Crimen y castigo
Crimen y castigo читать книгу онлайн
La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Rasumikhine dio muestras de una emoción extraordinaria.
—No tienes que ir a la policía para nada. Porfirio lo solucionará todo... Me has dado una verdadera alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy seguro de que lo encontraremos.
—De acuerdo: vamos.
—Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos... ¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí Sonia Ivanovna.
—Sonia Simonovna —rectificó Raskolnikof—. Éste es mi amigo Rasumikhine, Sonia Simonovna; un buen muchacho...
—Si se han de marchar ustedes... —comenzó a decir Sonia, cuya confusión había aumentado al presentarle Rodia a Rasumikhine, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.
—Vamos —decidió Raskolnikof—. Hoy mismo pasaré por su casa, Sonia Simonovna. Haga el favor de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
—No has cerrado la puerta —dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la escalera.
—No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a Sonia:
—¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
—Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido encontrarme? —preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.
—Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
—¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
—Sí, ¿no se acuerda?
—Sí, sí; ya recuerdo.
—Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikof». Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos, de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
—Si al menos no viniera hoy... —murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado—. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.
En el momento en que Raskolnikof, Rasumikhine y Sonia se habían detenido ante la puerta de la casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente estas palabras de Sonia:
—... he podido preguntar por el señor Raskolnikof.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? —pensó—. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumof, sastre.»
—¡Qué casualidad! —exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.
—¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? —dijo el caballero alegremente—. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
—Sí, somos vecinos —continuó el caballero, con desbordante jovialidad—. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.