Las aventuras de Huckleberry Finn
Las aventuras de Huckleberry Finn читать книгу онлайн
La historia se desarrolla a lo largo del r?o Misisipi, el cual recorren Huck y el esclavo pr?fugo Jim, huyendo del pasado que han sufrido con el prop?sito de llegar a Ohio. Detalles idiosincr?ticos de la sociedad sure?a como el racismo y la superstici?n de los esclavos, as? como la amistad son algunos de los temas centrales de la novela. Esta obra supone para Mark Twain un punto y aparte respecto de sus obras anteriores. Aqu? comienza una mirada pesimista sobre la humanidad que lejos de diluirse se acrecienta en siguientes creaciones como El forastero misterioso.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
—Tom, no voy a cerrar la puerta con llave, y ahí están la ventana y el pararrayos, pero vas a ser bueno, ¿verdad? ¿Y no te vas a ir? Hazlo por mí.
Dios sabe cuánto quería yo salir a ver lo que pasaba con Tom, y que no pretendía otra cosa; pero después de aquello no me habría ido ni aunque me hubieran dado reinos enteros.
Pero no podía dejar de pensar en ella y en Tom, así que dormí muy inquieto. Aquella noche me bajé por el pararrayos dos veces y fui a la entrada principal, y allí la vi sentada con su vela a la ventana, mirando al camino sin parar de llorar, y pensé que ojalá pudiera hacer algo por ella, pero no podía, salvo jurar que jamás haría nada para volver a apenarla. La tercera vez que desperté fue al amanecer, bajé por el pararrayos y allí seguía ella, con la vela casi terminada, con la vieja cabeza apoyada en la mano; se había quedado dormida.
Capítulo 42
El viejo volvió al pueblo antes de desayunar, pero no encontró ni huellas de Tom, y los dos se quedaron sentados a la mesa, pensando sin decir nada, con un aire muy triste mientras se les enfriaba el café, y sin comer nada. Al cabo de un rato el viejo va y dice:
—¿Te he dado la carta?
—¿Qué carta?
—La que me dieron ayer en la oficina de correos.
—No, no me has dado ninguna carta.
—Bueno, se me debe de haber olvidado.
Se puso a buscar en los bolsillos y luego fue a alguna parte a buscar dónde la había dejado, la trajo y se la dio. Va ella y dice:
—Pero si es de Saint Petersburg, de mi hermana.
Decidí que otro paseo me sentaría bien, pero no podía ni moverme. Antes de que pudiera abrirla la dejó caer y se echó a correr, porque había visto algo. Y yo también. Era Tom Sawyer acostado en un colchón y el viejo médico y Jim con el vestido de calicó de ella, con las manos atadas a la espalda, y un montón de gente. Escondí la carta detrás de lo primero que se me ocurrió y salí corriendo. Ella se lanzó hacia Tom, llorando, y va y dice:
—¡Ay, ha muerto, ha muerto, seguro que ha muerto!
Tom volvió la cabeza un poco y dijo algo que demostraba que no estaba bien de la cabeza, y ella subió las manos al cielo y dijo:
—¡Está vivo, gracias a Dios! ¡Y con eso me basta! Le dio un beso y se fue corriendo a la casa a preparar la cama, dando órdenes a derecha y a izquierda a los negros y a todo el mundo, a toda la velocidad que podía y a cada paso que daba.
Seguí a los hombres para saber lo que iban a hacer con Jim, y el viejo médico y el tío Silas siguieron a Tom a la casa. Los hombres estaban rabiosos y querían ahorcar a Jim para dar un ejemplo a todos los demás negros de los alrededores, para que no trataran de escaparse como había hecho Jim ni organizaran tantos jaleos y tuvieran a toda una familia casi muerta del susto días y noches. Pero los otros dijeron: «No, eso no se puede hacer; ese negro no es nuestro, y seguro que aparece el dueño y nos hace que paguemos por él». Así que se enfriaron un poco, porque la gente que tiene más ganas de ahorcar a un negro que ha hecho algo es siempre la misma que no quiere pagar por él cuando ya les ha servido para lo que querían.
