La Buena Tierra
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This is the Spanish text edition of the 1932 Pulitzer Prize winning novel that is still a standout today. Deceptive in its simplicity, it is a story built around a flawed human being and a teetering socio-economic system, as well as one that is layered with profound themes. The cadence of the author's writing is also of note, as it rhythmically lends itself to the telling of the story, giving it a very distinct voice. No doubt the author's writing style was influenced by her own immersion in Chinese culture, as she grew up and lived in China, the daughter of missionaries.
This is the story of the cyclical nature of life, of the passions and desires that motivate a human being, of good and evil, and of the desire to survive and thrive against great odds. It begins with the story of an illiterate, poor, peasant farmer, Wang Lung, who ventures from the rural countryside and goes to town to the great house of Hwang to obtain a bride from those among the rank of slave. There, he is given the slave O-lan as his bride.
Selfless, hardworking, and a bearer of sons, the plain-faced O-lan supports Wang Lung's veneration of the land and his desire to acquire more land. She stays with him through thick and thin, through famine and very lean times, working alongside him on the land, making great sacrifices, and raising his children. As a family, they weather the tumultuousness of pre-revolutionary China in the 1920s, only to find themselves the recipient of riches beyond their dreams. At the first opportunity, they buy land from the great house of Hwang, whose expenses appear to be exceeding their income.
With the passing of time, Wang Lung buys more and more land from the house of Hwang, until he owns it all, as his veneration of the land is always paramount. With O-lan at this side, his family continues to prosper. His life becomes more complicated, however, the richer he gets. Wang Lung then commits a life-changing act that pierces O-lan's heart in the most profoundly heartbreaking way.
As the years pass, his sons become educated and literate, and the family continues to prosper. With the great house of Hwang on the skids, an opportunity to buy their house, the very same house from where he had fetched O-lan many years ago, becomes available. Pressed upon to buy that house by his sons, who do not share Wang Lung's veneration for the land and rural life, he buys the house. The country mice now have become the city mice.
This is a potent story, brimming with irony, yet simply told against a framework of mounting social change. It is a story that stands as a parable in many ways and is one that certainly should be read. It illustrates the timeless dichotomy between the young and the old, the old and the new, and the rich and the poor. It is no wonder that this beautifully written book won a Pulitzer Prize and is considered a classic masterpiece. Bravo!
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"Bueno, yo seré el próximo."
Y, entrando en el recinto, miró el lugar donde había de yacer: más abajo de su padre y de su tío, encima de Ching y no lejos de O-lan. Y murmuró:
– Tengo que ocuparme del ataúd.
Retuvo este pensamiento firme y dolorosamente en su memoria, y al regresar a la ciudad mandó llamar a su hijo primogénito y le dijo:
– Tengo algo que decir.
– Decidlo, pues -repuso el hijo-. Ya estoy aquí.
Pero cuando Wang Lung fue a hablar, olvidó de pronto lo que quería decir, y las lágrimas asomaron a sus ojos porque había retenido el asunto tan dolorosamente en su memoria y ahora se le había escapado sin advertirlo. Entonces llamó a Flor de Peral y dijo:
– Niña, ¿qué es lo que quería decir?
Y Flor de Peral contestó suavemente:
– ¿Dónde habéis estado hoy?
– Estuve en la tierra -replicó Wang Lung con los ojos fijos en la muchacha y esperando.
Y ella preguntó otra vez suavemente:
– ¿En qué trozo de tierra?
Súbitamente recordó de nuevo, y exclamó con la risa brotándole de los ojos húmedos:
– Bueno, ya me acuerdo. Hijo mío, he escogido un sitio en la tierra, y es más abajo de mi padre y de su hermano, cerca de tu madre y más arriba de Ching; y quisiera ver mi ataúd antes de morir.
Entonces, el hijo mayor de Wang Lung exclamó correcta y respetuosamente:
– No digáis esa palabra, padre mío, pero haré lo que deseáis.
Entonces su hijo le compró un ataúd labrado, cortado de un gran tronco de la fragante madera que se emplea para enterrar a los muertos y para nada más, porque esa madera dura tanto como el hierro y más que los huesos humanos; y Wang Lung se sintió confortado.
Mandó que le llevaran el ataúd a su cuarto y todos los días lo miraba.
