleva ya a M?xico. Iniciado como un cuadro de costumbres con el humor negro que descubriremos tambi?n en otros: la descripci?n de la muerte de la cruel Do?a Em?rita y su gata (gata significa tambi?n mujer de servicio), la mansi?n donde viven y sus macabros secretos se convierten en el n?cleo del relato. `La buena compa??a` se inicia en Par?s, pero el protagonista se traslada a M?xico, donde convivir? con dos extra?as t?as en una no menos extra?a mansi?n poblada de crueles fantasmas. Descubre su propia muerte, siendo ni?o, y Serena y Zenaida (las t?as, tambi?n difuntas) cierran el relato de manera brillante, con un di?logo en el s?tano donde se encuentran los f?retros.
M?s expl?cito que Rulfo, el culto a la muerte, t?pico mexicano, est? presente no s?lo en ?ste, sino en otros cuentos. El germen de `Calixta Brand` parece derivar de El retrato de Dorian Gray. Una vez m?s, la mansi?n en la que transcurre se convierte en el eje principal. Calixta escribe, el protagonista es un ejecutivo. El paso del amor al odio viene acompa?ado de la invalidez de la esposa. Pero el cuadro que se modifica, las fotograf?as que al borrarse presagian la muerte, constituir?n los misterios por los que caminaremos sabiamente conducidos. El ?rabe de un oscuro cuadro va convirti?ndose en el retrato de un m?dico-jardinero que cuidar? de la mujer, hasta convertirse en ?ngel y desaparecer volando, llev?ndosela. Fuentes convierte lo inveros?mil en simb?lico.
Tambi?n `La bella durmiente` se sit?a en M?xico, aunque los or?genes y el significado del relato nos lleven a la Alemania nazi. La acci?n se inicia en Chihuahua, en los a?os de Pancho Villa, si bien el protagonista se sit?a en la actualidad. Natural de Enden, Baur mantiene su racista esp?ritu germ?nico, aunque su cuerpo se haya convertido en una ruina. M?dico de profesi?n, es llamado a visitar a su mujer, con la que se cas? a los 55 a?os. La visita se convertir? en una pesadilla que retrotraer? a los personajes a los tiempos de los campos de exterminio. No pod?a faltar `Vlad`, una historia de vampiros. Eloy Zurinaga pide a su colaborador, el licenciado Navarro, que busque una mansi?n para un amigo que ha de llegar a M?xico con su hija. La vida matrimonial de Navarro hab?a discurrido pl?cidamente. Su esposabuscar? la casa apropiada, en la que har? construir un t?nel y tapiar todas las ventanas. Vlad, el conde centroeuropeo, no ser? otro que Dr?cula.
Carlos Fuentes ha logrado, sirvi?ndose de materiales t?picos populares, construir relatos que trascienden la an?cdota. No es casual que estas historias de misterio, de horror y muerte se hayan convertido en mitos universales. Fuentes los ha mexicanizado. Ha descrito de manera ejemplar y sobria paisajes de su patria y se ha servido de mecanismos elementales para convertirlos en historias cotidianas y confeccionar una literatura brillante y divertida, irracional, de amplio espectro, de gran nivel, como no pod?a ser menos.
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Interrumpí su veracruzano dicharacho. -Dios Todopoderoso, cuyo vicario en la tierra es el Papa -para no seguir la inútil disputa, aunque a mi madre nada la acallaba.
– Y lo dijo a voz en cuello: ¡sólo Veracruz es bello! Para que veas cómo conoce el Santo Padre la geografía mexicana…
Respiró satisfecha y volvió a la carga. -¿Y qué más?
– La Virgen le dio a Juan Diego el criollito rosas en diciembre y se estampó en su tilma.
– ¿Su qué?
– Su capa española, madre. Se estampó ella misma y esa es la imagen milagrosa que veneramos todos los mexicanos.
– Menos los indios, los comunistas y los ateos.
