Vivir para contarla
Vivir para contarla читать книгу онлайн
Vivir para contarla es, probablemente, el libro m?s esperado de la d?cada, compendio y recreaci?n de un tiempo crucial en la vida de Gabriel Garc?a M?rquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus a?os de infancia y juventud, aquellos en los que se fundar?a el imaginario que, con el tiempo, dar?a lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua espa?ola del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a trav?s de cuyas p?ginas Garc?a M?rquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien a?os de soledad, El amor en los tiempos del c?lera, El coronel no tiene quien le escriba o Cr?nica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una gu?a de lectura para toda su obra, en acompa?ante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un d?a le dir?n: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, ser?, imagin?. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Fue el primer caso de la vida real que me revolvió los instintos de escritor y aún no he podido conjurarlo. Desde que tuve uso de razón me di cuenta de la magnitud y el peso que aquel drama tenía en nuestra casa, pero sus pormenores se mantenían entre brumas. Mi madre, con apenas tres años, lo recordó siempre como un sueño improbable. Los adultos lo embrollaban delante de mí para confundirme, y nunca pude armar el acertijo porque cada quien, de ambos lados, colocaba las piezas a su modo. La versión más confiable era que la madre de Medardo Pacheco lo había instigado a que vengara su honra, ofendida por un comentario infame que le atribuían a mi abuelo. Éste lo desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al abuelo sobre su conducta de liberal. Nunca supe a ciencia cierta cuál fue. Herido en su honor, el abuelo lo desafió a muerte sin fecha fija.
Desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al abuelo sobre su conducta de liberal. Nunca supe a ciencia cierta cuál fue. Herido en su honor, el abuelo lo desafió a muerte sin fecha fija.
Una muestra ejemplar de la índole del coronel fue el tiempo que dejó pasar entre el desafío y el duelo.
Arregló sus asuntos con un sigilo absoluto para garantizar la seguridad de su familia en la única alternativa que le deparaba el destino: la muerte o la cárcel. Empezó por vender sin la menor prisa lo poco que le quedó para subsistir después de la última guerra: el taller de platería y una pequeña finca que heredó de su padre, en la cual criaba chivos de sacrificio y cultivaba una parcela de caña de azúcar. Al cabo de seis meses guardó en el fondo de un armario la plata reunida, y esperó en silencio el día que él mismo se había señalado: 12 de octubre de 1908, aniversario del descubrimiento de América.
Medardo Pacheco vivía en las afueras del pueblo, pero el abuelo sabía que no podía faltar aquella tarde a la procesión de la Virgen del Pilar. Antes de salir a buscarlo, escribió a su mujer una carta breve y tierna, en la cual le decía dónde tenía escondido su dinero, y le dio algunas instrucciones finales sobre el porvenir de los hijos. La dejó debajo de la almohada común, donde sin duda la encontraría su mujer cuando se acostara a dormir, y sin ninguna clase de adioses salió al encuentro de su mala hora
Aun las versiones menos válidas coinciden en que era un lunes típico del octubre caribe, con una lluvia triste de nubes bajas y un viento funerario. Medardo Pacheco, vestido de domingo, acababa de entrar en un callejón ciego cuando el coronel Márquez le salió al paso. Ambos estaban armados. Años después, en sus divagaciones lunáticas, mi abuela solía decir: «Dios le dio a Nicolasito la ocasión de perdonarle la vida a ese pobre hombre, pero no supo aprovecharla». Quizás lo pensaba porque el coronel le dijo que había visto un relámpago de pesadumbre en los ojos del adversario tomado de sorpresa. También le dijo que cuando el enorme cuerpo de ceiba se derrumbó sobre los matorrales, emitió un gemido sin palabras, «como el de un garito mojado». La tradición oral atribuyó a Papalelo una frase retórica en el momento de entregarse al alcalde: «La bala del honor venció a la bala del poder».
Es una sentencia fiel al estilo liberal de la época pero no he podido conciliarla con el talante del abuelo.