Entonces, súbitamente, se le ocurrió una cosa, y dijo:
Bueno, haré que me lo lleven a la casa de tierra, y viviré en ella los pocos días que me queden y en ella moriré.
Y cuando vieron cómo había puesto su corazón en este deseo, hicieron lo que quería y regresó a la casa de los campos, él y Flor de Peral y la tonta, con los servidores que necesitaban. Wang Lung volvió a su morada de la tierra y dejó su casa de la ciudad a la familia que había fundado.
Pasó la primavera y pasó el verano con sus cosechas, y en el ardiente sol de otoño, antes de comenzar el invierno, Wang Lung se halló sentado contra la pared donde se había sentado su padre. Y ahora ya no pensaba en nada, excepto en lo que comía, y en lo que veía, y en su tierra. Pero no en las cosechas que daría, ni en la simiente que plantaría en ella, ni en nada sino en la tierra misma, y a veces se bajaba y cogía un puñado del suelo, sentándose con él en la mano; y le parecía lleno de vida entre sus dedos. Se sentía contento así, apretando esta tierra, y pensaba en ella agitadamente, y en su buen ataúd que tenía en el cuarto. Y la tierra bondadosa le esperaba sin prisa hasta que viniese a ella.
Sus hijos se portaban correctamente con él y venían a verlo todos los días, a lo más cada dos días, y le mandaban alimentos delicados, propios para su edad. Pero él prefería un plato simple, hecho en agua caliente, y sorberlo como hiciera su padre.
Algunas veces se quejaba un poco de sus hijos si no venían a verle cada día, y le preguntaba a Flor de Peral, que estaba siempre cerca de él:
– Bueno, ¿y en qué están ocupados?
Pero si Flor de Peral respondía: "Están en la flor de su vida y ahora tienen muchos asuntos en las manos; vuestro hijo mayor ha sido nombrado oficial de la ciudad entre los hombres ricos, y tiene una nueva esposa; y vuestro hijo segundo está estableciéndose en un mercado de granos propio", Wang Lung la escuchaba atentamente, pero no podía comprender todo esto, lo olvidaba en seguida y volvía la vista hacia la tierra.
Pero un día vio con claridad por breves momentos. Era un día en que sus dos hijos habían venido, y después de saludarle cortésmente, volvieron a salir, andando en torno a la casa y luego hacia las tierras. Wang Lung les siguió lentamente, y, cuando se detuvieron, lentamente se les fue acercando. Ellos no oyeron sus pasos ni el sonido de su bastón sobre la tierra blanda, y Wang Lung percibió la voz afectada de su hijo segundo, que decía:
– Venderemos este campo y aquel otro y dividiremos el dinero entre nosotros por igual. Tomaré a préstamo tu parte con un buen interés, ya que ahora, con el ferrocarril directo, puedo expedir arroz directamente a los barcos y…
Pero el anciano oyó únicamente estas palabras: "vender la tierra", y gritó con voz rota y temblorosa de cólera:
– ¿Qué es esto…, hijos malos, hijos ociosos? ¿Vender la tierra?
Se ahogaba y se habría caído de no cogerle a tiempo sus hijos, sosteniéndole, mientras él se echaba a llorar.
Entonces le calmaron y le dijeron, consolándole:
– No…, no… No venderemos nunca la tierra…
– Es el fin de una familia… cuando empiezan a vender la tierra… -dijo él, interrumpidamente-. De la tierra salimos y a la tierra hemos de ir…, y si sabéis conservar vuestra tierra, podréis vivir…, nadie puede robaros la tierra…
Y el anciano dejó que sus escasas lágrimas se le secaran en las mejillas, donde dejaron unas manchitas saladas. Y luego se bajó, y cogiendo un puñado de tierra la retuvo en la mano, murmurando:
– Si vendéis la tierra, es el fin.
Y sus dos hijos le sostuvieron, uno por cada lado, cogiéndole por los brazos, y él apretó en la mano el puñado de tierra suelta y caliente. Y sus hijos le calmaron, su hijo mayor y su hijo segundo, y le repitieron una y otra vez:
– Estad tranquilo, padre nuestro, estad tranquilo. La tierra no se venderá.
Pero, por encima de la cabeza del anciano, se miraron y sonrieron.