Historia de una maestra
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Historia de una maestra es un relato en el que la protagonista rememora con serena lucidez la historia de su vida. Entregada a una profesi?n que la lleva de pueblo en pueblo, en condiciones casi siempre miserables, Gabriela vive su historia personal sobre el tel?n de fondo de un periodo decisivo en la historia de Espa?a: desde los a?os veinte hasta el comienzo de la guerra civil.
El advenimiento de la Rep?blica, con sus promesas de grandes cambios y su exaltaci?n del papel de los maestros en la transformaci?n de la sociedad espa?ola, la lucha contra la ignorancia y el caciquismo, la revoluci?n de Octubre vivida en un pueblo minero, la violencia y el brutal desgarramiento familiar, la nostalgia recurrente de la ?nica aventura de su vida, su primera escuela en Guinea… todo ello va conformando la vida de una mujer testigo y protagonista de unos hechos que explican en gran parte los sucesos que vinieron despu?s.
El sue?o individual y colectivo, la lucha y las renuncias de los que entregaron su vida para conseguir despertar a un pueblo adormecido transcurren por las p?ginas de esta excelente novela, que se convierte as? en un homenaje a unos personajes olvidadas y sin embargo clave en la historia de Espa?a: los maestros de la Rep?blica.
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– No pides casi nada… -me decía tristemente Emile-. El hambre de África no terminará nunca. África es la víctima del hombre blanco.
No le contradecía pero observé que vivía en una perpetua exaltación. A veces pronunciaba frases amenazadoras cuyo significado último se me escapaba. Cuando le pedía aclaraciones a lo que acababa de decir, se volvía hermético. Me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo importante y la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me ocultaba.
Los días pasaban y yo adquiría rutinas, costumbres, formas de convivencia. En una palabra, me adaptaba al medio. Me encontraba a mi misma repitiendo actitudes de los blancos de la Colonia. Creo que eran claves de supervivencia que yo imitaba inconscientemente: las comidas convenientes, las ropas convenientes, los refugios según la hora del día, las compras, las medicinas preventivas. Y al mismo tiempo me acercaba despacio a otras claves que parecían regir la vida de mis niños.
Trataba de explicarles el ciclo vital de sus plantas, las consecuencias de su situación geográfica, la importancia del clima, la humedad y el calor. Todo les interesaba y a pesar de su escaso vocabulario daban muestras de entender lo fundamental.
– Este es un país rico -les decía. Eso no lo entendían. Y yo no encontraba las palabras para transmitirles los conceptos más elementales de economía. «Más adelante», me decía.
– Más adelante -le dije a Emile.
– El día que lo entiendan -me contestó- tendrás que huir de aquí…
En febrero las lluvias arrasaron la escuela. El techo de nipa falló a pesar de su inclinación, a pesar del amplio alero que protegía una zona alrededor del edificio. El agua se filtró con violencia a través de las fibras vegetales y su impetuoso fragor me impedía oír nuestras propias voces. Una tabla mal ajustada se vino abajo y arrastró toda la estructura del tejado. Los niños no tenían miedo. Me miraban con sus grandes ojos risueños y trataban de ayudarme a recoger mis papeles mojados, los objetos que la riada arrastraba dentro de la clase. «Lluvia, lluvia», repetían entusiasmados de su conocimiento de mi idioma.
La sombrilla no me sirvió de nada. Empapada, chapoteando en el barro me fui acercando a mi vivienda. Por el camino me encontré a Manuel que venía a mi encuentro para ofrecerme ayuda y compañía. Descalzo, su delgado cuerpo adolescente brillaba con las gotas de lluvia cuando el sol, o mejor, la claridad de un sol oculto, fue dando paso a una calma engañosa.
