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Vivir para contarla

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Vivir para contarla
Название: Vivir para contarla
Дата добавления: 16 январь 2020
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Vivir para contarla - читать бесплатно онлайн , автор Marquez Gabriel Garcia

Vivir para contarla es, probablemente, el libro m?s esperado de la d?cada, compendio y recreaci?n de un tiempo crucial en la vida de Gabriel Garc?a M?rquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus a?os de infancia y juventud, aquellos en los que se fundar?a el imaginario que, con el tiempo, dar?a lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua espa?ola del siglo XX.

Estamos ante la novela de una vida, a trav?s de cuyas p?ginas Garc?a M?rquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien a?os de soledad, El amor en los tiempos del c?lera, El coronel no tiene quien le escriba o Cr?nica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una gu?a de lectura para toda su obra, en acompa?ante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.

«A los que un d?a le dir?n: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, ser?, imagin?. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»

CARLOS FUENTES

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Nanchi -el hombre más pacífico del mundo- siguió en el ejército después de su servicio militar obligatorio, se esmeró en toda clase de armas modernas y participó en numerosos simulacros, pero nunca tuvo la ocasión en una de nuestras tantas guerras crónicas. Así que se conformó con el oficio de bombero cuando salió del ejército, pero tampoco allí tuvo la ocasión de apagar un solo incendio en más de cinco años. Sin embargo, nunca se sintió frustrado, por un sentido del humor que lo consagró en familia como un maestro del chiste instantáneo, y le permitió ser feliz por el solo hecho de estar vivo.

Yiyo, en los años más difíciles de la pobreza, se hizo escritor y periodista a puro pulso, sin haber fumado nunca ni haberse tomado un trago de más en su vida. Su vocación literaria arrasadora y su creatividad sigilosa se impusieron contra la adversidad. Murió a los cincuenta y cuatro años, con tiempo apenas para publicar un libro de más de seiscientas páginas con una investigación magistral sobre la vida secreta de Cien años de soledad, que había trabajado durante años sin que yo lo supiera, y sin solicitarme nunca una información directa.

Rita, apenas adolescente, supo aprovechar la lección del escarmiento ajeno. Cuando volví a la casa de mis padres al cabo de una larga ausencia, la encontré padeciendo el mismo purgatorio de todas por sus amores con un moreno apuesto, serio y decente, cuya única incompatibilidad con ella eran dos cuartas y media de estatura. Esa misma noche encontré a mi padre oyendo las noticias en la hamaca del dormitorio. Bajé el volumen del radio, me senté en la cama de enfrente y le pregunté con mi derecho de primogenitura qué pasaba con los amores de Rita. El me disparó la respuesta que sin duda tenía prevista desde siempre.

– Lo único que pasa es que el tipo es un ratero. Justo lo que me esperaba.

– ¿Ratero de qué? -le pregunté.

– Ratero ratero -me dijo él, todavía sin mirarme.

– ¿Pero qué se ha robado? -le pregunté sin compasión.

El siguió sin mirarme.

– Bueno -suspiró por fin-. El no, pero tiene un hermano preso por robo.

– Entonces no hay problema -le dije con una imbecilidad fácil-, porque Rita no quiere casarse con él sino con el que no está preso.

No replicó. Su honradez a toda prueba había sobrepasado sus límites desde la primera respuesta, pues ya sabía también que no era cierto el rumor del hermano preso. Sin más argumentos, trató de aferrarse al mito de la dignidad.

– Está bien, pero que se casen de una vez, porque no quiero noviazgos largos en esta casa.

Mi réplica fue inmediata y con una falta de caridad que nunca me he perdonado:

– Mañana, a primera hora.

– ¡Hombre! Tampoco hay que exagerar -me replicó papá sobresaltado pero ya con su primera sonrisa-. Esa muchachita no tiene todavía ni qué ponerse.

La última vez que vi a la tía Pa, a sus casi noventa años, fue una tarde de un calor infame en que llegó a Cartagena sin anunciarse. Iba de Riohacha en un taxi expreso con una maletita de escolar, de luto cerrado y con un turbante de trapo negro. Entró feliz, con los brazos abiertos, y gritó para todos:

– Vengo a despedirme porque ya me voy a morir.

La acogimos no sólo por ser quien era, sino porque sabíanlos hasta qué punto conocía sus negocios con la muerte. Se quedó en la casa, esperando su hora en el cuartito de servicio, el único que aceptó para dormir, y allí murió en olor de castidad a una edad que calculábamos en ciento y un años.

