Rey, Dama, Valet
Rey, Dama, Valet читать книгу онлайн
El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.
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Pasó el resto del día en casa, tratando de leer una comedia inglesa titulada Cándiday sumiéndose de vez en cuando en perezosos pensamientos. Los automaniquíes habían dado de sí todo cuanto podían dar. Por desgracia había tratado de sacarles demasiado juego. Barba Azul había derrochado su fuerza hipnótica, y los dos, ahora, habían perdido todo su sentido, toda su vida y todo su encanto. Les estaba agradecido, en cierto modo, por los actos mágicos que habían realizado, por la emoción y las esperanzas que habían despertado. Pero ahora ya no le inspiraban más que repugnancia.
Tradujo laboriosamente una escena más, recurriendo concienzudamente al diccionario a cada tropezón. Mañana telefonearía a Isolda. Contrataría a alguna inglesa guapa para que le enseñara el idioma de Shaw y de Galsworthy. Lo mejor sería revender su propio invento a Barba Azul. ¡Maravillosa idea! Por una cantidad simbólica: diez dólares.
Qué silenciosa estaba la casa. Ni Tom ni Martha. No sabía perder, la pobre. De pronto cayó en la cuenta de un sutil elemento añadido a aquel silencio sin vida: todos los relojes de la casa estaban parados.
Poco después de las once se levantó de su cómodo asiento, y ya se dirigía al dormitorio cuando la fría mano del teléfono le dio un golpe en el hombro.
Corría ahora en un coche de alquiler conducido por un chófer de hombros anchos por una infinita extensión nocturna de bosques y campos y ciudades norteñas cuyos nombres mutilaba la oscuridad impaciente: Nauesack, Wusterbeck, Pitzburg, Nebukow. Sus débiles luces le buscaban a tientas al pasar; el coche oscilaba y traqueteaba; se le había prometido que harían el trayecto en cinco horas, pero no fue así, y la mañana gris bullía ya de bicicletas que serpenteaban entre camiones lentos cuando Dreyer llegó por fin a Swistok, de donde sólo había veinte millas hasta Gravitz.
El empleado de recepción, joven de cabello oscuro, mejillas cóncavas y gafas grandes, le informó de que uno de sus residentes era nada menos que el profesor Lister, de fama internacional; había visitado a Madame anoche y ahora precisamente estaba en su habitación.
Cuando Dreyer llegaba al apartamento, el doctor, un viejo alto y calvo, envuelto en una bata de aspecto monacal y con un maletín bajo el brazo, salía de la habitación de Martha:
—Es increíble —gruñó a Dreyer, sin molestarse siquiera en estrecharle la mano—, una mujer que tiene pulmonía, con ciento seis de fiebre, y nadie hace nada. Su marido la abandona en ese estado y se va de viaje. Su sobrino es un majadero. De no ser porque anoche me avisó una de las doncellas, usted estaría todavía divirtiéndose en Berlín.
—¿Está grave?
—¿Que si está grave? El ritmo respiratorio es de cincuenta. El corazón le funciona de la manera más caótica. No es normal esto en una mujer de veintinueve años.
—Treinta y cuatro —dijo Dreyer—, hay un error en su pasaporte.
—Bueno, pues treinta y cuatro. Pero lo urgente es llevarla a la clínica de Swistok, donde puedo hacer que la cuiden como es debido.
—Sí, inmediatamente —dijo Dreyer.
El viejo asintió con irritación y se alejó a grandes pasos. Una de las doncellas que a Martha le caían tan antipáticas, la que le había robado por los menos tres pañuelos en otros tantos días, estaba ahora vestida de enfermera (había trabajado en una clínica durante el invierno).
¿Marrones lisos o de tweedrojizo? Franz, en la terraza de un café, estaba en la mitad de un bostezo nervioso cuando el doctor pasó junto a él como una ola, dispuesto a darse un breve chapuzón antes de ir a Swistok. Marrones, marrones lisos. El irritable Lister no pudo menos de sentir compasión ante el desaliento que mostraba el joven y le gritó desde el paseo:
—Ya ha llegado su tío.
Franz subió a la habitación de Dreyer y estuvo un momento escuchando los gemidos y los susurros de la habitación contigua.¿Le permitiría a Martha el destino divulgar sus secretos? Llamó suavemente a la puerta. Dreyer salió de la estancia de la enferma y también se sintió emocionado por el aspecto demente de Franz. Poco después vieron desde el balcón la llegada de la ambulancia por la calzada del hotel.