Mi padre me decía en una carta que había un español oriundo de nuestro pueblo y pariente de unos conocidos, que llevaba mucho tiempo en la isla. Se llamaba don Cipriano Sánchez y eso era todo lo que sabía de él. No tardó mucho tiempo en dar señales de vida. Un día, después de la comida, apareció en nuestro «rancho». Era de mediana estatura, delgado, ojos vivos y piel arrugada. Vestía de blanco y se quitó el sombrero de ala ancha. Se dirigió a mí y me preguntó:
– ¿Gabriela López? -El mismo se dio la respuesta-: Otra no hay, así que tiene que ser usted…
Me dijo que podía disponer de él, que le pidiera ayuda, que fuera a visitarle a su factoría, que vivía cerca de allí, en la cuesta, sólo un poco más arriba.
Cuando salió, los del grupo me dijeron que era rico e influyente, que tenía casas y fincas de cacao y que andaba tras de instalar un salto de agua para dar luz a su barrio, donde tenía las factorías, los talleres y las serrerías de madera.
Algo en él me recordó a don Wenceslao. El cuerpo enjuto, los ojos oscuros o acaso el color de la piel ajada por el trópico. Desde que dejé el pueblo no había tenido noticias del viejo recluido en su casona. Hay en mí un instinto que he desarrollado toda mi vida: el instinto de no mirar atrás. Cada etapa cerrada se hundía en el pasado. Clausuraba lo vivido y no intentaba mantener lazos, indagar noticias sobre las personas que, pasajeramente, entraban en mi vida. Creo que en el fondo sentía miedo a dejar ataduras, miedo a aferrarme a lo que, de modo irremediable, pasaría a ser un capítulo de difícil repetición.
No obstante, y contradiciendo lo que digo, escribí a don Wenceslao comunicándole mi intención de pedir una escuela en Guinea y de viajar allá. No me contestó.
Tampoco me devolvieron la carta. O se perdió o le alcanzó en la bruma de su soledad y no sintió deseos de contestarme.
La presencia de don Cipriano había reavivado el recuerdo del viejo amigo. También recordé el frío, el olor de aquellos campos, la brusquedad de María, el afecto de Genaro y su rostro sensible. Un ramalazo de melancolía me sacudió durante unos segundos. Sólo unos segundos. Lo que tardé en pedir otra taza de café, lo que tardé en sonreír a Manuel que me acercaba el azúcar. Como un ronroneo lejano me llegaba la conversación de mis compañeros de mesa que divagaban sobre la cuantía de una fortuna: la de don Cipriano Sánchez, mi visitante.
Don John, don Heinrich, don Max, don Cipriano. Estaban todos sentados en sus mecedoras en la galería del club, el casino o comoquiera que se llamase aquel salón donde zumbaban tres grandes ventiladores que agitaban el aire y lo mantenían fresco.
Eran plantadores, eran blancos, eran hombres. Y me habían invitado a comer a través de don Cipriano. El mismo se presentó en mi casa, llamó a mi criado que dormitaba en el portal y Manuel anunció su visita. Era una hora de calor y yo trataba de dormir bajo las aspas del abanico metálico.
– Es usted la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente. Queremos obsequiarla y presentarle nuestros respetos…
Sorprendida y un poco confusa, había aceptado.
«Los tiburones», fue el comentario de Emile cuando se lo dije. «Quieren tomarte medida y ver si puedes ser peligrosa o no…» Estaba acostumbrada a los comentarios sarcásticos del médico que siempre encerraban algún sentido oculto.
En esta ocasión me molestaron. Vi en ellos una especie de resentimiento contra mi por haber aceptado la invitación. No dije nada, pero por primera vez empecé a preguntarme si mi amistad con aquel negro inteligente y rebelde no significaba una dependencia.
– Un negro muy inteligente -dijo don Cipriano mientras cortaba cuidadosamente los filetes blanquecinos.
El primer plato había consistido en huevos de tortuga, y el segundo, carne de la misma, con una guindilla muy picante del país.
– Y levantisco -dijo don Heinrich-. Recuerden su relación con los braceros de Flores. ¿A qué iba allí?, ¿qué se le había perdido? Los braceros estaban contentos, eran buenos trabajadores, aunque torpes como todos los negros. Pero él ¿qué quería…? Y luego tiene el run-run de los franceses. Ellos no sueltan nada pero ¡cómo les gusta que los demás soltemos lo nuestro…!
