Los inconsolables

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Los inconsolables
Название: Los inconsolables
Автор: Ishiguro Kazuo
Дата добавления: 16 январь 2020
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Los inconsolables - читать бесплатно онлайн , автор Ishiguro Kazuo

Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en alg?n lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la m?sica y creen haber descubierto que quienes antes satisfac?an esta pasi?n eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apote?sico, para el que todos se est?n preparando, deber? reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrir? muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho m?s de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jam?s cerradas, y tambi?n demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigm?tica, de un discurrir fascinante, colmada de peque?as narraciones que se adentran en el laberinto de la narraci?n principal, en una escritura on?rica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Papá, por favor, te lo ruego. Entra y escúchame tocar aunque sólo sea unos minutos. Y juzga por ti mismo. Y mamá también. Por favor, convence a mamá. Los dos veréis cómo…, estoy seguro de que…

– Stephan, es hora de que vuelvas al escenario. Tu nombre aparece impreso en el programa. Ya has salido una vez. Ahora

debes ir, y al menos intentarlo. Que todo el mundo vea que has hecho lo que está en tu mano. Ve y toca: ése es mi consejo. No les hagas caso, no hagas caso a las risitas. Y aun en el caso de que rieran abiertamente como si se tratara de una hilarante pantomima en lugar de una solemne y profunda pieza musical, aun en ese caso, Stephan, recuerda que tu madre y tu padre estarán orgullosos de que al menos hayas tenido el coraje de tocar de principio a fin. Pero debes perdonarnos; sencillamente te amamos demasiado como para ser capaces de presenciarlo. De hecho, Stephan, creo que a tu madre, el hacerlo, le partiría el corazón. Ahora debes irte, no te queda mucho tiempo. Ve, Stephan, ve, ve…

Hoffman giró sobre sí mismo con la mano en la frente, como atormentado por una fuerte jaqueca, y se alejó unos pasos de Stephan. Luego, de pronto, se enderezó y volvió la cabeza hacia su hijo.

– Stephan -dijo en tono severo-. Es hora de que vuelvas al escenario.

Stephan siguió mirando a su padre unos instantes, y luego, viendo que su empeño era una causa perdida, se volvió y echó a andar por el pasillo.

Mientras franqueaba la serie de puertas que llevaban al escenario, Stephan se vio asediado por diversos pensamientos y emociones. Como es lógico, se sentía frustrado por no haber logrado convencer a sus padres para que volvieran a sus asientos. Además, sentía que en lo hondo de sí mismo renacía un lacerante miedo que no había experimentado en muchos años: la posibilidad de que lo que le había dicho su padre fuera cierto, de que en realidad no hubiera sido sino víctima de una descomunal quimera. Pero luego, a medida que se acercaba al escenario, fue recuperando la confianza en sí mismo, y con ella una agresiva urgencia por comprobar por sí mismo su capacidad artística.

Cuando volvió a pisar las tablas vio que las luces se habían atenuado un tanto. La sala, sin embargo, seguía iluminada, y muchos de los invitados aún no habían tomado asiento. En varias zonas del recinto podían verse filas enteras levantándose como olas para dar paso a algún recién llegado camino de su asiento. El bullicio apenas amainó cuando el joven se sentó al piano, y continuó de forma sostenida mientras las emociones de éste iban poco a poco apaciguándose. Y al final sus manos descendieron sobre el teclado con la dureza y precisión de su primer intento, evocando ese territorio a medio camino entre la sacudida y la exultación esencial en los comienzos de Glass Passions .

Cuando se hallaba por la mitad del breve pasaje introductorio, el público se había ya callado en gran medida. Y en los acordes finales del primer movimiento el público guardaba ya un silencio absoluto. Quienes antes charlaban en los pasillos, seguían aún de pie, pero permanecían como paralizados, con la mirada fija en el escenario. Quienes ocupaban ya sus asientos, se mantenían quietos, concentrados, mirando y escuchando. Y en una de las entradas se había formado un pequeño grupo: el de los rezagados que habían empezado a entrar instantes antes y que se habían parado en seco. Cuando Stephan acometió el segundo movimiento, los técnicos bajaron las luces hasta apagarlas por completo, y ya no pude ver con claridad al auditorio. Pero no había duda de que en la sala reinaba ahora un absoluto asombro. Bien es verdad que, en parte, tal respuesta se debía a la sorpresa general ante el descubrimiento de un joven convecino capaz de alcanzar tales alturas técnicas. Pero, por encima -y más allá- de su pericia, en la interpretación de Stephan había una extraña intensidad que se hacía patente a todos los oídos. Tuve la sensación, además, de que en aquel comienzo inesperado de la velada muchos de los presentes estaban viendo una suerte de presagio. Si aquel era sólo el preludio, ¿qué les tendría reservado el resto de la velada? ¿Llegaría a constituir ésta, después de todo, un hito crucial en la vida de la comunidad? Tal parecía ser el interrogante oculto tras el asombro de muchos de los presentes.

Stephan remató su actuación con una melancólica, levemente irónica interpretación de la coda. Cuando finalizó la pieza, hubo unos cuantos segundos de silencio, e instantes después el público estalló en entusiasmados aplausos. El joven pianista se levantó para acogerlos. Estaba radiante -era evidente-, y si se sentía aún más frustrado por el hecho de que sus padres no hubieran estado allí para presenciar su rotundo éxito, no permitió que ello aflorara a su semblante. Saludó varias veces mientras seguían los aplausos, y luego, acaso al recordar de pronto que su actuación no era sino una modesta contribución al programa, se retiró apresuradamente del escenario.

