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Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá como sobre ruedas.

Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna.

—¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? —exclamó Raskolnikof, visiblemente agitado—. Entonces, no habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...

—Eso no, Rodia: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunia y yo no nos acostamos nunca más temprano.

—Yo tampoco sé cómo darle las gracias —dijo Raskolnikof a Zosimof, con semblante sombrío y bajando la cabeza—. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto, no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.

—No se preocupe usted —repuso Zosimof sonriendo afectuosamente—. Imagínese que es mi primer paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.

—Y no hablemos de ése —dijo Raskolnikof, señalando a Rasumikhine—. No ha recibido de mí sino insultos y molestias, y...

—¡Qué tonterías dices! —exclamó Rasumikhine—. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.

Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida atención.

—De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar —continuó

Raskolnikof en el tono del que recita una lección aprendida aquella mañana—. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu espera en esta habitación.

Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.

Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la estrechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.

—Ésta es la razón de que le aprecie tanto —exclamó Rasumikhine con su inclinación a exagerar las cosas—. ¡Tiene unos gestos...!

«Posee un arte especial para hacer bien las cosas —pensó la madre—. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermoso. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»

—¡Ah, Rodia! —dijo, respondiendo a las palabras de su hijo— No te puedes imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer... ¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos contó que tú estabas en cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente Potantchikof, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas —terminó con acento quejumbroso.

Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Piotr Petrovitch, aunque todo estuviera ya arreglado felizmente.

—Sí, todo eso es muy enojoso —dijo Raskolnikof en un tono tan distraído e indiferente, que Dunetchka le miró sorprendida—. ¿Qué otra cosa quería deciros? —continuó, esforzándose por recordar—. ¡Ah, sí! No creas, mamá, ni tú, Dunetchka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.

—¡Qué ocurrencia, Rodia! —exclamó Pulqueria Alejandrovna, asombrada.

«Nos habla como por pura cortesía —pensó Dunetchka—. Hace las paces y presenta sus excusas como si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»

—Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido. Ayer me olvidé de decir a Nastasia que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de vestirme.

—¿Manchas de sangre? —preguntó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.

—No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis ropas estaban manchadas de sangre.

—¿Cuando estabas delirando? —dijo Rasumikhine—. Pues te acuerdas de todo.

—Es cierto —convino Raskolnikof, presa de una singular preocupación—. Me acuerdo de todo, y con los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué obré y hablé como lo hice.

—El fenómeno es conocido —observó Zosimof—. El acto se cumple a veces con una destreza y una habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.

«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco, pensó Raskolnikof.

—Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso —observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud.

—La observación es muy justa —respondió el médico—. En este aspecto, todos solemos parecernos a los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos, perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría un modelo bastante imperfecto.

La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimof en el calor de sus comentarios sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikof se mostraba absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando sobre aquel punto que le tenía perplejo.

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