Aquella temporada fue la más intensa en El Universal. Zabala me orientaba con su sabiduría política para que mis notas dijeran lo que debían sin tropezar con el lápiz de la censura, y por primera vez le interesó mi vieja idea de escribir reportajes para el periódico. Pronto surgió el tema tremendo de los turistas atacados por los tiburones en las playas de Marbella. Sin embargo, lo más original que se le ocurrió al municipio fue ofrecer cincuenta pesos por cada tiburón muerto, y al día siguiente no alcanzaban las ramas de los almendros para exhibir los capturados durante la noche. Héctor Rojas Herazo, muerto de risa, escribió desde Bogotá en su nueva columna de El Tiempo una nota de burla sobre la pifia de aplicar a la caza del tiburón el método manido de agarrar el rábano por las hojas. Esto me dio la idea de escribir el reportaje de la cacería nocturna. Zabala me apoyó entusiasmado, pero mi fracaso empezó desde el momento de embarcarme, cuando me preguntaron si me mareaba y contesté que no; si tenía miedo del mar y la verdad era que sí, pero también dije que no, y al final me preguntaron si sabía nadar -que debió haber sido lo primero- y no me atreví a decir la mentira de que sí sabía. De todos modos, en tierra firme y por una conversación de marineros, me enteré de que los cazadores iban hasta las Bocas de Ceniza, a ochenta y nueve millas náuticas de Cartagena, y regresaban cargados de tiburones inocentes para venderlos como criminales de a cincuenta pesos. La noticia grande se acabó el mismo día, y a mí se me acabó la ilusión del reportaje. En su lugar, publiqué mi cuento número ocho: «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles». Por lo menos dos críticos serios y mis amigos severos de Barranquilla lo juzgaron como un buen cambio de rumbo.

No creo que mi madurez política fuera bastante para afectarme, pero la verdad es que sufrí una recaída semejante a la anterior. Me sentí tan empantanado que mi única diversión era amanecer cantando con los borrachos en Las Bóvedas de las murallas, que habían sido burdeles de soldados durante la Colonia y más tarde una cárcel política siniestra. El general Francisco de Paula Santander había cumplido allí una condena de ocho meses, antes de ser desterrado a Europa por sus compañeros de causa y de armas.

El celador de aquellas reliquias históricas era un linotipista jubilado cuyos colegas activos se reunían con él después del cierre de los periódicos para celebrar el nuevo día todos los días con una damajuana de ron blanco clandestino compuesto por artes de cuatreros. Eran tipógrafos cultos por tradición familiar, gramáticos dramáticos y grandes bebedores de sábados. Me hice a su gremio.

El más joven de ellos se llamaba Guillermo Dávila y había logrado la proeza de trabajar en la costa a pesar de la intransigencia de algunos líderes regionales que se resistían a admitir cachacos en el gremio. Tal vez lo logró por arte de su arte, pues además de su buen oficio y su simpatía personal era un prestidigitador de maravillas. Nos mantenía deslumbrados con las travesuras mágicas de hacer salir pájaros vivos de las gavetas de los escritorios o dejarnos en blanco el papel en que estaba escrito el editorial que acabábamos de entregar a punto de cerrar la edición. El maestro Zabala, tan severo en el deber, se olvidaba por un instante de Paderewski y de la revolución proletaria, y pedía un aplauso para el mago, con la advertencia siempre reiterada y desobedecida de que fuera 4a última vez. Para mí, compartir con un mago la rutina diaria fue como descubrir por fin la realidad.

En uno de aquellos amaneceres en Las Bóvedas, Dávila me contó su idea de hacer un periódico de veinticuatro por veinticuatro media cuartilla- que circulara gratis en las tardes a la hora atropellada del cierre del comercio. Sería el periódico más pequeño del mundo, para leer en diez minutos. Así fue. Se llamaba Comprimido, lo escribía yo en una hora a las once de la mañana, lo armaba y lo imprimía Dávila en dos horas y lo repartía un papelero temerario que no tenía respiro ni para vocearlo más de una vez.

Salió el martes 18 de setiembre de 1951 y es imposible concebir un éxito más arrasador ni más corto: tres números en tres días. Dávila me confesó que ni siquiera con un acto de magia negra habría podido concebir una idea tan grande a tan bajo costo, que cupiera en tan poco espacio, se ejecutara en tan poco tiempo y desapareciera con tanta rapidez. Lo más raro fue que por un instante del segundo día, embriagado por la rebatiña callejera y el fervor de los fanáticos, llegué a pensar que así de simple podía ser la solución de mi vida. El sueño duró hasta el jueves, cuando el gerente nos demostró que un número más nos dejaría en la quiebra, aun si hubiéramos resuelto publicar anuncios comerciales, pues tenían que ser tan pequeños y tan caros que no había solución racional. La misma concepción del periódico, que se fundaba en su tamaño, arrastraba consigo el germen matemático de su propia destrucción: era tanto más incosteable cuanto más se vendiera.

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