El maestro y Margarita
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—¡Me están matando! ¡Milicias! ¡Me están matando los bandidos! aprendió, por lo visto, el idioma hasta entonces desconocido, como resultado de la conmoción.
Se cortó el silbido del portero y entre el tumulto de emocionados compradores aparecieron, aproximándose, los cascos de dos milicianos. Pero el pérfido Popota, igual que se echa agua en el banco de un baño público, roció el mostrador de la confitería con la gasolina de su hornillo y ésta se encendió en seguida. El fuego se alzó y se extendió a lo largo del mostrador, comiéndose las bonitas cintas de papel en las cestas de fruta. Las dependientas corrieron pegando gritos, y en seguida se incendiaron las cortinas de lino de las ventanas y en el suelo ardió la gasolina.
El público, con locos alaridos, se echó hacia atrás en la confitería, aplastando a Pável Iósifovich, innecesario ya. De detrás del mostrador de la sección de pescados los vendedores salieron en fila india, con los afilados cuchillos en la mano, y se dirigieron corriendo hacia la salida de servicio.
Una vez que se hubo liberado del barril, el ciudadano color lila, cubierto por completo de grasa de arenque, pasó por encima del salmón del mostrador y siguió a los vendedores. Sonaron y cayeron los cristales de la puerta; la gente los rompía para salvarse. Los dos sinvergüenzas, Koróviev y el glotón de Popota, desaparecieron. ¿Por dónde? Nadie lo sabe. Más tarde, los testigos presenciales del incendio en el Torgsin contaban que los dos bandidos volaron hacia el techo y allí explotaron, como dos globos de niño. Claro, que fuera precisamente así, se puede poner en duda, pero como no lo sabemos seguro, no decimos nada.
Lo que sí sabemos es que un minuto después de lo sucedido en el mercado Smolenski, Popota y Koróviev estaban en la acera del bulevar, en frente de la casa de la tía de Griboyédov. Koróviev, pasando ante la reja, dijo:
—¡Bah! ¡Si es la casa de los escritores! Sabes qué te digo, que he oído muchas cosas buenas y favorables sobre esta casa. Fíjate en ella, amigo mío. Es agradable pensar que bajo este tejado se ocultan y están madurando infinidad de talentos.
— Como las piñas en los invernaderos — dijo Popota, subiéndose sobre la base de hormigón de la reja, para ver mejor la casa color crema con columnas.
— Eso es — asintió Koróviev, compartiendo la idea de su amigo inseparable—. Y qué emoción tan dulce envuelve el corazón cuando piensas que en esta casa madura el futuro autor de Don Quijote o del Fausto, o ¿quién sabe? de Almas muertas. ¿Eh?
— Da miedo pensarlo.
— Pues sí —seguía Koróviev—, se pueden esperar cosas sorprendentes de los invernaderos de esta casa, que ha reunido bajo su techo a varios ascetas, decididos a consagrar su vida al servicio de Melpómenes, Polihimnia y Talía. ¿Te imaginas el jaleo que se va a organizar cuando uno de ellos ofrezca al público de lectores El revisor o, en último caso, Eugenio Oneguin?
— Pues podía pasar — asintió de nuevo Popota.
— Sí —continuaba Koróviev, levantando un dedo con aire preocupado—. ¡Pero!… ¡Pero, digo yo y repito el «pero»!… ¡Si a estas delicadas plantas de invernadero no les ataca algún microbio, no les pica las raíces, si no se pudren! ¡Porque esto ocurre con las piñas! ¡Y tanto que ocurre!
— Por cierto — se interesó Popota, metiendo su cabeza redonda entre las rejas—, ¿qué están haciendo en esa terraza?
— Están comiendo — replicó Koróviev—. Además, mi querido amigo, en esta casa hay un restaurante que no está mal y es bastante barato. Y a propósito, como todo tuista que se prepara a emprender un viaje largo, siento deseos de tomar algo y beberme una gran jarra de cerveza helada.
— Yo también — contestó Popota, y los dos sinvergüenzas se dirigieron por el caminito asfaltado bajo los tilos hacia la terraza del restaurante, que no presentía la desgracia.
Una ciudadana pálida y aburrida, con calcetines blancos y boina del mismo color con un rabito, se sentaba en una silla vienesa a la entrada en la terraza, en una esquina donde había un hueco en el verde de la reja cubierta de plantas trepadoras. Delante de ella, en una simple mesa de cocina, había un libro gordo, parecido a un libro de cuentas, en el que la ciudadana apuntaba con objetivo desconocido a todos los que entraban.
