Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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– Así se pasaba el rato -dijo Ambrosio: su mano se sosegó, volvió a la rodilla-. Los tragos me quitaron la vergüenza y ya le soportaba su miradita y le contestaba sus bromas. Sí me gusta el whisky don, claro que no es la primera vez que tomo whisky don.
Pero ahora don Fermín no lo escuchaba o parecía que no: lo tenía retratado en los ojos, Ambrosio los miraba y se veía ¿veía? Queta asintió, y de repente don Fermín tomó apurado el conchito de su vaso y se paró: estaba cansado, don Cayo, era hora de irse. Cayo Bermúdez también se levantó:
– Que lo lleve Ambrosio, don Fermín -dijo, recogiendo un bostezo en su puño cerrado-, No necesito el auto hasta mañana.
– Quiere decir que no sólo sabía -dijo Queta, moviéndose-. Por supuesto, por supuesto. Quiere decir que Cayo Mierda preparó todo eso.
– No sé -la cortó Ambrosio, volteándose, la voz de repente agitada, mirándola. Hizo una pausa, volvió a tumbarse de espaldas-. No sé si sabía, si lo preparó. Quisiera saber. Él dice que tampoco sabe. ¿A usted no le ha?
– Sabe ahora, eso es lo único que yo sé -se rió Queta-. Pero ni yo ni la loca le hemos podido sonsacar si lo preparó. Cuando quiere, es una tumba.
– No sé -repitió Ambrosio. Su voz se hundió en un pozo y renació debilitada y turbia-. Él tampoco sabe. A veces dice sí. Tiene que saber; otras no, puede que no sepa. Yo lo he visto ya bastantes veces a don Cayo y nunca me ha hecho notar que sepa.
– Estás completamente loco -dijo Queta-. Claro que ahora sabe. Ahora quién no.
Los acompañó hasta la calle, ordenó a Ambrosio mañana a las diez, dio la mano a don Fermín y regresó a la casa cruzando el jardín. Ya estaba por amanecer. Había unas rayitas azules atisbando en el cielo y los policías de la esquina murmuraron buenas noches con unas voces estropeadas por el desvelo y los cigarrillos.
– Y ahí otra cosa más rara -susurró Ambrosio-. No se sentó atrás, como le correspondía, sino junto a mí. Ahí sospeché ya, pero no podía creer que fuera cierto. No podía ser, tratándose de él.
– Tratándose de él -deletreó Queta, con asco. Se ladeo-. ¿Por qué eres tú tan servil, tan?
– Pensé es para demostrarme un poco de amistad -susurró Ambrosio-. Adentro te traté como a un igual. Ahora te sigo tratando lo mismo. Pensé algunos días le dará por el criollismo, por tutearse con el pueblo. No, no sé qué pensé.
– Sí -dijo don Fermín, cerrando la puerta con cuidado y sin mirarlo-. Vamos a Ancón.
– Le vi su cara y parecía el de siempre, tan elegante, tan decente -dijo quejumbrosamente Ambrosio-. Me puse muy nervioso ¿ve? ¿A Ancón dijo, don?
– Sí, a Ancón -asintió don Fermín, mirando por la ventanilla el poquito de luz del cielo-. ¿Tienes bastante gasolina?
– Yo sabía donde vivía, lo había llevado una vez desde la oficina de don Cayo -se quejó Ambrosio-. Arranqué y en la avenida Brasil me atreví a preguntarle. ¿No va a su casa de Miraflores, don?
– No, voy a Ancón -dijo don Fermín, mirando ahora adelante; pero un momento después se volvió a mirarlo y era otra persona ¿ve?-. ¿Tienes miedo de ir solo conmigo hasta Ancón? ¿Tienes miedo que te pase algo en la carretera?
– Y se echó a reír -susurró Ambrosio-. Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba muy nervioso, ya sabía.
Queta no se rió: se había ladeado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía de espaldas, inmóvil, había dejado de fumar y su mano yacía muerta sobre su rodilla desnuda. Pasó un auto, un perro ladró. Ambrosio había cerrado los ojos y respiraba con las narices muy abiertas. Su pecho subía y bajaba lentamente.