Martha flotaba sobre las olas, olitas angulosas que se levantaban y caían al ritmo de su respiración, en un bote blanco cuyos remos movían Dreyen y Franz. Franz le enviaba una sonrisa por encima de la cabeza inclinada de Dreyer, y ella veía su sombrilla de colores vivos reflejada en el alegre relucir de las gafas de Franz, que llevaba uno de los camisones largos de su padre y no hacía más que sonreír esperanzado mientras el bote se hundía y crujía como movido por resortes.
Y Martha dijo: «Ya podemos empezar». Dreyer se levantó, Franz se levantó también, los dos vacilaron, riendo ruidosamente, cogidos en involuntario abrazo. El camisón largo de Franz ondeaba al viento, y él ahora estaba erguido y solo, riendo todavía y vacilando, mientras del agua salía una mano. «Anda, dale con el remo», gritó Martha, sofocándose de risa. Franz, firme sobre el cristal azul del agua, alzó el remo y la mano desapareció. Ahora estaban los dos solos en el bote, que ya no era un bote sino un café con una gran mesa de mármol, y Franz se sentaba enfrente de ella, y ya no importaba que estuviese en camisón. Bebían cerveza (cuánta sed tenía) y Franz compartía con ella su vaso vacilante mientras Dreyer golpeaba la mesa con su cartera para llamar al camarero. «Ahora», dijo Martha, y Franz le dijo algo a Dreyer al oído, y Dreyer se levantó, riendo, y los dos se fueron de allí. Mientras Martha esperaba, su silla se levantaba y caía, era un café flotante. Franz volvió solo, llevando bajo el brazo la chaqueta azul de su marido; le hizo un significativo movimiento de cabeza y se dejó caer sobre la silla vacía. Martha quería darle un beso, pero la mesa les separaba y el reborde de mármol se le hincaba en el pecho. Les trajeron café —tres cafés, tres tazas— y Martha tardó algún tiempo en darse cuenta de que sobraba un servicio. El café estaba demasiado caliente, de modo que pensó que, en vista de que había empezado a lloviznar, lo mejor iba a ser esperar a que la lluvia fuese diluyendo el café, pero lo malo era que también la lluvia estaba demasiado caliente, y Franz no hacía más que decirle que se fuese a casa, señalando el chalet que estaba al otro lado de la calle. «Vamos a empezar», dijo ella, y los tres se levantaron, y Dreyer, pálido y sudoroso, comenzó a ponerse la chaqueta. Esto la turbó. No era justo, ni legal. Le hizo un ademán de muda indignación. Franz volvió solo, pero en cuanto se hubo sentado reapareció Dreyer viniendo de otra dirección, aunque furtivamente, y ahora su rostro era absolutamente horrible, insoportable. Mirándola de reojo Dreyer movió la cabeza negativamente y, sin decir una palabra, se sentó junto a los remos de la cama. Martha se sintió inundada por tal impaciencia que, en cuanto notó que la cama se movía prorrumpió en gritos. El nuevo bote se deslizaba por largos pasillos. Martha quería incorporarse, pero un remo le cortaba el camino. Franz remaba con firmeza y constancia. Algo le decía a Martha que allí no todo estaba haciéndose como era debido. Y de pronto se acordó: ¡la chaqueta! La chaqueta azul estaba en el fondo del bote, sus mangas parecían vacías, pero la espalda no estaba plana del todo, al contrario, abultaba de manera sospechosa, y ahora las dos mangas comenzaban a hincharse. Martha vio la cosa que trataba de levantarse a cuatro patas y la cogió con ambas manos, y ayudada por Franz tiró de ella de un lado a otro y acabaron arrojándola del bote. Pero lo malo era que no se hundía. Se deslizaba de una a otra ola como si estuviera viva. Martha la empujó con un remo; y la cosa se asió al remó, tratando de subirse a bordo. Franz le recordó que todavía estaba el reloj en la chaqueta, y ésta, transformada ahora en gabardina azul por causa del agua, comenzó a hundirse despacio, moviendo flaccidamente las mangas exhaustas. La vieron desaparecer. Y ahora la operación ya estaba concluida, y se sintió invadida por un júbilo inmenso y turbulento. Ahora era fácil respirar, esa copa que le habían dado era un veneno maravilloso: Benedictine y hiél, su marido estaba vistiéndose, y le decía: «Hale, date prisa, que te llevo a un baile», pero Franz había extraviado sus alhajas.