Instinto De Inez
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Es una obra m?gica e intrigante, una novela sobre la memoria, el recuerdo, y el olvido. En donde indaga en el dilemma de, unas veces revivir el pasado y otras, sepultarlo.
El tema narrativo se podr?a explicar en pocas l?neas: `Es la historia de amor de una mujer que se enamora de un hombre que no est? en su tiempo ni en su espacio y que debe buscar en otro tiempo y en otro espacio, as? de simple es la historia`, en palabras del autor.
Sin embargo, muy apesar de lo que el autor afirma, la historia que relata el libro es compleja, y en realidad son dos historias que se unen al final.
Por un lado, tenemos la vida en el siglo XX, de un jubilado director de orquesta, Gabriel Atlan-Ferrara, en la que se cuenta su discurrir profesional y sentimental con una soprano, Inez de Prada.
Por otra parte, el relato de una pareja de una etapa muy diferente, la Prehistoria, con sus problemas para sobrevivir y una gran violencia que les viene encima.
Algunos personajes de esta segunda historia pasan a la primera, y de esta manera se crea una historia muy atractiva para cualquier lector.
Esta obra como en la gran mayor?a de los libros de Carlos Fuentes, nos entretiene, pero tambi?n nos obliga a pensar. No es una obra que solamente irradie belleza por medio de sus palabras y recursos literarios, sino que desprende ideas sobre los temas m?s importantes para el ser humano: el amor, la muerte, y la violencia, entre otros.
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Quizás, sin embargo, ella misma vio en Gabriel lo que él vio en ella: un camino hacia lo desconocido. Con un esfuerzo supremo de lucidez, Atlan-Ferrara entendió por qué nunca debieron unirse sexualmente Inés y él. Ella lo rechazó porque vio en la mirada de Gabriel a otra. Pero al mismo tiempo, él supo que ella estaba mirando a otro que no era él. Y sin embargo ¿no podían, siervos del tiempo, ser él y ella, a la vez, los mismos y otros a los ojos de cada cual?
– No usurparé el lugar de mi hermano -se dijo cuando arrancó rumbo a la ciudad incendiada.
Sentía la boca amarga. Murmuró:
– Todo parece dispuesto para la despedida. El camino, el mar, el recuerdo, los taburetes de la muerte, los sellos de cristal.
Rió:
– El escenario para Inés.
Inés no hizo nada por regresar a Londres. Ya no volvería a los ensayos de La Damnation de Faust . Algo más la retenía aquí, como si estuviese condenada a habitar la casa frente al mar. Se paseo a la orilla de la costa y sintió miedo. Un combate de aves invernales surgió en el firmamento con una saña ancestral. Los pájaros salvajes disputaban algo, algo invisible para ella, pero algo por lo que valía la pena luchar hasta matarse a picotazos.
Le dio miedo el espectáculo. El viento le desorganizaba los pensamientos. Sentía la cabeza como un cristal rajado.
El mar le daba miedo. Recordaba con miedo.
Le daba miedo la isla cada vez más nítida dibujada entre las costas de Inglaterra y Francia, bajo un cielo sin cúpula.
Le daba miedo emprender el camino por una carretera desierta, más solitaria que nunca; peor, entre el rumor de sus bosques, que el silencio de la tumba.
Qué extraña sensación, caminar junto al mar junto a un hombre; atraídos ambos, amedrentados el uno del otro… Gabriel se fue, pero en Inés permaneció la nostalgia que él sembró en ella. Francia, el joven bello y rubio, Francia y el joven unidos en la nostalgia que Gabriel podía expresar abiertamente. Ella no. Le guardaba rencor. Atlan-Ferrara había sembrado en ella la imagen de lo inalcanzable. Un hombre que ella, desde ahora, desearía y nunca podría conocer. Atlan-Ferrara si lo conoció. La semblanza del joven bello y rubio era su herencia. Una tierra perdida. Una tierra prohibida.
Tuvo el instinto de una separación insuperable. Entre ella y Atlan-Ferrara se levantaba una interdicción. Ninguno quiso violarla. Sola, musitando, rumbo a la casa de playa, esa interdicción violentó el instinto de Inés. Se sintió atrapada entre dos fronteras temporales que ninguno quiso violar.
Entró a la casa y oyó cómo crujían las escaleras, como si alguien subiese y bajase, impaciente, sin cesar, sin atreverse a mostrarse.
Entonces, de regreso en la casa frente al mar, se acostó rígidamente entre los dos taburetes fúnebres, tan rígida como un cadáver, con la cabeza sobre un banquillo y los pies sobre el otro y sobre su propio pecho la foto de los dos amigos, camaradas, hermanos, firmada A Gabriel, con todo mi cariño . Sólo que el joven bello y rubio había desaparecido de la foto. Ya no estaba allí. Gabriel, con el pecho desnudo y el brazo abierto, estaba solo, no abrazaba a nadie. Sobre los párpados transparentes, Inés se colocó dos sellos de cristal.
Después de todo, no era difícil mantenerse acostada, rígida como un cadáver, entre dos banquillos fúnebres, sepultada bajo una montaña de sueño.