– ¿Era la primera vez? -dijo Queta-. ¿Antes nunca nadie te había?
– Sí, sentía miedo -se quejó él-. Subí por Brasil, por Alfonso Ugarte, crucé el Puente del Ejército y los dos callados. Sí, la primera vez. No había ni un alma en las calles. En la carretera tuve que poner las luces altas porque había neblina. Estaba tan nervioso que empecé a acelerar. De repente vi la aguja en noventa, en cien ¿ve? Fue ahí. Pero no choqué.
– Ya apagaron las luces de la calle -se distrajo un instante Queta, y volvió-: ¿Sentiste qué?
– Pero no choqué, no choqué -repitió él con furia, estrujando la rodilla-. Sentí que me desperté, sentí que, pero pude frenar.
De golpe, como si en la mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro, un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a derecha e izquierda y zigzagueó, pero sin salirse de la carretera. Brincando, crujiendo; recuperó el equilibrio cuando pareció que se volcaba y ahora Ambrosio disminuyó la velocidad, temblando.
– ¿Usted cree que en el frenazo, con la patinada me soltó? -se quejó Ambrosio, vacilando-. La mano seguía aquí, así.
– Quién te ordenó parar -dijo la voz de don Fermín-. He dicho a Ancón.
– Y la mano ahí, aquí -susurró Ambrosio-. Yo no podía pensar y arranqué de nuevo y no sé. No sé ¿ve? De repente otra vez noventa, cien en la aguja. No me había soltado. La mano seguía así.
– Te caló apenas te vio -murmuró Queta, echándose de espaldas-. Una ojeada y vio que te haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan la moral te vuelves un trapo.
– Pensaba voy a chocar y aumentaba la velocidad -se quejó Ambrosio, jadeando-. La aumentaba ¿ve?
– Se dio cuenta que te morirías de miedo -dijo Queta con sequedad, sin compasión-. Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.
– Voy a chocar, voy a chocar -jadeó Ambrosio-. Y hundía el pie. Sí, tenía miedo ¿ve?
– Tenías miedo porque eres un servil -dijo Queta con asco-. Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.
– La cabeza me daba sólo para eso -susurró Ambrosio, más agitado-. Si no me suelta voy a chocar. Y su mano aquí, así. ¿Ve? Así hasta Ancón.
AMBROSIO había vuelto de "Transportes Morales” con una cara que Amalia inmediatamente había pensado le fue mal. No le había preguntado nada. Lo había visto cruzar a su lado silencioso y sin mirarla, salir a la huerta, sentarse en la silleta desfondada, sacarse los zapatos, prender un cigarrillo rascando el fósforo con ira y ponerse a mirar la yerba con ojos asesinos.
– Esa vez no hubo chifita ni cerveciolas -dice Ambrosio-. Entré a su oficina y ahí nomás me aguantó con un gesto que quería decir estás salmuera, negro.
Además se había llevado el índice de la mano derecha al cogote y serruchado, y luego a la sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin dejar de sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos experimentados. Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida.
Casi no se habían vendido ataúdes y estos dos últimos meses él había tenido que pagar de su bolsillo el alquiler del local, el sueldito del idiota y lo que se debía a los carpinteros: ahí estaban los recibitos. Ambrosio los había manoseado sin verlos, Amalia, y se había sentado frente al escritorio: qué malas noticias le daba, don Hilario.
– Malísimas -había reconocido él-. El momento está tan malo para los negocios que la gente no tiene plata ni para morirse.
– Voy a decirle una cosa, don Hilario -había dicho Ambrosio, después de un momento, con todo respeto-. Fíjese, seguro usted tiene razón. Seguro que dentro de poco el negocio dará ganancias.
– Segurísimo -había dicho don Hilario-. El mundo es de los pacientes.
– Pero yo ando mal de plata y mi mujer espera otro hijo -había continuado Ambrosio-. Así que aunque quisiera tener paciencia, no puedo.
