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La cabeza del cordero

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La cabeza del cordero
Название: La cabeza del cordero
Автор: Ayala Francisco
Дата добавления: 16 январь 2020
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La cabeza del cordero читать книгу онлайн

La cabeza del cordero - читать бесплатно онлайн , автор Ayala Francisco

LA CABEZA DEL CORDERO re?ne cinco relatos que poseen la unidad tem?tica que les transmite un acontecimiento clave de la historia contempor?nea, la Guerra Civil espa?ola. Esta obra ya cl?sica de Francisco Ayala, que expresaba en forma narrativa los dolorosos recuerdos del conflicto b?lico, unas veces como presagio y otras como pasado m?s o menos pret?rito, sufri? durante largos a?os la persecuci?n de la censura del r?gimen franquista para circular despu?s libremente por Espa?a, y hoy conserva su perennidad, bien establecida en el campo de los estudios literarios.

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Mi primo recibió la propuesta con una mirada de asombro, pero no opuso resistencia alguna cuando le insistí: "¡Anda, vamos!…" Con él, no hay sino mostrarse resuelto. Sólo me pidió, con una sombra de angustia: "Cuidado, sin hacer ruido, no sea que se despierte Águeda".

Cogí la llave, y él, andando de puntillas, me condujo al cuarto de Juanita. El consabido cuarto de solterona, cerrado y todavía con olor de la noche. Abrí los postigos -ya amanecía- y, después de girar una mirada alrededor, me dirigí al pequeño pupitre, bajo una virgen del Perpetuo Socorro en bajorrelieve, de escayola pintada y dorada. Meto la llave en la cerradura (¡violación de secreto, señores!), abro, y ¡nada! Parecerá un chiste de mal gusto, una broma pesada: no había cosa alguna dentro del pupitre, nada en los cajoncillos laterales, nada en los compartimientos… ¡lo que se dice nada! Debo confesar que me sorprendí a mí mismo todo agitado, con el corazón en un hilo y apretada la garganta. Estaba parado ante el mueblecillo, y no sabía qué hacerme. Volví la vista hacia Severiano, y su expresión no decía nada: era la misma expresión triste e indiferente de antes. "¿Qué te parece esto?" -le pregunto-. "Y ¿qué quieres que te diga?" Había en su entonación una especie de renuncia, de abandono irónico; parecía burlarse de mí sutilmente; pero esta vez su flojedad no me produjo exasperación, tan desconcertado estaba yo. Me hallaba -lo confieso- anhelante, sobrecogido, desconcertado, en fin, cosa que se comprende bien con la nerviosidad de una noche en vela y la emoción de encontrarse uno de nuevo en su pueblo y entre los parientes con quienes uno se ha criado: todo eso altera la rutina de los hoteles, de las conversaciones siempre iguales que llenan los viajes de un comisionista… Le pregunté todavía a Severiano: "¿Qué hacemos, tú?" "¿Qué hemos de hacer?" Y no insistí ya en que registráramos todos los rincones de la pieza, no porque la idea no se me ocurriera (de buena gana la hubiera emprendido a coces con cuanto allí había: sillas, ropas y cuadros), sino por consideración hacía mi primo, y hasta por aburrimiento. Mi irritación había degenerado ya en aburrimiento, en ganas de escapar.

Miré el reloj. "Todavía alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco", dije. "Sí; claro que alcanzas". ("¿Conque tenemos ganas de que me vaya, eh?") "Alcanzas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno", confirmó Severiano, añadiendo sin embargo: "Pero será mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gómez".

– No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida.

Nos volvimos: era Águeda, parada junto al quicio de la puerta, con el pringoso pelo gris enrollado en trenzas.

– Gracias, prima, gracias; pero prefiero que nos despidamos ahora. Desayunaremos en el bar y en seguida ¡al tren! Me hubiera causado un gran trastorno el perderlo, como ya le dije a éste, creo.

Así se hizo todo. Severiano me acompañó, pasamos a desayunar en el bar, y luego me dejó en el tren. "¡A ver si vuelves pronto, Roquete; que no se vayan a pasar otros ocho o diez años antes de que te acuerdes de nosotros!" "¡Descuida!"

Y allá se quedó, como un pasmarote, haciendo adiós con la mano. ¿Qué se me daba a mí de toda aquella absurda historia del manuscrito? Ni siquiera estoy seguro de que todo ello no fuera una pura quimera.

(1948)

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