Llamaron de todo a Jim y le dieron de golpes en la cabeza de vez en cuando, pero Jim no decía nada; nunca se le escapó que me conocía. Se lo llevaron a la misma cabaña, le pusieron su propia ropa y lo volvieron a encadenar, pero esta vez no a la pata de un catre, sino a una argolla enorme clavada en el tronco de abajo, y también le encadenaron las manos y las dos piernas y dijeron que no le darían nada de comer más que pan y agua hasta que apareciese su dueño o lo vendieran en una subasta, si es que no llegaba al cabo de un cierto tiempo, y rellenaron el agujero que habíamos hecho y dijeron que todas las noches habría un par de agricultores con escopeta vigilando la cabaña y con un bulldog a la puerta. Para entonces ya habían terminado su trabajo, y estaban a punto de marcharse con una especie de maldición general de despedida cuando apareció el médico viejo, que vio todo aquello y va y dice:
—No lo tratéis peor de lo necesario, porque no es un mal negro. Cuando llegué donde encontré al muchacho vi que no podía sacarle la bala sin algo de ayuda y que tampoco estaba en condiciones de dejarlo para ir a buscarla, y fue empeorando y empeorando, y al cabo de un rato perdió la cabeza y ya no dejaba que me acercara; decía que si le marcaba la balsa con una tiza me mataría y todo género de absurdos. Cuando vi que no podía hacer nada por él, me dije: «Necesito que alguien me ayude», y justo entonces apareció ese negro no sé de dónde y dijo que me ayudaría, y bien que me ayudó. Claro que pensé que debía de ser un negro fugitivo, pero así estaban las cosas, y tuve que quedarme allí todo el resto del día y toda la noche. ¡Os aseguro que ha resultado dificil! Tenía un par de pacientes con las fiebres y naturalmente me habría gustado ir al pueblo a verlos, pero no me atrevía porque el negro podía escapar y entonces sería culpa mía; sin embargo, no se me acercó ni un esquife al que pudiera llamar. De manera que allí tuve que quedarme hasta que amaneció esta mañana, y nunca he visto un negro que supiera cuidar mejor de un enfermo ni fuera más fiel, aunque para eso tenía que poner en peligro su libertad, y encima estaba agotado y se veía claramente que en los últimos tiempos había tenido mucho que hacer. Por eso me gustó ese negro; y os aseguro, caballeros, que un negro así vale mil dólares y debe recibir buenos tratos. Yo no tenía todo lo que necesitaba y el muchacho iba recuperándose igual que si estuviera en casa, y quizá mejor porque había mucha tranquilidad, pero allí estaba yo con los dos en mis manos, y allí tuve que quedarme hasta que amaneció; entonces aparecieron unos hombres en un esquife, y la suerte fue que el negro estaba sentado junto al jergón con la cabeza apoyada en las rodillas, dormido como un tronco; así que les hice señales en silencio, y se acercaron, lo agarraron y lo ataron sin que él se enterase de lo que pasaba, y no hemos tenido ningún problema. Como el muchacho también estaba medio dormido, envolvimos los remos con unos trapos, enganchamos la balsa y la remolcamos en silencio, y el negro no armó ningún jaleo ni dijo ni una palabra desde el principio. No es un mal negro, caballeros; eso es lo que tengo que decir de él.
Alguien dijo:
—Bueno, eso dice mucho de él, doctor, todo hay que decirlo.
Entonces también los demás se ablandaron un poco, y me alegré mucho de que el viejo médico se portara así de bien con Jim, y también de que aquello coincidiera con lo que había pensado de él, porque me pareció que era un hombre de buen corazón desde que lo vi. Entonces todos decidieron que Jim había actuado muy bien y que merecía alguna compensación. Así que todos prometieron, inmediatamente y de todo corazón, que no volverían a maldecirlo.
Después salieron y lo encerraron. Esperé que dijeran que podían quitarle una o dos de las cadenas, porque eran pesadísimas, o que podría comer algo de carne y de verdura con el pan y el agua, pero ni se les ocurrió, y calculé que más me valía no meterme en el asunto, sino contarle la historia del médico a la tía Sally como pudiera en cuanto pasara la tormenta que se me echaba encima; me refiero a las explicaciones de cómo se me había olvidado mencionar que a Sid le habían pegado un tiro cuando me puse a contar cómo habíamos pasado aquella noche él y yo remando entre las islas en busca del negro fugitivo.