La verdad es que no hubo testigos. Una versión autorizada habrían sido los testimonios judiciales del abuelo y sus contemporáneos de ambos bandos, pero del expediente, si lo hubo, no quedaron ni sus luces. De las numerosas versiones que escuché hasta hoy no encontré dos que coincidieran.
El hecho dividió a las familias del pueblo, incluso a la del muerto. Una parte de ésta se propuso vengarlo, mientras que otros acogieron en sus casas a Tranquilina Iguarán con sus hijos, hasta que amainaron los riesgos de una venganza. Estos detalles me impresionaban tanto en la niñez que no sólo asumí el peso de la culpa ancestral como si fuera propia, sino que todavía ahora, mientras lo escribo, siento más compasión por la familia del muerto que por la mía.
A Papalelo lo trasladaron a Riohacha para mayor seguridad, y más tarde a Santa Marta, donde lo condenara un año: la mitad en reclusión y la otra en régimen abierto. Tan pronto como fue libre viajó con la familia breve tiempo a la población de Ciénaga, luego a Panamá, donde tuvo otra hija con un amor casual, y por fin al insalubre y arisco corregimiento de Aracataca, el empleo de colector de hacienda departamental.
Nunca más estuvo armado en la calle, aun en los peores tiempos de la violencia bananera, y sólo tuvo el revólver bajo la almohada para defender la casa.
Aracataca estaba muy lejos de ser el remanso con que soñaban después de la pesadilla de Medardo Pacheco. Había nacido como un caserío chimila y entró en la historia con el pie izquierdo como un remoto corregimiento sin Dios ni ley del municipio de Ciénaga, más envilecido que acaudalado por la fiebre del banano. Su nombre no es de pueblo sino de río, que se dice ara en lengua chimila, y Cataca, que es la palabra con que la comunidad conocía al que mandaba. Por eso entre nativos no la llamamos Aracataca sino como debe ser: Cataca.
Cuando el abuelo trató de entusiasmar a la familia con la fantasía de que allí el dinero corría por las calles, Mina había dicho: «La plata es el cagajón del diablo». Para mi madre fue el reino de todos los terrores. El más antiguo que recordaba era la plaga de langosta que devastó los sembrados cuando aún era muy niña. «Se oían pasar como un viento de piedras», me dijo cuando fuimos a vender la casa. La población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y el flagelo sólo pudo ser derrotado por artes de hechicería.
En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que desentechaban ranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo cubierto de un polvo astral. En verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles, o caían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles convertidas en ríos revueltos. Los ingenieros gringos navegaban en botes de caucho, por entre colchones ahogados y vacas muertas. La United Fruit Company, cuyos sistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre de las aguas, desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios desenterró los cuerpos del cementerio.
La más siniestra de las plagas, sin embargo, era la humana. Un tren que parecía de juguete arrojó en sus arenas abrasantes una hojarasca de aventureros de todo el mundo que se tomaron a mano armada el poder de la calle. Su prosperidad atolondrada llevaba consigo un crecimiento demográfico y un desorden social desmadrados. Estaba a sólo cinco leguas de la colonia penal de Buenos Aires, sobre el río Fundación, cuyos reclusos solían escaparse los fines de semana para jugar al terror en Aracataca. A nada nos parecíamos tanto como a los pueblos emergentes de las películas del Oeste, desde que los ranchos de palma y cañabrava de los chimilas empezaron a ser reemplazados por las casas de madera de la United Fruit Company, con techos de cinc de dos aguas, ventanas de anjeo y cobertizos adornados con enredaderas de flores polvorientas. En medio de aquel ventisquero de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas y mulas muriéndose de hambre en las cuadras del hotel, los que habían llegado primero eran los últimos. Éramos los forasteros de siempre, los advenedizos.
Las matanzas no eran sólo por las reyertas de los sábados. Una tarde cualquiera oímos gritos en la calle y vimos pasar un hombre sin cabeza montado en un burro. Había sido decapitado a machete en los arreglos de cuentas de las fincas bananeras y la cabeza había sido arrastrada por las corrientes heladas de la acequia. Esa noche le escuché a mi abuela la explicación de siempre: «Una cosa tan horrible sólo pudo hacerla un cachaco».