La piel del tambor
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Un pirata inform?tico irrumpe clandestinamente en el ordenador personal del Papa. Entretanto, en Sevilla una iglesia barroca se ve obligada a defenderse matando a quienes est?n dispuestos a demolerla. El Vaticano env?a un agente, sacerdote, especializado en asuntos sucios: el astuto y apuesto padre Lorenzo Quart, quien en el curso de sus investigaciones ver? quebrantarse sus convicciones e incluso peligrar sus votos de castidad ante una deslumbrante arist?crata sevillana… Estos son solo algunos de los elementos que conforman esta laber?ntica intriga donde se dan cita el suspense, el humor y la Historia a lo largo de un apasionante recorrido por la geograf?a urbana de una de las ciudades m?s bellas del mundo.
«Arturo P?rez-Reverte es el novelista m?s perfecto de la literatura espa?ola de nuestro tiempo.»
El Pa?s
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Fue a sentarse en uno de los bancos y la estuvo mirando desde allí, inmóvil, durante mucho rato. Las campanadas iban sucediéndose en el reloj de la torre cercana; y cada vez los vencejos y las palomas revoloteaban inquietos, arrancados al sueño, para volverse a posar de nuevo en el resguardo de los aleros. Ya no había luna en el cielo. Las estrellas seguían arriba, parpadeando heladas, y hacia el alba el frío se hizo más intenso, atenazando los muslos y la espalda del sacerdote. Todo se tornaba más definido en su espíritu lleno de paz, y de ese modo vio cómo la claridad que empezaba a insinuarse hacia el este crecía despacio perfilando cada vez más la silueta de la espadaña que parecía ensombrecerse por contraste con la negrura menguante tras ella. Y sonaron más campanadas en el reloj, y otra vez palomas y vencejos serenaron su revuelo. Y era el día lo que se anunciaba ya con decisión, en la claridad rojiza que empujaba a la noche hacia el otro lado de la ciudad, en el perfil nítido de la espadaña, el tejado, los aleros de la plaza y los colores que afianzaban su matiz oscuro de oro y tierra sobre la cal blanca de los muros. Y cantaron los gallos, porque Sevilla era una de esas ciudades donde quedaban gallos para cantarle al alba. Entonces Lorenzo Quart se puso en pie igual que si retornara de un largo sueño. O tal vez seguía envuelto en él, como habría dicho cualquiera que observara su forma de caminar hacia la iglesia.
Bajo el arco de la entrada sacó del bolsillo la llave y la hizo girar en la puerta, que se abrió con un chirrido. Ya entraba luz suficiente por las vidrieras para permitirle avanzar con seguridad entre los bancos amontonados al fondo de la nave y los dispuestos a ambos lados del pasillo central, ante el altar y el retablo, todavía oscuro de sombras, junto al que brillaba la pequeña lamparilla del Santísimo. Escuchando sus pasos anduvo hasta el centro de la iglesia, y allí miró el confesionario con la puerta abierta, los andamios en las paredes, las gastadas losas del suelo y la negra boca de la cripta donde reposaban los restos de Carlota Bruner.
Después se arrodilló en uno de los bancos y aguardó inmóvil hasta que terminó de amanecer. No oraba, pues no sabía ante quién hacerlo, y tampoco la antigua disciplina de los ritos profesionales se le antojaba apropiada a las circunstancias. Por eso se limitó a esperar con la mente vacía, dejándose mecer en el consuelo silencioso de las viejas paredes, bajo el techo ennegrecido por humo de velas, incendios y manchas de humedad que se extendía sobre su cabeza, allí donde la claridad creciente apuntaba el rostro barbudo de un profeta, las alas de un ángel, una nube vacía o una silueta irreconocible como un fantasma desvaneciéndose en la quietud del tiempo. Al fin llegó la luz del sol, penetrando justo a través de la silueta emplomada del Cristo desaparecido en la ventana; y el retablo se volvió barroco arabesco de pan de oro, columnas rubias que mostraban la gloria de Dios. El pie de la Madre aplastaba la cabeza de la serpiente, y eso, supuso Quart, era lo único que de veras importaba. Entonces subió al coro e hizo sonar la campana. Aguardó un cuarto de hora sentado en el suelo, bajo el cabo de cuerda rematada en gruesos nudos, y después, incorporándose, la hizo sonar de nuevo con dos últimos toques espaciados al terminar. Faltaban quince minutos para la misa de ocho.