Una sonrisita intrigada y sorprendida había redondeado la cara de don Hilario, que seguía abanicándose con una mano y había empezado a hurgarse el diente con la otra: dos hijos no era nada, lo bravo era llegar a la docena como él, Ambrosio.
– Así que voy a dejarle "Ataúdes Limbo” para usted solito -había explicado Ambrosio-. Prefiero que me devuelva mi parte. Para trabajarla por mí cuenta, don. A ver si tengo más suerte.
Entonces había empezado con sus cocorocós, Amalia, y Ambrosio se había callado, como para concentrarse mejor en la matanza de todo lo que estaba cerca: la yerba, los árboles, Amalita Hortensia, el cielo. No se había reído. Había observado a don Hilario que se estremecía en su silla, abanicándose de prisa, y esperado con parsimoniosa seriedad que dejara de reírse.
– ¿Así que creías que era una cuenta de ahorro? -había tronado al fin, secándose la transpiración de la frente, y la risa lo había vencido de nuevo. ¿Que uno ponía y sacaba la plata cuando quería?
– Cocorocó, quiquiriquí -dice Ambrosio-. Lloró de risa, se puso colorado de risa, se cansó de reírse. Y yo esperando, tranquilo.
– No es tontería ni viveza pero no sé qué es -había golpeado la mesa don Hilario, congestionado y húmedo-. Dime qué es lo que crees que soy. ¿Cojudo, imbécil, qué soy yo?
– Primero se ríe, después se enoja -había dicho Ambrosio-. No sé qué le pasa á usted, don.
– Si te digo que el negocio se hunde ¿qué cosa es lo que se está hundiendo? -se había hasta puesto a hacer adivinanzas, Amalia, y había mirado a Ambrosio con lástima-. Si tú y yo ponemos en un bote quince mil soles cada uno y el bote se hunde en el río ¿qué cosa es lo que se hunde con el bote?
– ¿Ataúdes Limbo? no se ha hundido -había afirmado Ambrosio-. Ahí sigue enterita frente a mi casa.
– ¿Quieres venderla, traspasarla? -había preguntado don Hilario-. Yo encantado, ahora mismo. Sólo tienes que encontrar un manso que quiera cargar con el muerto. No alguien que te dé los treinta mil que metimos, eso ni un loco. Alguien que la acepte regalada y quiera hacerse cargo del idiota y lo que se debe a los carpinteros.
– ¿Quiere decir que nunca más voy a ver ni un sol de los quince mil que le di? -había dicho Ambrosio.
– Alguien que al menos me devuelva la plata extra que te he adelantado -había dicho don Hilario-. Mil doscientos ya, aquí están los recibitos. ¿O ya ni te acordabas?
– Quéjate a la policía, denúncialo -había dicho Amalia-. Que lo obliguen a devolverte tu plata.
Esa tarde, mientras Ambrosio fumaba un cigarrillo tras otro, instalado en la silla desfondada, Amalia había sentido ese inubicable escozor, esos vacíos ácidos en la boca del estómago de sus peores momentos con Trinidad: ¿iban a comenzar otra vez las desgracias aquí? Habían comido mudos y luego se había presentado doña Lupe a conversar, pero al verlos tan serios se había despedido al ratito. En la noche, acostados, Amalia le había preguntado qué vas a hacer. No sabía todavía, Amalia, estaba pensando. Al día siguiente, Ambrosio había partido tempranito, sin llevarse el fiambre para el viaje. Amalia había sentido náuseas y cuando entró doña Lupe, a eso de las diez, la había encontrado vomitando. Estaba contándole lo que pasaba cuando había llegado Ambrosio: pero cómo, ¿no se había ido a Tingo? No, "El Rayo de la Montaña" estaba en reparación en el garaje. Había ido a sentarse a la huerta, pasado toda la mañana allí, pensando. Al mediodía Amalia lo había llamado a almorzar y estaban comiendo cuando había entrado el hombre casi corriendo. Se había cuadrado delante de Ambrosio que no había atinado ni a pararse: don Hilario.