Crimen y castigo
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La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
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Arcadio Ivanovitch se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la cara. Seguidamente le dijo que volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave por aquella madre que era un ejemplo de prudencia.
Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria. Pero la inteligente madre resolvió inmediatamente ciertos puntos importantes. Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada continuamente en negocios de gran importancia y que estaba relacionado con los personajes más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había decidido hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía decirse del regalo en dinero que acababa de hacer a su prometida. Tratándose de un hombre así, uno no debía asombrarse de nada. Ciertamente, había motivo para sorprenderse al verle tan empapado, pero mayores extravagancias se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo no les importaban las murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era la opinión ajena.
Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo, habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la cama, perpleja y un poco triste.
Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta ... La lluvia había cesado, pero el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y echó a andar, internándose en la avenida... Durante cerca de media hora estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.» Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían ciertos indicios de animación.
Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión interrogante.
—¿Tienen té? —preguntó el huésped.
—Sí.
—¿Y qué más?
—Ternera, vodka, fiambres...
—Tráigame un trozo de carne y té.
—¿Nada más? —preguntó el sirviente con cierto asombro.
—Nada más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.
«Este lugar no debe de ser muy decente —pensó Svidrigailof—. ¿Cómo es posible que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino. Me gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»
Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.
Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a otra con voz plañidera.
Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la bujía y enseguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética, recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. De vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía. Sobre la mesa había un cabo de vela que estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios tamaños, pan, cohombros y tazas de té.
Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigailof dejó su puesto de observación y volvió a sentarse en la cama. Al traerle el té y la carne, el harapiento mozo no pudo menos de volverle a preguntar si quería alguna otra cosa, pero de nuevo recibió una respuesta negativa y se retiró definitivamente. Svidrigailof se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en calor. Pero no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el apetito. Se despojó del abrigo y de la americana y se introdujo entre las ropas del lecho. Se sentía molesto.
«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.
La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación, fuera rugía el viento. Llegaba de un rincón ruido de ratas; además, un olor de cuero y de ratón llenaba la pieza. Svidrigailof fantaseaba tendido en su lecho. Las ideas se sucedían confusamente en su cerebro. Deseaba que su imaginación se detuviera sobre algo. Pensó:
«Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del ramaje agitado por el viento. ¡Cómo odio este rumor de follaje en las noches de tormenta! Es verdaderamente desagradable.»
Y recordó que hacía un momento, al pasar por el parque Petrovitch, había experimentado la misma ingrata sensación. Luego pensó en el Pequeño Neva y volvió a estremecerse como se había estremecido hacía un rato cuando se había asomado a mirar el agua.
«Nunca he podido ver el agua ni en pintura.»
Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír de nuevo.
«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería tenerme sin cuidado. Sin embargo, estoy procediendo como el animal que lucha por conseguir un buen sitio... ¡En estas circunstancias...! Lo mejor habría sido ir en seguida a Petrovski Ostrof. Pero no, me han dado miedo el frío y las tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables...! Pero ¿por qué no he apagado ya la vela?»