Y precisamente esa ciudadana paró a Koróviev y a Popota.
— Los carnets, por favor — dijo ella mirando sorprendida los impertinen
tes de Koróviev y el hornillo de Popota y su codo roto. — Mil perdones, pero, ¿qué carnets? — pregunto Koróviev, extrañado. — ¿Son ustedes escritores? — preguntó a su vez la ciudadana. — Naturalmente — contestó Koróviev con dignidad. — ¡Sus carnets! — repitió la ciudadana. — Mi encanto… — empezó dulcemente Koróviev. — No soy ningún encanto — le interrumpió la ciudadana. — ¡Ah! ¡Qué pena! — dijo Koróviev con desilusión y continuó—: Bien, si
usted no desea ser encanto, lo que hubiera sido muy agradable, puede no serlo. Dígame, ¿es que para convencerse de que Dostoievski es un escritor, es necesario pedirle su carnet? Coja cinco páginas cualesquiera de alguna de sus novelas y se convencerá sin necesidad de carnet de que es escritor. ¡Y me sospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué crees? — Koróviev se dirigió a Popota.
— Apuesto a que no lo tenía — contestó Popota, dejando el hornillo en la mesa junto al libro y secándose con la mano el sudor de su frente, manchada de hollín.
— Usted no es Dostoievski — dijo la ciudadana, desconcertada, dirigién
dose a Koróviev. — ¿Quién sabe? ¿quién sabe? — contestó él. — Dostoievski ha muerto — dijo la ciudadana, pero no muy convencida. — ¡Protesto! — exclamó Popota con calor—. ¡Dostoievski es inmortal! — Sus carnets, ciudadanos — dijo la ciudadana. — ¡Esto tiene gracia! — no cedía Koróviev—. El escritor no se conoce por su carnet, sino por lo que escribe. ¿Cómo puede saber usted qué ideas artísticas bullen en mi cabeza? ¿O en ésta? — y señaló la cabeza de Popota, que hasta se quitó la gorra para que la ciudadana pudiera verla mejor.
— Dejen pasar, ciudadanos — dijo la mujer nerviosa ya.
Koróviev y Popota se apartaron para dejar paso a un escritor vestido de gris, con camisa blanca, veraniega, sin corbata; con el cuello de la camisa abierto sobre el cuello de la chaqueta. Llevaba un periódico bajo el brazo. El escritor saludó amablemente a la ciudadana; al pasar escribió en el libro, previamente abierto, un garabato y se dirigió a la terraza.
— No, no será para nosotros — habló con tristeza Koróviev-la jarra helada de cerveza, con la que hemos soñado tanto, nosotros, pobres vagabundos. Nuestra situación es triste y difícil y no sé cómo salir de ella.
Popota se limitó a abrir los brazos con amargura y colocó la gorra en su cabeza redonda, cubierta de pelo espeso que recordaba mucho la piel de un gato.
En ese momento una voz muy suave, pero autoritaria, sonó encima de la ciudadana.
— Déjeles pasar, Sofía Pávlovna.
La ciudadana del libro de registro se sorprendió. Entre el verde de la verja surgió el pecho blanco de frac y la barba en forma de puñal del filibustero. Miraba amistosamente a los dos tipos dudosos y harapientos e incluso les hacía gestos de invitación. La autoridad de Archibaldo Archibáldovich era algo muy palpable en el restaurante que él dirigía y Sofía Pávlovna preguntó con docilidad a Koróviev:
—¿Cómo se llama usted?
— Panáyev — respondió él con finura. La ciudadana apuntó el apellido y echó una mirada interrogante a Popota.
— Skabichevski [21] —dijo él, señalando el hornillo, Dios sabe por qué. Sofía Pávlovna lo apuntó también y acercó el libro a los visitantes para que firmaran. Koróviev puso «Skabichevski» enfrente del apellido «Panáyev» y Popota escribió «Panáyev» enfrente de «Skabichevski».
Archibaldo Archibáldovich, sorprendiendo a Sofía Pávlovna con una sonrisa seductora, conducía a los huéspedes a la mejor mesa, donde había una sombra tupida y donde el sol jugaba alegremente por uno de los huecos de la verja con trepadora verde. Mientras, Sofía Pávlovna, parpadeando de asombro, estuvo largo rato estudiando las extrañas inscripciones que habían dejado los inesperados visitantes.
