Ada o el ardor
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Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.
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¿Era ella quien había deslizado la nota en el bolsillo de su smoking?
Sí, era ella. No había podido resignarse a salir de la casa dejándole en la ignorancia de que se burlaban de él, de que le engañaban, de que le traicionaban. Y siguió diciendo, entre ingenuos paréntesis, que sabía que él la había deseado siempre y que ya tendrían tiempo de hablar más tarde. Soy tuya. Pronto amanecerá. Tu sueño se realiza al fin.
—No hables por mí —contestó Van—. No estoy de humor para hacer el amor. Y te estrangularé, palabra de honor, si no me cuentas inmediatamente todos los detalles de este asunto.
Blanche afirmó con la cabeza. El temor y la adoración se fundían en sus ojos llorosos. ¿Cuándo y cómo había comenzado aquello? En agosto. Votre demoisellehabía ido a buscar flores, y él la acompañaba, con la flauta en la mano, entre las altas hierbas. ¿Quién era él? ¿Qué flauta? Pues el músico alemán, el señor Rack. La celosa espía asistía a la escena acostada bajo su propio galán, al otro lado del seto. ¿Cómo podía hacerse aquello con el inmundo señor Rack? (el cual, un día, incluso olvidó su chaleco en un almiar). Era algo que nuestra informadora no podía llegar a comprender. Quizás era que componía canciones para la señorita Ada... Había una, bonita de veras, que fue interpretada una noche de baile en el casino de Ladore... Espere un poco que recuerde la letra... Al demonio la letra, sigue contando. Una hermosa noche estrellada, Blanche y dos galanes ocultos entre los sauces del río habían oído al señor Rack y a la señorita, que estaban en una barca amarrada. Él contaba la melancólica historia de su infancia, de sus años de miseria, de música y de soledad, y su dulce amiga lloraba al escucharle, y echaba la cabeza atrás, y él se inclinaba con avidez sobre su garganta desnuda y se la comía con sus asquerosos besos. Sin embargo, no debía haberla poseído más de una docena de veces; el alemán no era tan fuerte como cierto otro señor. ¡Oh, basta!, cortó Van. Y, en el invierno, la señorita se enteró de que él se había casado y empezó a odiar a su cruel rival. Pero en abril, cuando él comenzó a dar lecciones de piano a Lucette, la aventura se reanudó, sólo que entonces...
—Ya basta —gritó Van; y, golpeándose la frente con el puño, salió titubeando al sol del amanecer.
Eran las seis menos cuarto en el reloj de pulsera colgado de la red de la hamaca. Van tenía los pies fríos como el mármol. Se puso las zapatillas y durante un momento erró sin rumbo por el bosquecillo. El canto de los mirlos era tan rico, tan sonoro, con unas fiorituras tan exquisitamente aflautadas, que su voz hacía insoportable el suplicio de la conciencia, la suciedad de la existencia, la pérdida, la pérdida, la pérdida. Gradualmente, sin embargo, consiguió Van recuperar una apariencia de sangre fría por el fácil método de no permitir que la imagen de Ada se acercase, por ningún rodeo, a la conciencia que él tenía de sí mismo. En el vacío así producido se precipitó una multitud de prosaicas reflexiones, pantomimas del pensamiento racional.