Hablaba un español duro, a pequeños ladridos ásperos que golpeaban los oídos de sus oyentes.
No puedo recordar quién empezó a hablar de Emile. Casi seguro fue don Cipriano, el enlace, el enviado para que yo compareciera ante el tribunal blanco. Es muy posible que fuera él el primero en preguntar.
– ¿Y su amigo Emile? -intempestivamente, sin relación con la conversación que había girado en torno al clima, las comidas, la adaptación al trópico; temas todos convencionales en un primer encuentro entre europeos. Y de pronto el ataque, la insidiosa pregunta: ¿Y su amigo Emile?
Antes de que tuviera tiempo de contestar: Bien. O preguntar a mi vez: ¿Qué quiere decir? ¿Por qué le interesan mis amigos?, ya había llegado la afirmación de don Cipriano sobre la inteligencia de Emile y, en seguida, la áspera relación de agravios del alemán.
«Los tiburones», había dicho Emile. Pero no quise ceder al aparente acierto de su definición. Tiburones o no, sería yo quien debería decidirlo y comprobarlo.
– Emile es un hombre muy inteligente, es verdad -dije, cuando pude intervenir-, inteligente y generoso y sensible. Vive pendiente de su gente y es natural. ¿Acaso nosotros los blancos no nos ayudamos, no nos sentimos cerca de la gente de nuestra raza?
– Así debía ser siempre -dijo un holandés fornido y rubicundo que había centrado toda su atención en la comida hasta ese momento-. Así debía ser, pero no es. Los blancos estamos indefensos ante estos revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden masacrar si se lo proponen…
Traté de disuadirle de sus opiniones.
– Yo trabajo con negros -le dije- y puedo asegurarle que, son gente pacífica y no he tenido ocasión de advertir en ellos la menor hostilidad hacia los blancos…
La discusión transcurría en términos amistosos. Se había convertido en un punto de interés común y se desarrollaba dentro de normas elementales de corrección y tolerancia.
Fue el español el que irrumpió de pronto cortando en seco la conversación. Su voz cargada de indignación extendió por la sala un manto de acidez.
– No nos vayamos por las ramas, Gabriela. Como compatriota y caballero tengo que ser sincero: usted no puede alternar como lo hace con un negro…
Todos estaban de acuerdo, estoy segura. Habrían hablado del asunto largo y tendido y la encerrona había sido cuidadosamente preparada. Pero la forma, la brusquedad, el tono, dejaron en suspenso al resto de los comensales.
– No es eso, señorita, no es exactamente eso -trató de intervenir el inglés.
Pero yo lo entendía muy bien. Lágrimas de rabia trataban de salir de mis ojos y la voz se me apagaba en una tormenta de humillación. Cuando pude hablar traté de controlar mi voz para que brotara serena.
– Señores -dije-, no son ustedes quiénes para velar por mi conducta…
– Se equivoca -gritó don Cipriano-. Se equivoca -repitió bajando la voz-. Hay una prohibición que marcan las leyes. Ni un solo blanco casará con negro, ni mucho menos tendrá una blanca relación con un negro…
Fue con. un negro con quien tropecé al salir del comedor.
Venía con las copas de licor y la bandeja saltó por los aires al chocar conmigo. El negro me sujetó por los brazos para que no cayera. «Perdone, señorita», dijo. Y trataba de limpiarme la ropa con la servilleta.
De un empujón le aparté y salí corriendo. Me pareció que en la mesa sonaban risas confusas. Pero en seguida percibí que no eran risas sino murmullos de sorpresa y reconvenciones al negro que, como siempre, sería declarado el único culpable.
– Cuando pasen las lluvias subiremos a la montaña -dijo Emile. Trataba de animarme porque veía mi desaliento físico, la lucha contra un clima extenuante para mí-. La montaña es fresca y seca y te recordará el norte de tu país. Dicen que alguna vez se ha visto hasta escarcha.