Encendió la luz del retablo y los seis cirios, tres a cada lado del altar. Después, tras disponer los libros y las vinajeras, fue a la sacristía y se lavó las manos y la cara, frotándose con una toalla el pelo húmedo. Abrió el armario y los cajones de la cómoda, dispuso los objetos litúrgicos y eligió las vestiduras adecuadas al día del año. Cuando todo estuvo listo procedió a vestirse lentamente, con el orden y la manera que había aprendido en el seminario, y que ningún clérigo olvida jamás. Empezó por el amito, el cuadrado de tela de lino blanco ya en desuso, que sólo los sacerdotes integristas o los muy ancianos como el padre Ferro utilizaban todavía. Siguiendo los movimientos rituales, besó la cruz del centro antes de extendérselo por encima de los hombros y anudar sus cintas cruzadas a la espalda. En el armario había tres albas -el vestido blanco que cubría al oficiante de los hombros a los pies-, y dos eran demasiado cortas para su estatura; pero la tercera, sin duda utilizada por el padre Lobato, tenía una longitud razonable. La vistió, cerrándose el lazo del cuello, y la ajustó en la cintura con el cíngulo. Cogió después la cinta ancha de seda blanca llamada estola, y tras besar la cruz de su centro la pasó por encima del amito. A continuación, cruzándosela sobre el pecho, introdujo cada extremo a un costado y los sujetó bajo el cíngulo. Tomó por fin la vieja casulla de seda blanca, con deslucido hilo de oro bordando el anagrama de Cristo en su parte delantera, e introdujo la cabeza por la abertura, dejándosela caer a lo largo del cuerpo. Una vez vestido permaneció inmóvil, las dos manos apoyadas en la cómoda, mirando el abollado crucifijo entre los pesados candelabros de plata que tenía delante. Aunque no había dormido, sentía la misma lucidez y la misma paz experimentadas cuando aguardaba sentado en el banco de la plaza. Su reencuentro con los antiguos gestos familiares, el inicio del ritual, afianzaban esa sensación. Era como si la soledad hubiese dejado de importar, templada por la ejecución de movimientos que otros hombres, otras soledades, habían ido repitiendo del mismo modo, acabada la Cena, durante casi dos mil años. Daba igual que el templo estuviese agrietado y maltrecho, que andamios apuntalasen la espadaña, que en la bóveda se desvaneciesen antiguas pinturas como fantasmas. Que en el cuadro de la pared María inclinase ante un ángel su cabeza ruborosa sobre un lienzo estropeado, lleno de grietas y manchas, oscurecido por la oxidación del barniz. O que al extremo del viejo telescopio del padre Ferro, a millones de años luz, el frío parpadeo de los astros se burlase a carcajadas de todo aquello.
Tal vez aquel judío inteligente llamado Enrique Heine tenía razón, y el Universo no era sino el resultado del sueño de un Dios ebrio que se iba a dormir a una estrella. Pero el secreto, bajo la llave que daba tres vueltas a la puerta del abismo, estaba bien guardado. El padre Ferro se disponía a ir a prisión por ello, y ni Quart ni nadie tenían el derecho de revelárselo a la buena gente que ahora aguardaba afuera, en la iglesia cuyo rumor -una tos, ruido de pasos, el crujido de un banco donde alguien se arrodillaba- llegaba a través de la puerta de la sacristía, junto al confesionario donde había muerto Honorato Bonafé por tocar el velo de Tanit.
Miró el reloj, y era la hora.
XV VÍSPERAS
Utilizar su verdadero nombre habría ido contra el Código.
(Clough y Mungo. Approaching Zero)
Algunos días después de su regreso a Roma y la presentación del informe sobre Nuestra Señora de las Lágrimas, Quart recibió en su casa de la Via del Babuino la visita de monseñor Paolo Spada. Volvía a llover sobre la ciudad como tres semanas atrás, cuando le dieron la orden de viajar a Sevilla. Ahora Quart estaba de pie ante los ventanales abiertos de la terraza, mirando caer el agua sobre los tejados, las paredes ocres de las casas, el reflejo gris del empedrado y las escalinatas de la plaza de España, cuando sonó la campanilla de la puerta. Monseñor Spada estaba en el umbral, macizo y cuadrado bajo una chorreante gabardina negra, sacudiéndose con movimientos de cabeza el agua de sus duras cerdas de mastín.
– Pasaba por aquí -dijo-. Y pensé que tal vez podría invitarme a un café.
Sin esperar respuesta colgó la gabardina en una percha y fue hasta el austero saloncito, donde tomó asiento en uno de los sillones junto a la terraza. Estuvo allí, silencioso, mirando caer la lluvia, hasta que Quart vino de la cocina con la cafetera humeante y un par de tazas en una bandeja.