– Así es, madre. Pero ponga atención. Ahí viene la procesión. Mire usted. Traen en andas a la Virgen. Fíjese en aquel penitente coronado de espinas. En cambio, la Virgen viene rodeada de flores en un altar dorado.
Avanzó el penitente, tambaleándose un poquito pero bien sostenido por los demás costaleros que portaban la imagen sagrada.
Avanzó la representación viva de la Virgen de Guadalupe.
Mi madre pegó un grito.
La mujer que representaba a la Virgen era nuestra sirvienta Lupita, nuestra criada, La Chapetes, nuestra gata, ahora cubierta por un manto azul de estrellas, su larga túnica color de rosa, su pedestal los cuernos del toro, su marco las flores y su refulgencia la luz neón.
Pasó bajo el balcón de mi madre, en postura piadosa. Levantó la mirada. Más bien dicho: traspasó a mamá con la mirada. La Virgen -nuestra Lupita se llevó la mano a la nariz y con los dedos medio e índice le pintó un violín a mi madre.
No contenta con este insulto, la doble Guadalupe -virgen y sirvienta- le sacó la lengua a mi madre y hasta le lanzó una sonora trompetilla.
Doña Emérita pegó un grito desgarrador y cayó de bruces junto al balcón. La toqué. Estaba muerta. Sus anteojos rotos yacían al lado de la cabecita blanca. Tenía los ojos abiertos. Uno era azul. El otro, amarillo.
Agarré de la cola a la gata Estrellita y la arrojé a la calle chillando. Fue a dar entre la masa de los fieles -miles y miles- que seguían el paso de la Virgen. Los maullidos de la bestia pronto se perdieron entre los rezos de la multitud.
Mater dolorosa-Ora pro nobis.
Mater admirabilis-Ora pro nobis.
3
Florencio Corona se ocupó con diligencia de todo lo concerniente a la muerte de mi madre. Nos dispensamos de la velación. Ella ya no tenía amistades. Yo tampoco. Una esquela en la prensa era inútil. Le dije a Florencio que no quería misa.
Mamá fue trasladada al Panteón Español y de allí a la cripta familiar. Los cipreses crujían de soledad. Los candados, de hollín acumulado.
Mi pendiente no era mi madre. Era el testamento y su fatal voluntad:
– O te casas con el licenciado José Romualdo Pérez o no te toca ni un miserable peso.
¿Por qué dudé? Hasta eso había arreglado Florencio.
– Don José Romualdo, además de estar casi ciego, se ha vuelto algo distraído. Eliminé esa condición del testamento. Falsifiqué las firmas necesarias, Leti.
Lo miré con gratitud… y con asombro. -¿Y el licenciado?
– Suspiró de alivio. Tu madre le impuso esa obligación contra su voluntad y él aceptó para hacerse de la fortuna que en realidad es tuya.
– ¿Se conformó? ¿Cómo?
– Vas a tener que darle su partecita.
– Con gusto, con tal de no volver a olerlo. Ahora está libre. Va a casarse con la secretaria.
– ¿Semejante gata? -dije espontáneamente.
– Esa mera. La piernuda de pelo laqueado. Se adoran.
Hizo una pausa "preñada", como dicen los que saben inglés. A pregnant pause, ah qué caray. -Se adoran. Como tú y yo, Leti.
Nos casamos a las dos semanas del deceso. La fortuna de mi mamá era decente, nomás. La casa del Tepeyac. Unas cuantas joyas. Una billetiza de un cuarto de millón de dólares en caja bancaria y cien mil pesos en cuenta corriente.
Qué nos importaba. Florencio se mudó a la casa del Tepeyac. Allí pasamos la luna de miel.
– La fortuna nos ha sonreído, Leticia -me dijo una mañana durante sus largos aseos, más largos que los de una mujer, adoraba depilarse, hasta el pecho y las axilas, perfumarse, peinarse, primitivamente, con gomina.
– No abusemos -decía-. No había tanto dinero como pensamos. Vamos a querernos aquí. Cero luna de miel.
