Por Quien Doblan Las Campanas?
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Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.
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Jordan no contestó. Miró a la muchacha, a María, y notó que tenía la garganta demasiado oprimida, para tratar de aventurarse a hablar.
María le miró y rompió a reír. Luego enrojeció de repente, pero siguió mirándole.
- Te has puesto colorada -dijo Jordan-. ¿Te pones colorada con frecuencia?
- Nunca.
- Te has vuelto a poner colorada ahora mismo.
- Bueno, me iré a la cueva.
- Quédate aquí, María.
- No -dijo ella, y no volvió a sonreírle-. Me voy ahora mismo a la cueva.
Cogió la paellera de hierro en que habían comido, y los cuatro tenedores. Se movía con torpeza, como un potro recien nacido, pero con toda la gracia de un animal joven.
- ¿Os quedáis con las tazas? -preguntó. Jordan seguía mirándola y ella enrojeció otra vez.
- No me mires -dijo ella-; no me gusta que me mires así.
- Deja las tazas -dijo el gitano-, Déjalas aquí.
Metió en el barreño una taza y se la ofreció a Jordan, que vio cómo la muchacha bajaba la cabeza para entrar en la cueva, llevando en las manos la paellera de hierro.
- Gracias -dijo Jordan. Su voz había recuperado el tono normal desde el momento en que ella había desaparecido-. Es el último. Ya hemos bebido bastante.
- Vamos a acabar con el barreño -dijo el gitano-; hay más de medio pellejo. Lo trajimos en uno de los caballos.
- Fue el último trabajo de Pablo -dijo Anselmo-. Desde entonces no ha hecho nada.
- ¿Cuántos son ustedes? -preguntó Jordan.
- Somos siete y dos mujeres.
- ¿Dos?
- Sí, la muchacha y la mujer de Pablo.
- ¿Dónde está la mujer de Pablo?
- En la cueva. La muchacha sabe guisar un poco. Dije que guisaba bien para halagarla. Pero lo único que hace es ayudar a la mujer de Pablo.
- ¿Y cómo es esa mujer, la mujer de Pablo?
- Una bestia -dijo el gitano sonriendo-. Una verdadera bestia. Si crees que Pablo es feo, tendrías que ver a su mujer. Pero muy valiente. Mucho más valiente que Pablo. Una bestia.
- Pablo era valiente al principio -dijo Anselmo-. Pablo antes era muy valiente.
- Ha matado más gente que el cólera -dijo el gitano-. Al principio del Movimiento, Pablo mató más gente que el tifus.
- Pero desde hace tiempo está muy flojo -explicó Anselmo-. Muy flojo. Tiene mucho miedo a morir.
- Será porque ha matado tanta gente al principio -dijo el gitano filosóficamente-. Pablo ha matado más que la peste.
- Por eso y porque es rico -dijo Anselmo-. Además, bebe mucho. Ahora querría retirarse como un matador de toros. Pero no se puede retirar.
- Si se va al otro lado de las líneas, le quitarán los caballos y le harán entrar en el ejército -dijo el gitano-. A mí no me gustaría entrar en el ejército.
- A ningún gitano le gusta -dijo Anselmo.
- ¿Y para qué iba a gustarnos? -preguntó el gitano-. ¿Quién es el que quiere estar en el ejército? ¿Hacemos la revolución para entrar en filas? Me gusta hacer la guerra, pero no en el ejército.
- ¿Dónde están los demás? -preguntó Jordan. Se sentía a gusto y con ganas de dormir gracias al vino. Se había tumbado boca arriba, en el suelo, y contemplaba a través de las copas de los árboles las nubes de la tarde moviéndose lentamente en el alto cielo de España.
- Hay dos que están durmiendo en la cueva -dijo el gitano-. Otros dos están de guardia arriba, donde tenemos la máquina. Uno está de guardia abajo; probablemente están todos dormidos.
Jordan se tumbó de lado.
- ¿Qué clase de máquina es ésa?
- Tiene un nombre muy raro -dijo el gitano-; se me ha ido de la memoria hace un ratito. Es como una ametralladora.
«Debe de ser un fusil ametrallador», pensó Jordan.
- ¿Cuánto pesa? -preguntó.
- Un hombre puede llevarla, pero es pesada. Tiene tres pies que se pliegan. La cogimos en la última expedición seria; la última, antes de la del vino.
- ¿Cuántos cartuchos tenéis?
- Una infinidad -contestó el gitano-. Una caja entera, que pesa lo suyo.
«Deben de ser unos quinientos», pensó Jordan.
- ¿Cómo la cargáis, con cinta o con platos?
- Con unos tachos redondos de hierro que se meten por la boca de la máquina.
«Diablo, es una Lewis», pensó Jordan.
- ¿Sabe usted mucho de ametralladoras? -preguntó al viejo.
- Nada -contestó Anselmo-. Nada.
- ¿Y tú? -preguntó al gitano.
- Sé que disparan con mucha rapidez y que se ponen tan calientes que el cañón quema las manos si se toca -respondió el gitano orgullosamente.
- Eso lo sabe todo el mundo -dijo Anselmo con desprecio.
- Quizá lo sepa -dijo el gitano-. Pero me preguntó si sabía algo de la máquina y se lo he dicho. -Luego añadió-: Además, en contra de lo que hacen los fusiles corrientes, siguen disparando mientras se aprieta el gatillo.
- A menos que se encasquillen, que les falten municiones o que se pongan tan calientes que se fundan -dijo Jordan, en inglés.
- ¿Qué es lo que dice usted? -preguntó Anselmo.
- Nada -contestó Jordan-. Estaba mirando al futuro en inglés.
- Eso sí que es raro -dijo el gitano-. Mirando el futuro en inglés. ¿Sabe usted leer en la palma de la mano?
- No -dijo Robert, y se sirvió otra taza de vino-. Pero si tú sabes, me gustaría que me leyeras la palma de mi mano y me dijeses lo que va a pasar dentro de tres días.
- La mujer de Pablo sabe leer la palma de la mano -dijo el gitano-. Pero tiene un genio tan malo y es tan salvaje, que no sé si querrá hacerlo.
Robert Jordan se sentó y tomó un sorbo de vino.
- Vamos a ver cómo es esa mujer de Pablo -dijo-; si es tan mala como dices, vale más que la conozca cuanto antes.
- Yo no me atrevo a molestarla -dijo Rafael-; me odia a muerte.
- ¿Porqué?
- Dice que soy un holgazán.
- ¡Qué injusticia! -comentó Anselmo irónicamente.