Los tontos mueren
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Novela del escritor estadounidense Mario Puzo, y su primera obra publicada tras el ?xito de “El Padrino”. Trata sobre John Merlyn, un escritor principiante, funcionario del departamento de avituallamiento del ejercito, que viaja a Las Vegas y se convierte en jugador casi profesional, donde se conoce con Cully, jugador profesional en bancarrota el cual se convierte en un alto funcionario del hotel Xanad?, mano derecha de uno de los due?os.
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Subimos en el avión de las líneas aéreas japonesas, con sólo quince minutos de tiempo. Cully lo había programado todo muy justo deliberadamente. En el largo viaje jugamos al gin; cuando aterrizamos en Tokio le había ganado seis mil dólares. Pero parecía no importarle. Se limitó a darme una palmada en la espalda y a decirme:
– Ya ganaré yo en el viaje de vuelta.
Fuimos en un taxi a nuestro hotel de Tokio. Yo estaba deseando ver la fabulosa ciudad del lejano oriente. Pero aquello era un Nueva York más mísero y más contaminado. Parecía también un Nueva York a escala más pequeña, con gente más pequeña, edificios más bajos, el oscuro horizonte era como una versión en miniatura del familiar y sobrecogedor horizonte neoyorkino. Cuando llegamos al centro de la ciudad, vi que algunos hombres llevaban máscaras blancas de gasa quirúrgica. Tenían un aire extraño. Cully me dijo que los japoneses de los centros urbanos llevaban esas máscaras para protegerse de las infecciones pulmonares provocadas por la atmósfera muy contaminada.
Pasamos ante edificios y tiendas que parecían de madera, como decorados de película, y mezclados con ellos había modernos rascacielos y edificios de oficinas. Las calles estaban llenas de gente, la mayoría con ropa occidental; algunos, principalmente mujeres, con diversos tipos de kimonos. Era una mezcla desconcertante de estilos.
El hotel fue decepcionante. Era moderno y norteamericano. El inmenso vestíbulo tenía una alfombra color chocolate y grandes sillones de cuero negro. En la mayoría de estos sillones había pequeños japoneses que vestían trajes negros como los de los hombres de negocios norteamericanos y que llevaban carteras. Podría haber sido el Hilton de Nueva York.
– ¿Esto es oriente? -dije a Cully.
Cully movió la cabeza impaciente.
– Esta noche tenemos que dormir bien. Mañana haré mi negocio y por la noche te enseñaré cómo es de verdad Tokio. Lo pasarás muy bien, no te preocupes.
Tomamos una suite de dos dormitorios. Deshicimos las maletas y me di cuenta de que Cully llevaba muy poca cosa en su monstruo de cuero y metal. Los dos estábamos cansados del viaje y, aunque sólo eran las seis, hora de Tokio, nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente, sentí llamar a la puerta de mi dormitorio.
– Vamos -dijo Cully-. Es hora de levantarse.
Amanecía en aquel momento.
Pidió desde la habitación el desayuno, que me decepcionó. Empecé a hacerme a la idea de que no iba a ver gran cosa del Japón. Nos dieron huevos con tocino, café y zumo de naranja e incluso unos bollos ingleses. Lo único oriental eran unos pasteles. Los pasteles eran inmensos y el doble de gruesos de lo que debían ser. Parecían más bien inmensas planchas de pan, y tenían un color amarillo rancio muy raro. Probé uno y juro que sabía como a pescado.
– ¿Qué demonios es esto? -le dije a Cully.
– Son pasteles, pero hechos con aceite de pescado -dijo.
– Paso -dije yo, y empujé el plato hacia él.
Cully los terminó con verdadero gusto.
– Lo único que hay que hacer es acostumbrarse a ellos -dijo.
Mientras tomábamos café, le pregunté:
– ¿Cuál es el programa?
– Hace un día maravilloso -dijo Cully-. Daremos un paseo y te lo explicaré.
Me di cuenta de que no quería hablar en la habitación. Temía que pudiese estar controlada.
Salimos del hotel. Aún era muy temprano. Acababa de salir el sol. Doblamos una esquina, entramos por una calle lateral, y, de pronto, me vi en oriente. Por todas partes había casas pequeñas, y a lo largo de la acera se extendían enormes montones de basura de color verde que formaban una pared.
En las calles había poca gente. Pasó a nuestro lado un hombre en bicicleta, con su kimono negro flotando detrás. Aparecieron de pronto ante nosotros dos tipos musculosos con pantalones y camisas caqui y máscaras de gasa. Tuve un pequeño sobresalto y Cully se echó a reír mientras los dos hombres doblaban por otra calle lateral.
