Relatos De Un Cazador
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En estos relatos, el escritor ruso Iv?n Turgueniev se interna en la vida de los siervos de la gleba y en el mundo campesino en general. Por primera vez se centra la escritura en la tremenda situaci?n del campesinado ruso, en el siglo XIX. Desde la econom?a de recursos, el autor pone en evidencia la injusticia, la corrupci?n, la bondad, la indiferencia y la sabidur?a, muchas veces representada por el siervo, que por entonces era considerado menos que un animal. En cada cuento, sin dramatismo, aborda el contraste social protagonizado por el rico hacendado rural due?o de una vida c?moda y el campesino que busca la libertad, pero que indefectiblemente termina por permanecer prisionero en un estado casi de esclavitud. La preocupaci?n del autor fue descubrir ecu?nime y objetivamente la realidad tal como la ve?a. Relatos de un cazador es un conjunto de historias en las que fluye la vida cotidiana, y en las que los personajes, presentados con trazos breves, se muestran tal como son.
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¡Horror! ¡Avanzaban siempre y nosotros los seguíamos!
—Procura pasarlos —dije a Filofei— y seguir por la derecha.
Me obedeció. Pero enseguida su carro nos alcanzó, nos pasó a su vez. Mi cochero siguió por la izquierda, y se repitió el juego. Filofei razono: —¡Verdaderos bandidos! Pero ¿qué aguardan? ¡Ah, sí! Ved allá un puentecillo sobre el arroyo. Ese es el sitio donde piensan concluir el asunto. Nos matarán a los dos, porque no ha de quedar un gallo que cante. Lo que siento es que matarán también los caballos y mis hermanos se quedarán sin ellos.
A esta reflexión repuse: —No nos asesinarán, porque les daré todo lo que tengo.
No estaba lejos el puente. El carro enemigo se detuvo, algo fuera del camino. Yo dije a Filofei: —Estamos perdidos, hermano; perdóname que te haya traído a morir.
—¿Qué falta he de perdonaros, señor? Nadie puede esquivar la suerte fatal. Vamos, pues, y sea lo que Dios quiera.
Puso los caballos al trote y un momento después estuvimos junto a la terrible "telega" que nos aguardaba. Todos sus ocupantes estaban mudos. Ya no había cantos, ni risas. Todo en tranquilidad sombría, como cuando el halcón o el águila van a caer sobre la presa.
El hombre gigantesco bajó de su asiento y vino hacia nosotros. Filofei, instintivamente, paró los caballos. El gigante, afectando un tono cortés, pero con voz chocarrera y aflautada, pronunció este discursito: —Respetable señor: venimos de un honesto festín, de una modesta boda. Acabamos de casar a uno de nuestros muchachos, y le hemos dado tanto de beber, que ya no se puede tener en pie. Buena gente, buenos trabajadores. Hoy hemos bebido bastante, pero para mañana no nos queda ni un "kopeck" para una copita. ¿Tendríais la gentileza de darnos algunas monedas? Quisiéramos nada más que una botella por hocico, nos la beberíamos a vuestra salud. Si no os agrada hacerlo..., ¡caramba!..., no debe sorprenderos lo que pueda ocurrir.
Yo no sabía qué pensar. El gigante no se movía. Un oblicuo rayo de luna iluminaba su cara. Todo era sonrisa en su rostro, los ojos vivos, la boca maliciosa; los dientes finos y largos parecían aguardar algo.
—Con mucho gusto —dije sacando mi bolso. Y le di dos rublos.
—Muchas gracias. —Y yendo a su carro gritaba—: Hijos, bendecid a este viajero; nos regala dos rublos.
Sus camaradas respondieron con un ¡hurra!
—¡Hasta la vista! —me saludó el gigante—. ¡Hasta la vista!
Eso fue todo. El carro se alejó, subió una cuesta, desapareció. Ya no hubo más ruido, ni gritos, ni cascabeles.
Pasó un buen rato antes de que pudiéramos recobrarnos.
