Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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—Ya lo había dicho —replicó el médico— que no llegaría ni siquiera a Moscú, mucho menos a Italia, sobre todo con este tiempo.

—¡Qué haremos, Dios mío! — exclamó el marido llevándose la mano a la frente—. Ponlas por aquí —indicó en esto al camarero que entraba con las viandas.

—Más hubiera valido quedarnos —repuso el médico, encogiéndose los hombros.

—Pero, ¿qué podía yo hacer? — contestó el marido—.

Hice cuanto era posible por impedir el viaje; alegué que tenía pocos recursos, que no podíamos abandonar a los niños, ni mis negocios. Mi mujer no quiso oírme. Al contrario, seguía forjándose planes de nuestra vida en el extranjero, como su estuviera buena y sana.

Decirle, por otra parte, el estado en que se hallaba, seria matarla.

—Y a fe que está perdida. Vassily Dmitriovich: es menester que usted lo sepa. No hay ser que pueda vivir sin pulmones; y tampoco son éstos cosa que retoñe. Es triste, dolorisísimo, pero, ¿qué remedio?

Nuestro deber común consiste ahora en hacerle lo más soportable posible los días que le quedan de vida. Sería bueno buscar un confesor en este pueblo…

—¡Ah, Dios mío! ¡Considere mi angustia al tener que recordar a mi esposa que debe expresar su postrera voluntad! No, ocurra lo que ocurra, no se lo diré, Ud. sabe, doctor, lo buena que es ella.

—Sin embargo, debe usted tratar de persuadirla para que se quede hasta el invierno —insistió el doctor sacudiendo significativamente la cabeza—.

Pues de otro modo, puede suceder algo muy grave en el camino…

—¡Axiucha, Axiucha, óyeme! — gritó con voz chillona la hija del encargado de la posta, quien al mismo tiempo hacía de alguacil. Y echándose el pañolón a la cabeza, insistió ruidosa:

—Axiucha, vamos a ver a la señora de Shirkinsk.

Dicen que la llevan al extranjero y que está muy enferma del pecho. ¡Yo nunca he visto cómo se ponen los tísicos!

Axiucha salió a la puerta y, asidas ambas de las manos, corrieron hacia el zaguán.

Aflojaron el paso al pasar cerca del coche, y atisbaron por la ventanilla, que estaba abierta. La enferma levantó la cara para mirarlas, y habiendo notado la curiosidad de las dos muchachas, hizo una mueca y se volvió al otro lado.

—¡Madre mía! — exclamó la hija del posadero, tras de volver precipitadamente la cara—.

¡Qué hermosa debe de haber sido, y en qué lamentable estado se halla ahora! ¡Infunde pavor!

¿Has visto, Axiucha?

—¡De veras, qué flaca está la pobre! –afirmó Axiucha—. ¿Vamos a verla otra vez?

Fingiremos que vamos a la noria… ¡Qué lástima, Macha!

—¡Dios mío; pero cuánto lodo hay aquí! –exclamó Macha. Y las dos regresaron a toda prisa hacia el zaguán.

—Se ve que he de estar hecha un horror —reflexionó la enferma—. ¡Dios mío, haz que lleguemos al extranjero, que allí podrá quizá curarme rápidamente! — Y, ¿qué hay, como te sientes, amiga mía? –preguntó de pronto el marido, y acercóse al estribo masticando todavía.

«Siempre la misma pregunta; pero eso sí, ¡no deja de comer!», pensó la enferma, y murmuró entre dientes: — ¡Bien!

—Sabes, esposa mía, que temo mucho que empeore tu salud si continuamos el viaje con este tiempo tan malo. Y Eduardo Ivanovich opinó lo mismo. ¿No crees que sena mejor regresar?

Ella guardó silencio, descontenta.

—Durante el invierno, el tiempo y los caminos estarán quizá mejor. Tú te habrás restablecido, y podremos entonces venir con los niños.

Ella, exasperada: — Perdóname; pero si yo no te hubiera escuchado podía estar a estas fechas en Berlín y completamente restablecida.

—Y, ¿cómo remediarlo, ángel mío? Tú sabes que era imposible marcharnos entonces. En cambio ahora, si nos quedamos un mes más, tu podrás restablecerte; yo habré arreglado todos mis negocios y podremos traer a los niños con nosotros.

—¡Los niños están sanos, y yo no…!

—Es verdad, amiga mía, pero debes comprender que con el mal tiempo que hace ahora, como empeore tu salud en el camino… Si estuvieran al menos en casa…

—Cómo…, ¿en casa?…. ¿morir en casa? — repuso la enferma muy asustada. La palabra «morir» le causaba un visible espanto, pues se quedó extática frente al marido, en actitud de súplica. Él bajo los ojos y calló. La boca de la enferma se contrajo ingenuamente, y de sus dos grandes ojos comenzaron a rodar las lágrimas. El marido se cubrió el rostro con el pañuelo, y se alejó del coche sin decir palabra.

—¡No, yo iré de todos modos! — repetía la pobre tísica, levantando los ojos al cielo; cruzó las manos y balbuceó con voz entrecortada—: Padre Eterno, ¿qué crimen he cometido para que me castigues de este modo? — . Y de sus ojos corría el llanto cada vez más abundante. Rezó largo tiempo ardorosamente. Pero el dolor arreciaba, oprimíale paulatina, pero fatalmente, el pecho.

El cielo, el camino, la campiña, todo era gris, sombrío aquel día. Y aun la niebla, ni más espesa ni más transparente, caía sobre los tejados, sobre los carruajes y sobre los basteados abrigos de pieles de los aurigas, quienes entre francas charlas de vocablos malsonantes enjaezaban las bestias.

El coche estaba listo. Pero el postillón no aparecía. Había entrado en la choza de los cocheros, donde hacía un calor sofocante. Estaba oscura y olía a pan recién cocido, a coles y a piel de carnero.

Varios cocheros charlaban en la estancia, mientras la cocinera iba y venía muy atareada alrededor de la estufa. Sobre la campana de la estufa, en un descanso a manera de lecho, estaba un enfermo, echado entre pieles de carnero.

—¡Tío Fedor, óigame, tío Fedor! — gritó desde abajo un mozalbete, cochero también, que lucía abrigo de pieles y un látigo encajado entre los pliegues del cinturón, y que acababa de entrar en la fonda.

—¡Ea, buen chico, deja en paz a Fedor! — dijo uno de los otros cocheros—. ¿No ves que te están esperando en el carruaje?

—¡Quería pedirle sus botas! — respondió el mozo, y al decir esto sacudió las melenas y se metió los guantes bajo el cinturón—. ¿Dónde duermes, tío Fedor? — insistió cada vez más cerca de la estufa.

—¿Qué cosa dices? — inquirió una voz débil a tiempo que se asomaba desde lo alto de la campana el rostro demacrado y calenturiento de un hombre que, con mano enflaquecida y llena de vello, tiró del abrigo de jerga sobre un hombro anguloso, cubierto tan sólo con una camisa sucia. Dame qué beber, hermano. ¿Qué deseabas?

El mozo le tendió un jarro de agua.

—Quería decirte una cosa, Fedia, comenzó con reticencia—. Yo me figuro que tú no vas a necesitar ya tus botas nuevas. ¿Por qué no me las regalas?, ¡al fin que tú ya no has de caminar, tío Fedor!…

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