– Demonios -dije-, esas máscaras son tan raras.
– Ya te acostumbrarás a ellas -dijo Cully-. Ahora escucha atentamente. Quiero que sepas todo lo que va a pasar, para que no cometas ningún error.
Mientras seguíamos caminando a lo largo del muro de basura gris verdosa, Cully me explicó que iba a sacar de contrabando dos millones de dólares en yens japoneses y que el gobierno tenía normas muy estrictas sobre la exportación de la moneda nacional.
– Si me cazan, voy a la cárcel -dijo Cully-. A menos que Fummiro pueda resolverlo. O a menos que Fummiro vaya a la cárcel conmigo.
– ¿Y yo? -dije-. Si te cogen a ti, ¿no me cogerán a mí?
– Tú eres un escritor famoso -dijo Cully-. Los japoneses sienten un gran respeto por la cultura. Se limitarán a echarte del país. Tú mantén la boca cerrada.
– Así que estoy aquí sólo para divertirme -dije. Sabía que era mentira y quería que él se diera cuenta de que lo sabía.
Luego se me ocurrió otra cosa:
– ¿Cómo demonios vamos a pasar la aduana norteamericana? -dije.
– No lo haremos -dijo Cully-. El dinero lo soltaremos en Hong Kong. Es puerto franco. Los únicos que tienen que pasar por aduana son los que viajan con pasaportes de Hong Kong.
– Demonios -dije-. Ahora me dices que vamos a Hong Kong. ¿Y adónde iremos después, al Tíbet?
– Vamos, seriedad -dijo Cully-. No te asustes. Hice esto hace un año con un poco de dinero, sólo para probar.
– Proporcióname un revólver -dije-. Tengo mujer y tres hijos, cabrón, dame una oportunidad para poder luchar.
Pero lo decía en broma. Cully me tenía bien cogido.
Sin embargo, Cully no comprendió que yo bromeaba.
– No puedes llevar un arma -dijo-. Todas las líneas aéreas japonesas tienen un sistema electrónico de seguridad para controlar a los pasajeros y al equipaje de mano. Y la mayoría hacen pasar el equipaje que les entregas por rayos X.
Hizo una pequeña pausa y luego añadió:
– La única empresa que no pasa el equipaje por rayos X es Zathay. Así que si me pasa algo, ya sabes lo que tienes que hacer.
– Ya me imagino solo en Hong Kong con dos millones -dije-. Tendría a otros tantos hombres persiguiéndome.
– No te preocupes -dijo suavemente Cully-. Nada pasará. Será una fiesta.
Me eché a reír, pero también estaba preocupado.
– En caso de que pase algo -dije-, ¿qué tengo que hacer en Hong Kong?
– Ir al Banco Futaba -dijo Cully- y preguntar por el vicepresidente. Él cogerá el dinero y lo cambiará por dólares de Hong Kong. Te dará un recibo y quizás te cobre veinte grandes. Luego convertirá los dólares de Hong Kong en dólares norteamericanos y te cargará otros cincuenta mil. Los dólares norteamericanos se enviarán a Suiza y te darán otro recibo. Al cabo de una semana, el Hotel Xanadú recibirá un giro del banco suizo por dos millones, menos lo que cobre el banco de Hong Kong. ¿Te das cuenta de lo fácil que es?
Pensé en el asunto mientras regresábamos al hotel. Por último, volví a mi pregunta original.
– ¿Y para qué demonios me necesitas a mí?
– No me hagas más preguntas, haz exactamente lo que te digo -dijo Cully-. Me debes un favor, ¿no?
– Sí -dije. Y no hice más preguntas.
Cuando volvimos al hotel, Cully hizo algunas llamadas telefónicas, hablando en japonés, y luego me dijo que se iba.
– Volveré sobre las cinco -dijo-. Pero puede que me retrase un poco. Espérame aquí en la habitación. Si no he vuelto por la noche, coge por la mañana el avión de vuelta, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dije.
Intenté leer en el dormitorio de la suite y luego creí oír ruidos en el salón, así que fui a leer allí. Pedí que me subieran la comida y cuando acabé de comer llamé a los Estados Unidos. Sólo tardaron cinco minutos en ponerme, lo cual me sorprendió. Creí que llevaría lo menos una hora.
Vallie cogió inmediatamente el teléfono, y noté por su tono que estaba encantada de que la hubiese llamado.