Se dio una ducha tibia en la caseta de la piscina, realizando cada gesto con una cómica deliberación, muy lentamente, con muchas precauciones, como para no romper al nuevo, al desconocido, al frágil Van que acababa de nacer un momento antes. Contemplaba sus pensamientos que giraban, bailaban, desfilaban, hacían muecas grotescas. Así encontró el mayor placer en imaginar que una pastilla de jabón podía ser ambrosía sólida para las hormigas que se amontonaban sobre ella. ¡Y qué sensacional perecer ahogado en medio de aquella bacanal! Pensó que las leyes del honor prohibían provocar a un rival que no fuese caballero, pero que podía exceptuarse de esta regla a los artistas, pianistas o flautistas. Y, si el cobarde rehusaba, ¿qué cosa más sencilla que hacerle sangrar las encías a bofetadas, o, mejor aún, romperle la columna vertebral con un bastón bien sólido?... No había que olvidar coger uno en el vestíbulo antes de salir de aquella casa para siempre. Para siempre... ¡Qué gracia! Se divirtió, como ante un espectáculo raro y singular, de la curiosa jiga monopódica que ejecuta un compadre desnudo concentrándose en los pantalones en que trata de entrar. Atravesó, sin prisas, una galería lateral, y subió la gran escalera. La casa estaba vacía y fresca, y olía a claveles. Buenos días y adiós, cuartito. Van se afeitó, Van se cortó las uñas de los pies, Van se vistió con exquisito cuidado: calcetines grises, corbata gris y camisa de seda, traje gris recién planchado, zapatos, ¡ah, sí!, zapatos... no hay que olvidar los zapatos, sin tomarse el trabajo de poner en orden sus efectos personales, guardó una veintena de monedas de veinte dólares de oro en un monedero de gamuza, repartió por su persona pañuelo, talonario de cheques, pasaporte —y ¿qué más? No, nada—. Y, por último, clavó con un alfiler en la almohada una nota en la que pedía que se hiciese un paquete con sus cosas y se lo enviasen a la dirección de su padre. Hijo arrebatado por un alud. No se ha encontrado el sombrero. Contraceptivos se legan al Asilo de Exploradores Jubilados. Después de unos ocho decenios todo eso parece muy tonto y muy cómico. Pero aquella mañana Van Veen era un hombre muerto que realizaba los gestos de un sonámbulo imaginario. Se inclinó con un gruñido, maldiciendo su rodilla, para colocarse los esquís. La nieve caía por la pendiente. Pero sus esquís habían desaparecido, las correas eran cordones de zapatos, la pendiente era una escalera.
Bajó a las caballerizas y dijo a un joven lacayo, no mucho más despierto que él, que tenía que estar en la estación dentro de unos minutos. El lacayo pareció soprendido y Van le insultó.
iSu reloj de pulsera! Regresó a la hamaca, donde el reloj seguía suspendido de la pared. Cuando daba la vuelta a la casa para volver a las caballerizas, elevó los ojos al azar y vio en una terraza del segundo piso a una joven de cabellos negros, de unos dieciséis años de edad, con un pantalón amarillo y un bolero negro, que le hacía grandes señas —signos telegráficos, con amplios gestos rectilíneos que designaban el cielo sin nubes (¡qué cielo sin nubes!), la copa del Jacaranda en flor (¡qué flores!, ¡azules!) y su propio pie, descalzo y apoyado, en alto, en la balaustrada (¡sólo tengo que ponerme las sandalias!). Sobrecogido de horror y de vergüenza, Van vio a Van detenerse y esperar.
Ella atravesó con paso rápido el césped irisado de rocío y se acercó a él.
—Van —dijo—, tengo que contarte mi sueño antes que se me olvide. Estábamos tú y yo en una cima de los Alpes... ¿Por qué diablos te has puesto esa ropa?
—Bien, te lo voy a decir (Van hablaba con voz arrastrada, como desde el fondo de un sueño). Voy a decirte por qué. Acabo de saber de una ausente modesta pero digna de crédito... quiero decir, «una fuente», perdona, de una fuente digna de crédito, que «te derriban» detrás de cualquier seto. ¿Dónde puedo encontrar el «derribador»?
—En ninguna parte —dijo Ada, con la mayor calma del mundo y sin hacer caso, o tal vez sin advertir la grosería de aquellas palabras; había sabido desde siempre que el desastre era inevitable y que llegaría un día u otro, cuestión de tiempo, o más bien de programación por parte del destino.
—Pero existe, existe —balbuceó Van, mirando en la hierba el arco iris de un resto de tela de araña.
—Sin duda —dijo la altiva joven—, pero ayer embarcó con destino a un puerto de Grecia, o de Turquía. Y hará todo lo que pueda para que le maten, si eso puede tranquilizarte. Pero ahora escucha... Esos paseos por el bosque no quieren decir nada. ¡Escucha! Sólo fui débil un par de veces, quizás tres en total, y le has maltratado de ese modo tan bárbaro. ¡Por favor! No puedo explicarlo todo de una vez, pero acabarás por comprender. No todo el mundo es tan feliz como nosotros. Es un pobre muchacho torpe, desamparado. Todos somos almas perdidas, pero unos lo son más que otros. Él no es nada para mí. Nunca volveré a verle. No es nada, te lo juro. Pero me adora hasta la locura.
