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Por Quien Doblan Las Campanas?

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Por Quien Doblan Las Campanas?
Название: Por Quien Doblan Las Campanas?
Дата добавления: 15 январь 2020
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Por Quien Doblan Las Campanas? - читать бесплатно онлайн , автор Хемингуэй Эрнест Миллер

Nadie es una isla, completo en s? mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porci?n de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por qui?n doblan las campanas; doblan por ti.

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Robert Jordan había preguntado a Karkov cuáles habían sido sus sentimientos cuando se vio ante la necesidad de hacer tal cosa, y Karkov le había respondido que la situación no había sido muy halagüeña. «¿Cómo pensaba hacerlo usted?», le preguntó Robert Jordan, añadiendo: «No es tan fácil, como usted sabe, envenenar a la gente en un momento.» Y Karkov le había dicho: «¡Oh, sí!, cuando se tiene encima todo lo que hace falta, para el caso en que uno tenga necesidad de ello.» Luego había abierto su pitillera y había enseñado a Robert Jordan lo que llevaba en una de las tapas. «Pero lo primero que harán, si cae usted prisionero, será quitarle la pitillera -había advertido Robert Jordan-. Le harán levantar las manos.»

- Llevo también un poco aquí -había dicho Karkov, mostrando la solapa de su chaqueta-. Basta con poner la solapa en la boca, así, morder y tragar.

- Eso está mucho mejor -había dicho Robert Jordan-. Pero dígame, ¿huele a almendras amargas, como se dice en las novelas policíacas?

- No lo sé -había respondido Karkov, muy divertido-. No lo he olido jamás. ¿Quiere usted que rompamos uno de esos tubitos para olerlo?

- Será mejor que lo guarde.

- Sí -había dicho Karkov, volviendo a guardarse la pitillera en el bolsillo-. No soy un derrotista, usted me entiende; pero es posible en cualquier momento que pasemos por un percance grave, y no puede uno procurarse esto en cualquier parte. ¿Ha leído usted el comunicado del frente de Córdoba? Es precioso. Es mi comunicado preferido por el momento.

- ¿Qué dice? -preguntó Robert Jordan. Acababa de llegar del frente de Córdoba y sentía ese enfriamiento súbito que se experimenta cuando alguien bromea sobre un asunto sobre el que sólo uno tiene derecho a bromear-. ¿Qué es lo que dice?

- Nuestra gloriosa tropa siga avanzando sin perder una sola palma de terreno -había dicho Karkov, en su español pintoresco.

- No es posible -dijo Robert Jordan con tono incrédulo.

- Nuestras gloriosas tropas continúan avanzando sin perder un solo palmo de terreno -había repetido Karkov en inglés-. Está en el comunicado. Lo buscaré, para que lo vea.

Uno podía recordar a los hombres que habían muerto luchando en torno a Pozoblanco, uno por uno, con sus nombres y apellidos. Pero en el Gay lord todo aquello no era más que un motivo más para bromear.

Así era, pues, el Gaylord en aquellos momentos, y sin embargo, no siempre había habido un Gaylord, y si la situación actual era de esas que hacen nacer cosas como el Gaylord, tan lejos de los supervivientes de los primeros días, él se sentía contento por haber visto el Gaylord y haberlo conocido. «Estás ahora muy lejos de lo que sentías en la Sierra, en Carabanchel y en Usera. Te dejas corromper fácilmente. Pero ¿es corrupción o sencillamente que has perdido la ingenuidad de tus comienzos? ¿No ocurrirá lo mismo en todos los terrenos? ¿Quién conserva en sus tareas esa virginidad mental con la que los jóvenes médicos, los jóvenes sacerdotes y los jóvenes soldados comienzan por lo común a trabajar? Los sacerdotes la conservan, o bien renuncian. Creo que los nazis la conservan, pensó, y los comunistas, si tienen una disciplina interior lo suficientemente severa, también. Pero fíjate en Karkov.»

No se cansaba nunca de considerar el caso de Karkov. La última vez que había estado en el Gaylord, Karkov había estado deslumbrante a propósito de cierto economista británico que había pasado mucho tiempo en España. Robert Jordan conocía los trabajos de ese hombre desde hacía años y le había estimado siempre sin conocerle. No le gustaba mucho, sin embargo, lo que había escrito sobre España. Era demasiado claro y demasiado sencillo. Robert Jordan sabía que muchas de las estadísticas estaban falseadas por un espejismo optimista. Pero se decía que es raro también que gusten las obras consagradas a un país que se conoce realmente bien y respetaba a aquel hombre por su buena intención.

Por último, había acabado por encontrárselo una tarde durante la ofensiva de Carabanchel. Jordan y sus compañeros estaban sentados al resguardo de las paredes de la plaza de toros, había tiroteo a lo largo de las dos calles laterales, y todos estaban muy nerviosos aguardando el ataque. Les prometieron enviarle un tanque, que no había llegado, y Montero, sentado, con la cabeza entre las manos, no cesaba de repetir: «No ha venido el tanque. No ha venido el tanque.»

Era un día frío. Y el polvo amarillento volaba por las calles. Montero fue herido en el brazo izquierdo y el brazo se le estaba entumeciendo.

- Nos hace falta un tanque -decía-. Tenemos que esperar al tanque, pero no podemos aguardar más. -Su herida le había hecho irascible.

Robert Jordan había salido en busca del tanque. Montero decía que podía suceder que estuviese detenido detrás del gran edificio que formaba ángulo con la vía del tranvía. Y allí estaba, en efecto. Sólo que no era un tanque. Los españoles, por entonces, llamaban tanque a cualquier cosa. Era un viejo auto blindado. El conductor no quería abandonar el ángulo del edificio para llegar hasta la plaza. Estaba de pie, detrás del coche, con los brazos apoyados en la cobertura metálica y la cabeza, que llevaba metida en un casco de cuero, apoyada sobre los brazos. Cuando Jordan se dirigió a él, el conductor se limitó a mover la cabeza. Por fin se irguió sin mirar a Jordan a la cara.

- No tengo órdenes -dijo, con aire hosco.

Robert Jordan sacó la pistola de la funda y apoyó el cañón contra la chaqueta de cuero del conductor.

- Estas son tus órdenes -le dijo. El hombre sacudió la cabeza, metida en un pesado casco de cuero forrado, como el que usan los jugadores de rugby, y dijo:

- No tengo municiones para la ametralladora.

Hay municiones en la plaza -le dijo Robert Jordan-.

Vamos, ven. Cargaremos las cintas allí. Vamos.

- No hay nadie para disparar -dijo el conductor.

- ¿Dónde está? ¿Dónde está tu compañero?

- Muerto -respondió el conductor-; ahí dentro.

- Sácale -dijo Robert Jordan-. Sácale de ahí.

- No quiero tocarle -dijo el chófer-. Además está doblado en dos, entre la ametralladora y el volante, y no puedo pasar sin tocarle.

- Vamos -replicó Jordan-. Vamos a sacarle entre los dos.

Se había golpeado la cabeza al saltar al coche blindado, haciéndose una pequeña herida en la ceja, que comenzó a sangrar corriéndole la sangre por la cara. El muerto era muy pesado y se había quedado tan tieso que no se le podía manejar.

Jordan tuvo que golpearle la cabeza para sacársela de donde se había quedado embutida, con la cara hacia abajo, entre el asiento y el volante. Lo consiguió finalmente, pasando la rodilla por debajo de la cabeza del cadáver, luego tirándole de la cintura, y, una vez suelta la cabeza, consiguió sacarlo por la portezuela.

- Échame una mano -había dicho al conductor.

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