La veridica historia de A Q
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La verdadera historia de A Q narra las andanzas, aventuras y desventuras de un p?caro sin recursos en la China de comienzos del siglo XX, hasta que es ejecutado por un crimen que ni siquiera ha cometido. As? descrito podr?a pensarse que el argumento de la obra es banal y desprovisto de fuerza… y se estar?a en lo cierto. De eso se trata precisamente.
La ambig?edad, la falta de concreci?n, que rodea como una neblina espesa toda la obra, permite al autor un mayor margen de movimiento. Quiz? esto sea precisamente lo m?s moderno de la narraci?n: su capacidad de hablar al lector presente. Su vigencia tras el paso del tiempo. Eso es lo que distingue a los grandes cl?sicos. Lu Xun ya lo es.
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Iba por el camino «en busca de alimento», cuando divisó la taberna familiar y el familiar pan cocido al vapor, pero pasó de largo, no sólo sin detenerse ni un segundo, sino aun sin sentir el más mínimo deseo. No era aquello lo que buscaba, aunque él mismo no sabía qué era lo que buscaba.
Weichuang no era un lugar grande y pronto lo dejó atrás. La mayor parte de la región, fuera de la aldea, consistía en plantaciones de arroz anegado, verdes hasta donde la vista podía alcanzar, aquí y allá manchas de objetos redondos, negros y móviles, que eran los hombres que cultivaban los campos. Pero A Q no tenía ojos para los placeres de la vida campesina y simplemente continuaba su camino porque sabía por instinto que aquello estaba muy lejos de su senda «en busca del alimento». En un momento dado se encontró ante las murallas del Convento del Sereno Recogimiento.
El convento también estaba rodeado de campos de arroz; sus blancas murallas destacaban nítidamente contra el verde tierno y, dentro de la baja muralla trasera, de barro, estaba el huerto. A Q vaciló un momento, mirando a su alrededor. Como no había nadie a la vista, saltó sobre la baja muralla, cogiéndose a una mata de polígala. El barro se deshizo con ruido de deslizamiento y las piernas de A Q temblaron de miedo; pero logró asirse a una morera y desde allí dio un salto al interior. Había una profusión de plantas, pero ni rastros de vino amarillo o pan o comestibles. Junto a la muralla occidental había un macizo de bambú y muchos brotes, pero desgraciadamente éstos no estaban cocinados. También había plantas de colza, pero ya habían dado semilla. La mostaza estaba a punto de florecer y la col estaba muy dura.
A Q se sintió tan desilusionado como un escolar fracasado en los exámenes e iba caminando lentamente hacia la puerta del jardín cuando de súbito dio un salto de alegría, porque allí, delante de sus ojos, ¿qué había sino un plantío de rábanos? Se puso en cuclillas y comenzó a arrancarlos, cuando de pronto una cabeza redonda asomó por la puerta y desapareció al instante; se trataba nada menos que de la monjita. A Q siempre había sentido el más olímpico desprecio por seres como las monjitas, pero las cosas del mundo exigen «un paso atrás para la reflexión», de modo que rápidamente arrancó cuatro rábanos, les quitó las hojas y los metió en los bolsillos de su chaqueta. Pero en ese momento había aparecido ya una monja vieja.
– ¡Que Buda nos proteja, A Q! ¿Qué es lo que te impulsó a entrar en nuestro jardín y robarnos nuestros rábanos?… ¡Oh, Dios mío, qué pecado! ¡Oh, Dios mío, Buda nos proteja!
– ¿Cuándo entré a tu jardín a robar rábanos? -contestó A Q, mirándola y emprendiendo la retirada.
– ¡Ahora!… ¿Y ésos? -dijo la monja vieja, señalando los que abultaban en la chaqueta.
– ¿Son tuyos? ¿Puedes hacer que contesten a tu llamada?
Tú…
Sin terminar la frase, A Q echó a correr a toda velocidad, seguido por un perro negro, prodigiosamente gordo. Aquel perro estaba en la puerta principal y es un misterio cómo había llegado al huerto trasero. El perro corría gruñendo y estaba a punto de morder la pierna de A Q, cuando, muy oportunamente, cayó un rábano de los que éste llevaba y el perro, cogido por sorpresa, se detuvo durante un segundo. A Q saltó la muralla de barro y cayó, con rábanos y todo, fuera del convento. Dejó al perro negro ladrando todavía y a la anciana monja rezando sus oraciones.
Temiendo que la monja dejara salir al perro, A Q juntó sus rábanos y echó a correr, recogiendo de paso unas cuantas piedrezuelas; pero el perro negro no volvió a aparecer. A Q tiró las piedras y siguió su camino, mascando y pensando:
– No hay nada que hacer aquí; mejor me voy a la ciudad…
Cuando se hubo comido el tercer rábano, tenía decidido marcharse a la ciudad.
VI. De la rehabilitación a la decadencia
Weichuang no volvió a ver a A Q hasta después de la Fiesta Lunar de ese año. Todos se sorprendieron al saber la noticia de su regreso y haciendo memoria se preguntaron dónde habría pasado aquellos días. Las pocas veces que habría ido a la ciudad, A Q siempre lo había anunciado con anticipación y gran entusiasmo; pero como esta vez no lo había hecho, nadie se dio cuenta de su viaje. Tal vez se lo hubiera dicho al viejo que cuidaba el Templo de los Dioses Tutelares, pero, según la costumbre de Weichuang, sólo se consideraba importante el viaje a la ciudad del señor Chao, del señor Chian o del bachiller. Ni siquiera se comentaba el viaje de Falso Demonio Extranjero; mucho menos el de A Q. Esto puede explicar por qué el viejo no había hecho circular la noticia, de lo que resultó que la sociedad de Weichuang no tuvo medios de saberlo.
Pero el regreso de A Q fue aquella vez muy diferente de las anteriores y, en realidad, digno de causar verdadero asombro. Estaba obscureciendo cuando apareció, pestañeando, soñoliento, ante la puerta de la taberna. Caminó hasta el mostrador, sacó un puñado de monedas de plata y cobre de su cinto y las desparramó diciendo:
– Al contado; ¡trae vino!
Llevaba una chaqueta nueva forrada y, evidentemente, una alforja pendía de su cinto, puesto que el peso curvaba el cinturón en un ángulo agudo. Según la costumbre de Weichuang, cuando parecía haber algo desacostumbrado en alguien, más valía tratarlo con respeto que con desprecio; y ahora, aunque sabían muy bien que se trataba de A Q, éste parecía diferente del A Q de la chaqueta rota. Los antiguos dicen: «Se encontrará un nuevo motivo de admiración en el hombre a quien no se ve desde hace tres días»; de modo que el mozo, el tabernero, los parroquianos y los transeúntes, todos expresaron una natural sorpresa con mezcla de respeto. El tabernero fue el primero en saludar con la cabeza y decir:
– Hola, A Q, ¿de modo que has vuelto? -Si., he vuelto.
– ¡Has ganado dinero!… ¿Dónde? -Estuve en la ciudad.
Al día siguiente la noticia se había difundido en Weichuang. Todo el mundo quería conocer la historia de la rehabilitación de A Q, el hombre del dinero contante y de la nueva chaqueta forrada. En la taberna, en la casa de té, bajo el portal del templo, los aldeanos se fueron enterando poco a poco de la noticia. Resultó que comenzaron a mostrar nueva deferencia por A Q.
Según contaba A Q, había estado sirviendo en casa de un licenciado del examen provincial. Todos los que oían esa parte de la historia se quedaban boquiabiertos. Este licenciado del examen provincial se llamaba Bai, pero como era el único licenciado en toda la ciudad, no era necesario usar su apellido; y cuando se hablaba del licenciado del examen provincial, todos sabían que se trataba de él. Esto ocurría no sólo en Weichuang, sino en todas partes en cincuenta kilómetros a la redonda, y así casi todo el mundo creía que su nombre era Señor Licenciado del Examen Provincial. Haber trabajado en una casa como la de este ciudadano, naturalmente, infundía respeto; pero según posteriores declaraciones de A Q, éste no había querido seguir trabajando allí porque este licenciado de examen provincial era en realidad un «hijo de perra» superlativo. Todos los que oían esa parte de la historia suspiraban, pero al mismo tiempo se sentían contentos porque demostraba que A Q realmente no era apto para trabajar en la casa del licenciado del examen provincial; pero no trabajar allí era una lástima.
De acuerdo con A Q, su regreso se debía también a que no estaba contento con la gente de la ciudad, porque a un banco largo lo llamaban banco luengo y usaban chalote picado para el pescado frito; agréguese a esto el defecto, que él había descubierto recientemente, de que las mujeres no se meneaban de manera satisfactoria al caminar. Sin embargo la ciudad tenía también algunas buenas cosas que él admiraba francamente: por ejemplo, en tanto que los aldeanos de Weichuang jugaban con 32 palos y sólo Falso Demonio Extranjero era capaz de jugar al mayong, en la ciudad, hasta los pilluelos de la calle eran campeones en el juego. Si Falso Demonio Extranjero caía en manos de estos jóvenes bribones, se convertiría inmediatamente en un «pequeño demonio delante del rey de los infiernos». Esta parte de la historia hacía enrojecer a todos.