Los aplausos continuaron con la misma fuerza algún tiempo más, y al final se diluyeron en un vivo murmullo general. Al poco, antes de que el público tuviera ocasión de cambiar impresiones sobre lo que había oído, apareció en escena un hombre de pelo plateado y semblante severo. Al acercarse pavoneándose hacia el atril, lo reconocí como el hombre que había presidido el banquete en honor de Brodsky que se había celebrado la noche de mi primer día en la ciudad.

El auditorio guardó silencio de inmediato; durante más de medio minuto, sin embargo, el hombre de semblante severo tampoco dijo nada. Se limitó a mirar al auditorio con cara levemente disgustada. Finalmente, tras una honda inspiración, dijo:

– Aunque es mi deseo que todos ustedes disfruten de esta velada, he de recordarles que no estamos aquí reunidos para asistir a un cabaret. Asuntos de la mayor gravedad han de ser tratados esta noche. No se equivoquen. Asuntos relativos a nuestro futuro, a nuestra misma identidad como comunidad.

El hombre de semblante severo siguió reiterando con pedantería el mismo punto durante varios minutos más: de cuando en cuando hacía una pausa, y se quedaba estudiando al auditorio con ceño grave. Empecé a perder interés y, recordando la cola que había a mi espalda, decidí dejar que el siguiente ocupara mi lugar. Pero justo cuando me esforzaba por salir de aquel reducido espacio, me percaté de que el hombre de semblante severo había pasado al asunto siguiente: en efecto, estaba presentando al hombre que se hallaba a punto de salir al escenario.

El personaje en cuestión, al parecer, no era sólo «la piedra angular del sistema de bibliotecas de la ciudad», sino que poseía además la facultad de «captar la curvatura de una gota de rocío en la punta de una hoja otoñal». El hombre de semblante severo miró con desdén al auditorio una vez más, masculló un nombre y salió con paso majestuoso del escenario. El público estalló en un fuerte aplauso, dedicado claramente al hombre de semblante severo y no a quien éste acababa de presentar. El nuevo orador tardó todo un minuto en salir al escenario, y cuando lo hizo no cosechó sino una acogida más bien tibia.

Era un hombre menudo y pulcro, calvo y con bigote. Llevaba una carpeta que enseguida depositó sobre el atril. Luego soltó el clip de unas hojas y empezó a pasarlas, a barajarlas desmañadamente, sin mirar en ningún momento al auditorio, que empezó a moverse, inquieto. Volvió a picarme la curiosidad, y pensé que a quienes guardaban cola no les importaría esperar unos segundos más, y volví a acomodarme con cuidado en el borde del armario.

Cuando el hombre calvo habló por fin, lo hizo con los labios demasiado pegados al micrófono, y su voz sonó atronadora y trémula por toda la sala de conciertos.

– Esta noche me gustaría ofrecerles una selección de los tres períodos de mi obra. Muchos de estos poemas les resultarán familiares a ustedes de mis lecturas en el Café Adéle, pero confío en que no les importará oírlos de nuevo en el marco de esta gran noche. Y, les aseguro, habrá una pequeña sorpresa al final. Algo que espero les proporcione a todos ustedes cierta modesta dosis de placer.

Volvió a revolver sus papeles, y en la sala empezaron a oírse conversaciones ahogadas. El hombre calvo se decidió al fin, y tosió ruidosamente a unos milímetros del micrófono, y volvió a reinar el silencio en la sala.

Muchos de los poemas eran rimados y relativamente cortos. Eran poemas sobre los peces del parque municipal, sobre tormentas de nieve, sobre ventanas rotas traídas a la memoria desde la niñez…, todos ellos recitados en un tono agudo, extraño, de encantamiento. Mi atención se desplazó hacia otros puntos, y entonces me percaté de que en cierta zona de la sala, situada más o menos bajo mis pies, la gente se había puesto a hablar en tono bastante audible.

Las voces, hasta el momento, resultaban razonablemente discretas, pero se iban haciendo gradualmente más osadas. Al rato -mientras el hombre calvo recitaba un largo poema sobre los sucesivos gatos que su madre había poseído a lo largo de los años-, el ruido que ascendía hasta el armario parecía provenir de un nutrido grupo que conversaba amigablemente, en tono menos soportable. Sobreponiéndome a mi sentido de la prudencia, me deslicé hasta el borde mismo del armario y, asiéndome a los costados de madera con ambas manos, miré hacia abajo.

La conversación provenía, en efecto, de un grupo sentado justo debajo del armario, pero el número de quienes lo integraban era menor de lo que había imaginado. Eran siete u ocho personas, y al parecer habían decidido dejar de prestar atención al poeta y se habían puesto a conversar animadamente entre sí, e incluso algunas de ellas se habían vuelto por completo en sus asientos para poder hacerlo más cómodamente. Me disponía a estudiar con más detenimiento al grupo cuando, unas filas más atrás, vi a la señorita Collins.

Llevaba el elegante traje de noche negro que le había visto la noche del banquete, y el mismo chai en los hombros. Miraba al hombre calvo con indulgencia, con la cabeza ligeramente ladeada y un dedo pegado a la barbilla. Seguí mirándola unos instantes, pero nada había en su apariencia que autorizara a poner en duda su perfecta serenidad y calma.

Mi atención volvió a centrarse en el ruidoso grupo de antes, y vi que en él se estaban pasando de mano en mano unas cartas. Sólo entonces caí en la cuenta de que el núcleo del grupo lo integraban los borrachos que había conocido en el cine la primera noche de mi estancia en la ciudad, y que acababa de volver a ver en el pasillo hacía un rato.

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