Los Lamb de Londres
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Esta es la historia de una familia londinense, los Lamb, poco conocida en Espa?a pero cuya importancia en la recuperaci?n y valorizaci?n de Shakespeare es indiscutible.
Charles Lamb intenta hacerse un sitio en la sociedad literaria del siglo XIX (al tiempo que frecuenta en exceso los pubs), y Mary busca el modo de huir de una casa en la que convive con unos progenitores al borde de la locura. La pasi?n que comparten por la obra de Shakespeare es para ambos un perfecto modo de evasi?n. Sin embargo, cuando un joven y ambicioso librero les asegura haber encontrado diversos manuscritos de Shakespeare e incluso una obra teatral in?dita, se sumergen en una estremecedora investigaci?n que les puede llevar a la inmortalidad o al m?s estrepitoso de los rid?culos.
Peter Ackroyd nos recrea con todo lujo de detalles, el ambiente literario y la sociedad del Londres del siglo XIX en esta intersante novela.
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– Mi padre es el dueño…
– ¿El negocio es próspero? -De pronto la señora Lamb se mostró interesada.
– Prosperar es tomar esposa.
– ¡Venga, señor Lamb, ya está bien! ¿Se trata de una vieja empresa?
– Hace muchos años que mi padre creó el negocio.
Mary Lamb volvió las páginas de Pandosto, se dirigió a William y comentó:
– Éste es un libro para las frías noches de invierno.
– Exacto, señorita Lamb, sobre todo cuando el mundo queda excluido.
Mary permaneció cabizbaja.
– Quizá se trata del mismo libro que el poeta leyó antes de escribir Cuento de invierno.
– Lo leyó como un niño contempla la playa en busca de conchas bonitas.
Asombrada, Mary levantó la cabeza.
– ¿Shakespeare siempre le ha gustado?
– Claro que sí. Solía recitarlo incluso de pequeño. Me enseñó mi padre.
William evocó las noches en las que se encaramaba a una mesa y con voz clara y serena interpretaba los monólogos de Hamlet y de Lear. Los amigos de Samuel Ireland lo habían considerado una especie de niño prodigio.
– Charles y yo también interpretábamos esos papeles. -Mientras sus padres se ocupaban del fuego casi apagado, Mary le contó que con su hermano representaban a Beatriz y Benedicto, de Mucho ruido y pocas nueces; a Rosalinda y Orlando, de Como gustéis, y a Ofelia y Hamlet. Conocían los textos de memoria e incorporaban los actos y actitudes que consideraban apropiados a los personajes. En el papel de Ofelia, Mary se daba la vuelta y lloraba; en tanto Hamlet, Charles daba pataditas en el suelo y fruncía el entrecejo. Para Mary, esas escenas eran más reales y serias que cuanto acontecía en su día a día-. Creo que, para Charles, más bien formaban parte de un juego. Me temo que he hablado demasiado.
– En absoluto. Lo que dice me interesa sobremanera. Señorita Lamb, quizá le agrade saber que he encontrado su firma.
– ¿Qué quiere decir?
– Me refiero a la rúbrica de Shakespeare. Se trata de una vieja escritura del reinado de Jacobo. Mi padre la ha autentificado.
– ¿Tiene la certeza de que se trata de su letra?
– No cabe la menor duda. -William se dio cuenta de que las cicatrices de su rostro eran un tono más claras que su piel sana-. La encontré en una tienda de antigüedades de Grosvenor Square.
– Poseer semejante tesoro…
– Con frecuencia he pensado que en algún lugar tiene que existir un depósito con los papeles de Shakespeare. El contenido de su estudio y de su biblioteca ha desaparecido y no figura en su testamento, pero su familia tuvo que haberlo venerado.
– Por descontado.
– Ellos lo debieron conservar.
– ¿En Stratford?
– Señorita Lamb, ¿quién sabe dónde?
William tuvo la sensación de que entre ambos se creaba cierta intimidad. No supo de dónde había surgido; fue como si hubiese descendido sobre ellos. El padre de Mary comenzó a cantar una vieja canción.
– A menudo me he preguntado cómo era Shakespeare…, quiero decir en vida -añadió Mary con voz tan alta como se atrevió a emplear.
– Sin duda estaba muy sano.
– Eso es incuestionable, gozaba de excelente salud.
– Supongo que fue un hombre abierto, generoso y honrado.
– Caminaba con paso vivo y no había fuerza capaz de retenerlo.
– Desde luego. Lo llevaba dentro de sí… -William elevó el tono de voz, pero enseguida se amilanó-. Señorita Lamb, como acaba de sugerir, él no era un vulgar mortal.
De repente, William tuvo la sensación de que la estancia se hacía más pequeña y se sintió muy próximo a Mary, a sus padres e incluso a las miniaturas colgadas de las paredes.
