El Lago Sin Nombre
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Cuando los tanques entran en la plaza de Tiananmen, la vida de Diane Wei Liang cambia para siempre. Estudiante de la Universidad de Pek?n, ella y su amigo Dong Yi participan en una demostraci?n pac?fica que provoca la respuesta sangrienta y dura del gobierno chino. La condena pol?tica en todo el mundo no cambia el hecho de que esta terrible masacre ocurri? ante los ojos de millones de personas.
Los dram?ticos acontecimientos del 4 de junio de 1989 pusieron fin a los sue?os de una vida mejor, de democracia, libertad… y de amor de muchos j?venes, chinos. Entre ellos, Diane y Dong Yi, que deben huir de Pekin y no vuelven a verse.
Siete a?os m?s tarde, Diane regresa a su pa?s natal para tratar de encontrarlo. Entonces recuerda su infancia y juventud, sus a?os universitarios y aquellos tr?gicos sucesos.
El lago sin nombre es el relato de Diane que fue testigo de aquel traum?tico periodo. Nos presenta un viaje personal a su propio pasado, una historia de amor, as? como un testimonio pol?tico que nos lleva desde la Revoluci?n Cultural hasta un momento determinante en la historia reciente de China.
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Siempre reinaba una gran tristeza cuando mis padres recordaban cómo la Revolución Cultural había arruinado la vida de muchos de sus amigos y colegas. Pensaban en sus propias vidas y en cómo podría haber sido todo si la Revolución Cultural no hubiera tenido lugar. Venían a la mente tantos «¿y si…?».
Al fin llegó el verano en Nanchuan, y el día de nuestra partida. Varios amigos de mis padres, incluido Xiao Li, vinieron a ayudarnos.
Decidimos partir a primera hora de la mañana para poder evitar así las horas en que el sol quemaba con más dureza. En realidad, nos fuimos tan temprano que aún había niebla en las cimas de las montañas. Dos hombres jóvenes y fuertes empujaban las carretas cargadas con nuestras pertenencias, en tanto que otras cinco personas transportaban pequeños bultos del equipaje. Mi madre llevaba a Xiao Jie en brazos, mientras papá sujetaba una caja de cartón llena de vajilla con una mano y me daba a mí la otra. Debí dejar atrás mi adorada cesta, puesto que no serviría de nada en Pekín.
Al descender lentamente por la montaña oíamos el sonido del río en el valle. A nuestro alrededor no había más que vegetación infinita hasta allí donde alcanzaba la vista. Las flores silvestres asomaban aquí y allá. A medida que íbamos bajando, el campo de trabajo en el que habíamos vivido durante los últimos tres años se perdió de vista. En seguida vimos la carretera al pie de la montaña. Habíamos recorrido el sendero por última vez.
En cuanto el equipaje estuvo cargado en la baca del autobús, dijimos adiós con la mano a los que nos habían ayudado. El autobús empezó a moverse. Me di la vuelta, miré por la ventanilla trasera… y vi a una niña pequeña que bajaba por el sendero de la montaña con una diminuta cesta en la espalda, sola, rodeada de innumerables azaleas de un rojo intenso.