Y así fue. Todas las delicias del amor me fueron entregadas por Florencio, multiplicadas porque me llegaban cuando yo ya había perdido toda esperanza. Las saboreaba más porque ya no era una niña, sino una mujer de treinta y cinco años consciente de que recibía los dones del cielo con razonable madurez.
Una felicidad consciente. Esa era mi condición como señora Leticia Lizardi de Corona. Mi galán era perfecto, sexy, dúctil, perfumado, tierno, suave, atento. Tiempo le sobraba. El licenciado Pérez se había retirado a vivir con su secre, dejándole la clientela a Florencio. No había prisas. Eso me contaba él.
– Vamos a disfrutar la vida juntos, Leti. Ya retomaré el trabajo dentro de un mes.
– ¿Y el servicio? -pregunté con naturalidad. El me imantó con su sonrisa de Benjamin Bratt que ya dije.
– ¿Qué te parece si hacemos de esta casa nuestra casa, Leticia? Quiero decir, sólo nuestra, sin ningún intruso. Tú y yo solos. Tú y yo aquí…
Pensé alarmada en los quehaceres domésticos. Florencio me tranquilizó.
– Mereces trato de reina. No te apures.
Y es cierto. Florencio se convirtió en el servidor ideal. Sacudía el polvo, fregaba los pisos, lavaba la ropa, hacía las camas, cocinaba rico… Esto era un sueño. Una isla desierta en medio de una ciudad de veinte millones de gentes.
– Veinte millones de hijos de la chingada -dijo un día, sorprendiéndome porque nunca le había escuchado palabrotas.
No le hice caso. -Y tú y yo, mi amor… Tú y yo, mi amor… Tú y yo a salvo.
Un mes, digo. Un mes de perfecta felicidad. El abandono. La confianza. La perplejidad. Nunca había estado con un hombre desvestido, ni los había visto sin ropa más que en una que otra película. Florencio se mostraba ante mí totalmente desnudo. Mi perplejidad venía de que se bañase tantas veces al día y se preocupase por tener un cuerpo tan liso como si fuese de mármol. Me desfasó una noche encontrarlo en el baño cuidadosamente rasurándose el vello del pubis. ¿Debía yo imitarlo? Mi instinto dijo que no, ni madres…
Más me preocupaba el olvido que la perplejidad de tantas cosas nuevas al lado de Florencio. El olvido. Mis ratoncitos y sus camadas me habían abandonado, como si adivinasen mi felicidad sin carencia alguna. La gata Estrellita había desaparecido bajo los pies de las devotas multitudes guadalupanas. La otra gata, la criada Lupita, quizás había ascendido al cielo vestida de Virgen María, for all I cared.
Florencio y yo, Leticia y él. Nada más.
Hasta la noche en que me despertaron los chillidos insoportables. ¿De dónde venían? Florencio dormía. Abrí la puerta de la recámara sobre el patio y lo vi invadido de ratas y ratones. Todo ese espacio, de la puerta a las caballerizas, era un hervidero, una cacofonía de roedores emitiendo chirridos de insatisfacción. Un mar de pelambres grises e incisivos blancos y culitos sonrosados y ojos ávidos, todos mirándome a mí.
Me desmayé. Florencio me recogió en la mañana y me cargó al lecho. Le conté lo que vi. Él meneó la cabeza.
– Hay una sola cosa que espanta a los ratones.
– ¿Qué cosa, Florencio?
– Los gatos.
Su respuesta me dejó sin aliento.
– Necesitamos un gato.
– ¡Nunca! -grité, recordando a Estrellita, a mi madre, a la tiranía insípida de ambas y me salieron palabras dignas de doña Emérita: -Recuerda que esta es mi casa.
Florencio sonrió, me besó, me dijo: -Entonces, lechuzas. Les encanta exterminar ratones.
– ¿Y mis ratones amigos? -dije, sentimentalmente.