—¡Qué hombre más raro! —dijo por fin Filofei. Y repetidas veces se santiguó—. Verdaderamente un hombre extraño, con una cara tan alegre. Ha de ser un buen tipo. Sin embargo, no nos dejaba pasar. En fin, todo salió bien.
Yo no decía nada. Pero experimentaba una sensación de bienestar. "No ha sucedido nada grave —reflexioné—. El trance no nos ha costado caro."
Tuve cierta vergüenza de haber evocado los versos del poeta. Pero de pronto me distraje con una idea: —Filofei, ¿eres casado?
—Sí, barin.
—¿Tienes hijos?
—Los tengo.
—Tú no te acordaste de ellos en el momento del peligro. Hablaste de los caballos, no de tu mujer ni de tus hijos.
—¿Y por qué había de nombrarles? No corrían peligro. Pero yo pensaba en ellos, siempre pienso en ellos.
Y después de una pausa: —Tal vez por ellos no ha permitido Dios que muramos.
—Pero puesto que no eran bandidos...
—No es posible saberlo, barin. ¿Quién ha visto nunca el alma de un semejante? El proverbio dice: "El alma de los otros es como la noche oscura." Solamente Dios es verdaderamente bueno. Sí, Dios.
Se acercaba el día cuando llegamos a Tula. Yo estaba rendido, y dormitaba.
—Mirad, pues, señor —dijo Filofei—. Se han quedado en la taberna; allí se ve la "telega". Efectivamente: allí estaba el carro, y a la puerta de la taberna asomó el gigante. Al vernos, se descubrió y saludando nos dijo: —Acabamos de beber vuestro dinero. Y tú, cochero, ¡buen susto te has llevado!
—Muy alegre está el hombre —observó Filofei. Entramos por fin en Tula. Compré plomo, té, vino, y escogí un caballo en casa de un negociante. Regresamos a mediodía. El cochero, alegre con unas copas de vino, me refirió cuentos festivos.
Cuando llegamos al sitio donde nos alcanzó la "telega", me dijo: —¿Recordáis cómo repetía: "Hay ruido, hay ruido"?
Su salida le pareció muy graciosa, y se rió a carcajadas.
'De vuelta a su aldea, por la noche, conté a Jermolai nuestra aventura. Pero estaba en ayunas y no me atendió demasiado. Se conformó con decir: "¡Ah, sí!", que tanto manifestaba indiferencia como reproche.
Dos días después me informé que un rico comerciante había sido asesinado en el camino a Tula. Me pareció mentira, y sólo di crédito a la versión cuando me la confirmó un oficial de policía.
Los asesinos, ¿serían aquella gente del carro? Y el comerciante asesinado, ¿no sería el muchacho de quien tan chistosamente referían que no pudo tenerse en pie?
Permanecí algunos días más en la aldea de Filofei. Invariablemente, al verle, le decía: —Hay un ruido, hay un ruido. Y él me respondía riendo: —Es un hombre alegre, muy alegre.
VIII LA CITA
Un día, en otoño, una lluvia fina, como polvo, caía desde por la mañana. A intervalos, débiles rayos de sol atravesaban las nubes, que se deshacían o saltaban las unas sobre las otras, descubriendo entonces: la bóveda azul, tranquila y límpida, formando como un hermoso lago de azur.
Sentado en un cómodo lecho de musgo espeso escuchaba la voz de la selva.
Sobre mi cabeza el follaje estaba casi inmóvil. Y yo percibía, en el roce apenas perceptible de las hojas, el rumor característico de la estación. No era el temblor alegre que producen, en la primavera, las hojitas nuevas; no era tampoco la blanda languidez opulenta del verano, ni los tristes adioses al comenzar el invierno, sino algo como un murmullo en un sueño.
Un viento ligero, a rachas, inclinaba unas contra otras las altas cimas de los árboles. Cuando brillaba el Sol, el interior del bosque, ligeramente velado por los vapores de la humedad, se iluminaba y parecía sonreír. Los troncos esbeltos de los abedules tenían reflejos tornasolados de raso, y las hojas, en el suelo, producían la ilusión de una lluvia de oro.