Aguas Primaverales
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Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 a?os que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el coraz?n de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pasteler?a familiar de la chica y as? estar m?s cerca de ella.
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Sólo Tartagliaestaba enteramente alegre. Corría dando furiosos ladridos tras de los tordos que levantaba al paso; cruzaba los barrancos, saltaba por encima de los troncos y de las raíces, se tiraba al agua lamiéndola con avidez; se sacudía, gimoteaba, luego salía disparado otra vez como una flecha, dejando colgar su lengua roja hasta encima del hombro. Por su parte, HerrKlüber hacía todo lo que juzgaba necesario para divertir a la sociedad. Invitó a sus compañeros a sentarse a la sombra de un copudo roble, y sacando del bolsillo un librito titulado Knallerbsen, oder du sollst wirst lachen(Petardos, o Debes reírte y te vas a reír) se creyó en el caso de leer las anécdotas escogidas de que ese libro estaba lleno. Leyó una docena sin provocar mucha alegría. Sólo Sanin, por urbanidad, enseñaba los dientes. En cuanto a HerrKlüber, después de cada anécdota, dejaba oír una risita de pedagogo, modificada como siempre por un tinte de condescendencia. Hacia mediodía volvieron todos a Soden al mejor restaurante de la comarca.
Tratábase de tomar disposiciones para la comida.
HerrKlüber propuso realizar este acto en un pabellón cerrado por todas partes, im gartensalon; pero Gemma se sublevó de pronto contra esto, y dijo que no comería sino al aire libre, en el jardín, en una de las mesitas puestas delante del restaurante; que le aburría ver siempre las mismas caras, y que deseaba tener otras a la vista. Varios grupos de recién venidos se habían sentado ya alrededor de esas mesitas.
Mientras Klüber, sometiéndose con condescendencia “al capricho de su futura”, iba a entenderse con el camarero en jefe, Gemma permaneció de pie, inmóvil, con los ojos bajos y los labios apretados; sentía que Sanin no apartaba de ellas su mirada, casi interrogadora, y hubiérase dicho que eso le causaba enfado. Por fin regresó Klüber, anunciando que la comida estaría dispuesta dentro de media hora, y propuso jugar una partida de bolos para esperar.
Eso es muy bueno para abrir el apetito, ¡je, je, je! —añadió. Jugaba a los bolos magistralmente; al arrojar las bolas, tomaba posturas magníficas, hacía valer la musculatura de los brazos y piernas, balanceándose con gracia en un pie. Era un atleta en su género; estaba sólidamente configurado. Y luego, ¡eran tan blancas, tan bellas, sus manos! ¡Y se las enjugaba con tan rico pañuelo de seda de la India, con flores de color amarillo de oro!
Llegó la hora de comer, y toda la compañía se puso a la mesa.
XVI
Sabido es de lo que consta una comida alemana: una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta cubiertas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado y patatas viscosas, envueltas en una grasa blanquizca; una anguila azulada con salsa de alcaparras en vinagre; un asado con conservas en vinagre, y el imprescindible mehlspeise; especie de puddingrociado con una salsa roja agrilla; en cambio, vino y cerveza muy presentables: Tal era la comida que el fondista de Soden presentó a sus huéspedes.
Por lo demás, esa comida pasó muy bien. En verdad, no se hizo notar por una animación particular, aun cuando HerrKlüber brindó: “¡Por lo que nos es querido! ( Was wir feben!) Todo se realizó de la manera más decente y digna. Después de la comida sirvióse un café ácido y rojizo, un verdadero café alemán. HerrKlüber, como galante caballero, pedía a Gemma permiso para fumar un cigarro, cuando de pronto ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagradable y hasta indigna...
Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habían instalado en una de las mesas próximas. Por sus miradas y cuchicheos, podía adivinarse sin esfuerzo que les había llamado la atención la hermosura de Gemma. Uno de ellos, que probablemente había estado en Francfort, miraba a la joven como se mira a una persona conocida; era claro que sabían quién era. De pronto se levantó vaso en mano — los señores oficiales habían hecho ya numerosas libaciones, y el mantel estaba cubierto de botellas delante de ellos— y acercóse a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era un jovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio soso, aunque con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sensiblemente alterada por el vino que había bebido. Sus mejillas estaban estiradas e inflamados los ojos que vagaban de acá para allá con una expresión insolente. Sus camaradas, después de intentar contenerle, le dejaron ir. Empezado el melón, era preciso ver en qué paraba aquello.
El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo delante de Gemma, y con voz que querría hacer segura, pero en la cual, a pesar suyo, se revelaba una lucha interior, exclamó:
—¡Brindo por la salud de la más hermosa botillera que hay en Francfort y en el mundo entero! (De un sorbo se tragó todo el contenido del vaso). ¡Y en recompensa, tomo esta flor cogida por sus divinos dedos!
Y cogió una rosa que había junto al plato de Gemma. Asombrada al pronto y asustada, ésta se puso pálida como una muerta; después, trocándose en ira su espanto, se ruborizó hasta la raíz de sus cabellos. Sus ojos, fijos en el insultante, se oscurecieron de tinieblas y relámpagos de una indignación desbordada...
El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algunas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban sus amigos, quienes le acogieron con sonrisas y ligeros aplausos.
HerrKlüber se levantó bruscamente, se irguió con toda su estatura, y calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero no muy alto: —¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! ( Unerhórt! unerhórt! Frechheit)
Enseguida llamó al mozo con voz severa, y no sólo pidió que le trajesen en el acto la cuenta, sino que además ordenó que enganchasen el coche, y añadió que era imposible que personas distinguidas viniesen a este establecimiento, puesto que en él se insultaba. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojos a HerrKlüber, y fijó en él la misma mirada que había arrojado al oficial, Emilio temblaba de rabia.
—Levántese usted, mein Fraülein—profirió HerrKlüber, siempre con idéntica severidad—, no conviene que permanezca usted aquí. Vamos a meternos en el interior del restaurante.
Gemma se levantó sin decir nada. Le presentó él su torneado brazo, puso ella el suyo encima, y HerrKlüber se dirigió entonces al restaurante con un andar majestuoso, cada vez más majestuoso y arrogante conforme se alejaba d el teatro de los sucesos. El pobre Emilio siguió todo trémulo.
Pero mientras que HerrKlüber ajustaba la cuenta con el mozo, a quien no dio ni un kreutzerde propina, para castigarle por lo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesa de los oficiales, y dirigiéndose al que había insultado a Gemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a los demás, uno tras otro, con voz clara, pronunció en francés estas palabras:
—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de un hombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo a decirle a usted que es un fatuo mal educado!