Crimen y castigo
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La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
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—Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? —preguntó rudamente Raskolnikof.
—Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! —exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine—. He estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente —se dirigía de nuevo a Raskolnikof—. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
—Sí, entre siete y ocho —repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.
—Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
—¿Dos pintores? Pues no, no los vi —repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras—. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso —continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro— había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.
—Pero ¿qué significa esto? —dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción—. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?
—¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! —exclamó Porfirio golpeándose la frente—. Este asunto acabará volviéndome loco —dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof—. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
—Hay que llevar cuidado —gruñó Rasumikhine.
Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente...
VI
No lo creo, no puedo creerlo —repetía Rasumikhine, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones de Raskolnikof.
Se dirigían a la pensión Bakaleev, donde Pulqueria Alejandrovna y Dunia los esperaban desde hacía largo rato. Rasumikhine se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban francamente de aquel asunto.
—Tú no puedes creerlo —repuso Raskolnikof con una sonrisa fría y desdeñosa—; pero yo estaba atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas en nada.
—Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que Porfirio hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamiotof... Tiene razón: había en él algo raro... Pero ¿por qué, Señor, por qué?
—Habrá reflexionado durante la noche.
—No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte después con más seguridad. Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
—Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas, habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida... O tal vez habrían hecho un registro en mi habitación hace ya tiempo... Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus insolencias... ¿Obedecerá todo al despecho de Porfirio, que está furioso por no tener pruebas...? Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio... Parece inteligente... Es muy probable que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter muy especial... En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones... ¡Dejemos este asunto!
—Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen...? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido...! Un pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope...! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo...! ¡Es intolerable!
«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikof.
—¡Que les escupa! —exclamó amargamente—. Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel café donde nos encontramos?
—¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamiotof...