Desesperacion
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“Desesperaci?n es una impagable joya literaria, una original?sima variaci?n sobre el tema del doble en la que la inveterada astucia narrativa de su autor se combina con su diab?lico sentido del humor. La historia empieza el d?a en que un fabricante de chocolate tropieza con un vagabundo que le parece su sosias. Cuando, m?s adelante, su negocio comience a hundirse, decidir? llevar a cabo un crimen perfecto que le permitir? cobrar su propio seguro de vida y vivir feliz para siempre jam?s. Pero lo que importa no es tanto la historia como, en primer lugar, la voz de quien la cuenta, un narrador tan fatuo e ingenioso, tan brillante y chiflado, tan seductor y espeluznante como el Humbert de Lolita. Y, al lado de este gran hallazgo, la infinidad de juegos, parodias, acertijos, burlas y bufonadas continuas que la apabullante inteligencia de Nabokov va proponi?ndole al lector a medida que progresa el relato. Un relato que le permite, no solamente exponer algunas de sus teor?as literarias, lanzar diversas diatribas contra los cr?ticos mentecatos de toda especie, y burlarse de todo lo divino y todo lo humano con una euforia de la que s?lo es capaz un escritor tan en posesi?n como ?l de unas inmensas facultades”.
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Por lo demás, mi felicidad conyugal era completa. Ella me amaba sin reservas, sin volver la vista atrás; su devoción parecía formar parte de su naturaleza misma. No tengo ni idea del motivo por el cual he vuelto a recaer en el tiempo pasado; pero, sea como fuere, mi pluma se siente más cómoda de ese modo. Sí, ella me amaba, me amaba fielmente. Le gustaba examinar mi rostro desde aquí y desde allí; con el índice y el pulgar formando un a modo de compás, medía mis rasgos: la zona más bien espinosa que se extendía entre la base de la nariz y el labio superior, con su alargado surco central; la espaciosa frente, con sus relieves gemelos en las cejas; y la uña de su meñique seguía los pliegues que se formaban a ambos lados de mi boca, siempre cerrada e insensible a sus cosquilieos. Una cara grande y no precisamente sencilla; modelada con cierto orden especial; provista de cierto brillo en los pómulos, y con las mejillas levemente ahuecadas y, cuando llevaba dos días sin rasurar, cubiertas por un rastrojo piratesco, rojizo bajo ciertas iluminaciones, exactamente igual que la barba de él. Sólo nuestros ojos no eran del todo idénticos, pero el parecido que los unía era un simple lujo; porque los de él permanecían cerrados en aquel su cuerpo tumbado en tierra ante mí, y aunque nunca he visto en realidad, sólo sentido, mis párpados cerrados, sé que no diferían en absoluto de sus aleros oculares. Bonita expresión ésta, algo recargada pero magnífica; bienvenida sea a mi prosa. No, no me estoy excitando en lo más mínimo; mantengo un perfecto control sobre mí mismo. Si de vez en cuando aparece mi cara, como asomándose tras un seto, tal vez para fastidio del lector mojigato, en realidad sólo es para beneficio de éste: que vaya acostumbrándose así a mi semblante; entretanto, yo me reiré bajito cada vez que no sepa si se trata de mi cara o de la de Félix. ¡Estoy aquí! Y ahora he vuelto a desaparecer; ¡o quizá no fuese yo! Sólo gracias a este método puedo confiar en enseñarle una lección al lector, demostrarle que nuestro parecido no era imaginario, sino una posibilidad real, más aún... un hecho real, sí, un hecho, por fantasioso y absurdo que pueda parecer.
A mi vuelta de Praga, me encontré a Lydia metida en la cocina y dedicada a batir un huevo en un vaso, o «glugli-glogli», como lo llamábamos nosotros. «Dolor de garganta», me dijo con su voz infantil; luego dejó el vaso encima de la cocina, se secó sus labios amarillos con el revés de la muñeca, y pasó a besarme la mano. Llevaba un vestido rosa, medias rosadas, zapatillas viejas. El sol del ocaso cuadriculaba la cocina. Comenzó otra vez a revolver con la cucharilla aquella pasta espesa y amarillenta, haciendo crujir levemente los granitos de azúcar, la mezcla se mantenía aún grumosa, la cucharilla no giraba libremente ni con la aterciopelada ovalidad requerida. Sobre la cocina reposaba un viejo libro abierto. En el margen había una nota escrita por algún desconocido, con un lápiz despuntado: «Triste pero cierto», seguido por tres signos de admiración con otros tantos y vertiginosos puntos en su base. Leí por encima la frase que tan atractiva le había parecido a uno de los predecesores de mi esposa: «El amor al prójimo —dijo Sir Reginald— es un valor muy poco cotizado actualmente en la bolsa de las relaciones personales.»
—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó Lydia mientras volvía a mover enérgicamente el mango, y con la pieza en forma de caja sujeta entre las piernas. Los granos de café crujieron, intensamente olorosos; el molinillo seguía funcionando con un esfuerzo sordo y rechinante; hasta que se produjo una suavización, una aceptación; toda resistencia había desaparecido; vacío.
No sé cómo, me sentí confundido. Al igual que en un sueño. Lo que ella hacía no era moler café sino revolver un glugli - glogli.
—Habría podido ser peor —le dije, refiriéndome al viaje—. ¿Y a ti, qué tal te ha ido?
¿Por qué no le conté mi increíble aventura? Yo, capaz de inventar para ella millones de mentiras, parecía no atreverme a contarle, con aquellos mis contaminados labios, un portento verdadero. O quizá fuese otra cosa la que me contuvo. Ningún escritor le muestra al público su primer boceto; al bebé que está en la matriz nadie le llama Tom o Linda; los salvajes no les ponen nombres a los objetos de significación misteriosa o de carácter equívoco; a la misma Lydia le molestaba que yo empezara a leer un libro que ella no había terminado todavía.
Durante varios días me sentí agobiado por ese encuentro. Curiosamente, me trastornaba la idea de que, durante todo aquel tiempo, mi doble pudiese estar arrastrándose por caminos que yo ignoraba, que pasara hambre y frío y se mojara bajo la lluvia... o que incluso hubiese pillado un catarro. Anhelaba que encontrase empleo: habría sido más dulce saber que estaba abrigado y alimentado... o que, al menos, se encontraba sano y salvo en prisión. A pesar de todo, no entraba en mis cálculos tomar medidas que pudiesen mejorar sus circunstancias. No me apetecía en lo más mínimo pagarle su manutención, y habría sido de todo punto imposible encontrarle trabajo en Berlín, pues la ciudad estaba plagada de granujas. Es más, para ser del todo franco, debo decir que me parecía en cierto modo preferible mantenerle a cierta distancia de mí, como si cualquier clase de proximidad hubiese podido malograr nuestro parecido. De vez en cuando podía mandarle algo de dinero, para evitar que resbalara y pereciera en el curso de sus lejanos extravíos, y de este modo dejara de ser mi fiel representante, la copia viva y andante de mi cara... Ideas tan amables como inútiles, pues aquel hombre carecía de señas estables. Aguardemos, pues (me dije a mí mismo), hasta que, un día cualquiera de otoño, pase por la oficina de correos de cierta población de la Sajonia.
Transcurrió mayo, y el recuerdo de Félix terminó curado en mi mente. Noto, personalmente complacido, el suave discurrir de la anterior frase: el trivial tono narrativo de las dos primeras palabras, y luego ese largo suspiro de imbécil satisfacción. Los amantes de las grandes sensaciones, sin embargo, quizás estén interesados en saber que, por lo general, la palabra curar se refiere a enfermedades o heridas. Pero menciono esto sólo de pasada, y no pretendo causarle daño a nadie. Hay además otra cosa que me gustaría resaltar, a saber, que escribir está resultándome cada vez más fácil: mi relato ha cobrado ímpetu. Ya me he subido a ese autobús (mencionado al principio), y, es más, tengo un cómodo asiento de ventanilla. Y así es como solía ir cada día a mi despacho hasta que adquirí el automóvil.
Ese verano tuvo que trabajar duro el pequeño y reluciente Icaro azul. Sí, mi nuevo juguete me cautivaba. Lydia y yo solíamos montarnos en su zumbido y recorrer así el campo durante todo el día. Siempre nos llevábamos a ese primo suyo, Ardalion, que era pintor: un alma alegre, pero un pintor horrible. En cualquier caso, era pobre como un gorrión. Cuando alguien decidía salir en un retrato pintado por él, se trataba siempre de un acto de pura y simple caridad, o de debilidad de carácter (ya que el pintor llegaba a odiosos extremos de insistencia). Yo, y también seguramente Lydia, le prestaba dinero en pequeñas cantidades; y siempre se las arreglaba, claro está, para quedarse a cenar. Debía permanentes atrasos del alquiler, y cuando lo pagaba era en especie. Más exactamente, en bodegones: manzanas cuadradas sobre manteles inclinados, o fálicos tulipanes en jarrones torcidos. Todo esto era enmarcado, pagando de su propio bolsillo, por su casera, cuyo comedor me recordaba una de esas hipócritas exposiciones vanguardistas. Se alimentaba en un restaurante ruso que había sido, por utilizar su propia expresión, «abofeteado» por él, es decir, decorado con sus cuadros; a veces empleaba frases más pintorescas incluso, pues procedía de Moscú, ciudad cuyos vecinos aprecian cierto argot zumbón, saturado de jugosas trivialidades (y que no pienso tratar siquiera de reproducir aquí).