– Por otro lado, comprendió con claridad lo que significa ser una persona corriente, ¿no le parece, señor Ireland?
– Lo comprendió todo.
– En sus obras aparecen seres normales y corrientes como amas, presos y ciudadanos, seres corrientes hasta la genialidad. -William reparó en la soledad de Mary incluso mientras ésta hablaba; estaba imbuida de tanto fervor porque sin duda no lo manifestaba a menudo-. Piense en el ama de Julieta. Es la esencia de todas las amas que han existido y existirán.
– Para no hablar del portero de Macbeth.
– Sí, claro, lo había olvidado. Deberíamos hacer una lista de los personajes corrientes de Shakespeare. -Ese «deberíamos» le resultó conocido y Mary se dirigió de inmediato a su madre-: Mamá, ¿dónde se ha metido Charles?
– Supongo que donde no debería estar.
La mujer retomó la costura con un satisfactorio suspiro de disgusto. Su marido dormitaba junto al fuego mortecino.
– Señor Ireland, ¿puedo tocar para usted? Así le demostraré una cosa. -Mary se acercó al pequeño piano colocado en el hueco contiguo a la chimenea y levantó la tapa. Cuando la música comenzó a sonar, pareció que sus dedos apenas rozaban las teclas, si bien las notas de Clementi inundaron el salón. Siguió tocando durante un minuto y por último se volvió hacia William-. ¿No le parece bonita esta música? Es elevada, pero carece de significado concreto. Es lo mismo que pienso de Shakespeare. Es estrictamente expresivo. Emplea el blanco y el negro, y eso es todo.
El joven Ireland se dio cuenta de que, si en ese momento se le hubiesen llenado los ojos de lágrimas, no habría sabido a qué se debía.
– Por favor, toque un poco más.
La música se elevó por encima de los padres de Mary sin despertar la menor reacción, pero a William lo entusiasmó. En la librería no había instrumentos de música, por lo que sólo conocía las tonadas de los alegres parques y las tabernas. Eso era algo totalmente distinto y procedía de otra esfera; además, confirmó sus percepciones sobre Mary.
En ese instante, llamaron a la puerta. Mary abandonó el piano a toda velocidad y se dirigió a la entrada. El señor Lamb se despertó y preguntó a su esposa:
– ¿Cuántos sacos quedan por llevar al molino?
De pronto William se sintió como un desconocido, con la sensación de haberse convertido en una visita inoportuna. Oyó voces en la entrada.
– Querida, he perdido las llaves.
– ¿Qué te ha pasado?
– Me atizaron.
– ¿Te atizaron?
– El muy canalla me quitó el reloj y puso pies en polvorosa. Mírame la cabeza. ¿Todavía sangro?
La señora Lamb miró con turbación a William y abandonó el sillón.
– Charles, ¿qué te ha pasado?
– Nada, mamá, me han asaltado. -Charles se adentró en la estancia y a William le pareció que gastaba una expresión triunfal-. ¡Vaya, señor Ireland! Lo había olvidado. Estoy encantado de volver a verlo. Como ha podido comprobar, me he retrasado.
– Charles, ¿estás herido?
– No, mamá, creo que no. Mary, ¿has visto el libro?
– Charles, ¿qué te han quitado?
– El reloj, mamá, nada más.
Mary se acercó a su madre y comentó:
– No ha sido nada. Charles está bien. Tranquilízate. -La acompañó al sillón-. No lo han herido, sólo ha desaparecido su reloj.
El señor Lamb dormitaba de nuevo.
Charles se sentó junto a William.
– Estuve cenando con unos amigos. De lo contrario, habría recordado nuestra cita. Después pasó lo que pasó. -Existía la posibilidad de que su tono denotase cierta condescendencia.
– Señor Lamb, no se preocupe. Sus padres y su hermana han sido muy hospitalarios. Escuchamos música. ¿Está seguro de que se encuentra en perfectas condiciones?
Con un ademán Charles restó importancia a la pregunta.
– ¿Ha dicho música? No sabe la suerte que ha tenido. Vaya, éste es el libro. -Charles cambió de tema y cogió el ejemplar de Pandosto, que Mary había dejado en la mesilla auxiliar.
– El mismo.
– ¿Me permite?
– Ahora es suyo. Su hermana ha pagado lo que faltaba.
– ¿Cómo lo hizo?
– No tengo ni la menor idea.
– Pues yo sí. Una tía abuela le ha legado una modesta renta vitalicia. La cobra en el West Lothian Bank de Seething Lane. Es un lugar hermoso.
– Charles, has tenido mucha suerte. -Mary había tranquilizado a su madre y se reunió con los hombres-. Podrían haberte hecho daño.
