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Gente De La Ciudad Doc

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Gente De La Ciudad Doc
Название: Gente De La Ciudad Doc
Автор: Edwards Jorge
Дата добавления: 16 январь 2020
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Gente De La Ciudad Doc - читать бесплатно онлайн , автор Edwards Jorge

Gente de la ciudad fue publicada por la editorial Universitaria en 1961. Tras su lanzamiento, recibi? el Premio Municipal de Santiago. En esta compilaci?n Edwards reuni? los siguientes relatos: “El cielo de los domingos”, “El fin del verano”, “A la deriva”, “El funcionario”, “Rosaura”, “Apunte”, “Fatiga” y “El ?ltimo d?a”.

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APUNTE

– ¿POR QUÉ te demoraste tanto?- preguntó Diego.

Estaba tendido en la cama. Flaco, desorbitado y con grandes ojeras.

– No pude llegar antes -dijo Ricardo, con tranquilidad. Caminó a la ventana y miró la calle, abstraído-. ¿Qué me querías contar?

– Si te atrasas tanto, será porque no te interesa.

Tratando de controlar su resentimiento, Diego miró las ramas de un árbol, que se empinaban hasta la ventana. Era un muchacho pecoso, de color cetrino, que no parecía haber cumplido los dieciocho años. El rostro de Ricardo demostraba mayor madurez, cierto pesimismo prematuro y una vanidad excesiva.

– ¿Cómo quieres que sepa si me interesa o no?

Diego bajó la vista, golpeando el mentón contra las rodillas:

– ¿Sabes?… El sábado me encontré con Teresa.

– ¿Sí?

Ricardo se había retirado de la ventana y contemplaba los libros de un estante.

Diego sonrió ensimismadamente.

– ¿Cómo te fue? -preguntó Ricardo, sin dejar de examinar el estante.

– ¡Muy bien!

– ¿Ah, si?…

Ricardo, en cuclillas, sacaba un volumen, lo miraba con ceño displicente y lo restituía a su lugar.

– Era una fiesta -dijo Diego-, y pasamos toda la noche juntos…

Tragó saliva antes de proseguir.

– … No sé… Teresa estaba muy distinta. Apenas nos encontramos, me dijo que la gente de esa fiesta la aburría muchísimo. Me pidió que no la fuera a dejar sola. Estaba muy cambiada, quiero decir…

– Ella es así, a veces.

Diego miró a Ricardo, pero Ricardo continuaba su inspección, despreocupadamente. -¡Te aseguro que estaba muy cambiada! Yo nunca la había visto así, al menos…

Ricardo le dirigió una mirada rápida. No hizo comentarios.

– ¡Déjame contarte! -continuó Diego-. Un tipo la sacó a bailar y Teresa me dijo al oído que la esperara. Como seguía bailando con otros, me fui al comedor a tomar unos tragos. Y de repente aparece ella, me lleva para un lado y me arma un escándalo por haberla dejado sola.

– Típico -dijo Ricardo. Se había sentado en un sillón y fumaba, lanzando columnas de humo al techo.

Diego se alcanzó a desconcertar, pero recobró sus ínfulas en seguida:

– Yo nunca la había visto así. Además, eso no es nada. Después me dijo que tenía mucho calor y salimos al jardín.

– Hm…

– Estuvimos conversando un buen rato al final del jardín. Cosas sin interés, pero Teresa, mientras conversábamos, como que se acercaba mucho, ¿entiendes?… Me tomaba del brazo, ¿entiendes?…

Diego se interrumpió, molesto consigo mismo. Ricardo seguía con exagerada atención el humo de su cigarrillo.

– A mi -dijo Diego, volviendo a la carga heroicamente-, los tragos del comedor me habían mareado un poco. Me sentía como flotando.

– ¿Y?…

– Llegué y le di un beso en la boca.

Como si previera ese desenlace, Ricardo movió la cabeza en señal afirmativa. Se acomodó en el asiento, aplastando el cigarrillo contra un cenicero:

– Y ella, ¿cómo reaccionó?

Pareció que las preguntas de Ricardo hubieran acorralado a Diego.

– Le di varios besos más -dijo Diego, con una expresión de angustia-. Hasta que ella se quejó del frío y entramos a la casa.

– ¿No la has vuelto a ver?

– No. La he llamado varias veces, pero no está nunca.

Ricardo sonrió con escepticismo.

– ¿Qué opinas tú? -preguntó Diego.

Ricardo hizo un gesto de incertidumbre:

– Las mujeres son muy raras. No las entiende nadie.

– ¿Por qué tan raras?

Ricardo encendió un nuevo cigarrillo, lanzó una larga columna de humo y cruzó las piernas, arrellanándose en el sofá.

– ¿Por qué dices que son raras? -insistió Diego.

– El otro día me encontré en la calle con Teresa -dijo Ricardo, con estudiada parsimonia-. La acompañé hasta su casa y me convidó a comer. Después de comida, la familia se fue a dormir y nosotros quedamos solos en el salón. Bueno… Estuvimos en lo mismo que tú en el jardín, con la única diferencia de que esto siguió hasta pasado las dos de la mañana…

Diego enrojeció intensamente. Ricardo, de piernas cruzadas, golpeaba el cigarrillo con la yema del dedo índice y la ceniza caía sobre el cenicero.

– ¿Cómo no me habías dicho? -preguntó Diego, haciendo un supremo esfuerzo para demostrar indiferencia.

– No había tenido tiempo… Lo curioso es que Teresa me dio a entender que está enamorada de mí.

– ¿Tú estás enamorado de ella?

– No creo -dijo Ricardo, mirándose las uñas de la mano izquierda.

Guardaron un prolongado silencio.

– Son raras las mujeres, en realidad -dijo Diego.

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