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El guardian entre el centeno

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El guardian entre el centeno
Название: El guardian entre el centeno
Дата добавления: 16 январь 2020
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El guardian entre el centeno - читать бесплатно онлайн , автор Salinger Jerome David

J. D. Salinger es un autor perteneciente a la lamada `generaci?n perdida` o movimiento literario que surgir?a en torno a los a?os 20 en Norteam?rica, y que se caracteriz? por la expresi?n en las obras de sus autores representativos, de un sentimiento de desesperanza y pesimismo vitales, que se va a ver plasmado exactamente en este libro.

El autor, que suele tomar como referentes de su obra a los m?s j?venes, en concreto a los que pasan por esa edad tan cr?tica de la adolescencia y de tr?nsito a la edad adulta, refleja con gran precisi?n la confusi?n y b?squeda de la identidad que, casi con total seguridad, habr? pasado m?s de un lector que se adentre en las p?ginas de esta especie de libro-diario, en el que el protagonista va a narrar su, para ?l, deprimente e insulsa vida cotidiana.

Y es que Holden, como as? se llama el joven, es el t?pico ni?o-bien, perteneciente a una familia acomodada en la que todo se le da y se le consiente, pero en la que no van a estar presentes unos padres en su educaci?n y estabilidad emocional, demasiados ocupados por el trabajo o por los compromisos sociales a los que tienen que acudir. No tiene ilusi?n por nada, no sabe lo que quiere, nada le llena y todo le parece aburrido… y adem?s, le expulsan del instituto en el que estudia, del que escapar? sin rumbo ni objetivos.

El autor va a hacer que el protagonista descubra, en su huida a ninguna parte, lo m?s bajo del ser humano, la violencia, la codicia, el vicio… lev?ndole a una cada vez m?s marcada madurez… parece que as?, a base de malas experiencias, como se suele decir, se aprende a crecer y ser una persona adulta y coherente: la huida es la b?squeda de la propia identidad del joven. El regreso al buen camino va a ser, como en la par?bola del `hijo pr?digo`, la vuelta a casa, pudiendo empezar de cero una nueva vida.

Puede chocarle al lector el `pasotismo` o descaro con el que Holden cuenta sus experiencias, pero no hay que olvidar que se trata de un lenguaje producto de la confusi?n y rabia de cualquier joven, ya est? enclavada la acci?n en la Nueva York de los a?os 40, como es este caso, o la de hoy d?a… son sentimientos y situaciones que se han dado y se dar?n siempre… es ley de vida.

A prop?sito del t?tulo, ?ste hace referencia a que al joven lo ?nico que le gustar?a ser es un `guardi?n entre el centeno`, y `evitar que los ni?os caigan en el precipicio (…), vigilarles todo el tiempo…` es el deseo del protagonista de que nadie m?s pueda pasar por lo mismo que ?l, en el fondo es una persona muy sensible y,de provocar al principio cierto rechazo, el lector acaba apiad?ndose de ?l.

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Al final la vi venir a través de los cristales de la puerta. Era imposible no reconocerla porque llevaba mi gorra de caza puesta. Salí y bajé la escalinata de piedra para salirle al encuentro. Lo que no podía entender era por qué llevaba una maleta. Cruzaba la Quinta Avenida arrastrándola porque apenas podía con ella.

Cuando me acerqué me di cuenta de que era una mía vieja que usaba cuando estudiaba en Whooton. No comprendía qué hacía allí con ella.

– Hola -me dijo cuando llegó a mi lado. Jadeaba de haber ido arrastrando aquel trasto.

– Creí que no venías -le contesté-. ¿Qué diablos llevas ahí? No necesito nada. Voy a irme con lo puesto. No pienso recoger ni lo que tengo en la estación. ¿Qué has metido ahí dentro?

Dejó la maleta en el suelo.

– Mi ropa -dijo-. Voy contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que me dejas?

– ¿Qué? -le dije. Casi me caí al suelo cuando me lo dijo. Se lo juro. Me dio tal mareo que creí que iba a desmayarme otra vez.

– Bajé en el ascensor de servicio para que Charlene no me viera. No pesa nada. Sólo llevo dos vestidos, y mis mocasines y unas cuantas cosas de ésas. Mira. No pesa, de verdad. Cógela, ya verás… ¿Puedo ir contigo, Holden? ¿Puedo? ¡Por favor!

– No. ¡Y cállate!

Creía que iba a desmayarme. No quería decirle que se callara, pero es que de verdad pensé que me iba al suelo.

– ¿Por qué no? Holden por favor, no te molestaré nada, sólo iré contigo. Si no quieres no llevaré ni la ropa. Cogeré sólo…

– No cogerás nada porque no vas a venir. Voy a ir solo, así que cállate de una vez.

– Por favor, Holden. Por favor, déjame ir. No notarás siquiera que…

– No vas. Y a callar. Dame esa maleta -le dije. Se la quité de la mano y estuve a punto de darle una bofetada. Empezó a llorar-. Creí que querías salir en la función del colegio. Creía que querías ser Benedict Arnold -le dije de muy malos modos-. ¿Qué quieres? ¿No salir en la función?

Phoebe lloró más fuerte. De pronto quise hacerla llorar hasta que se le secaran las lágrimas. Casi la odiaba. Creo que, sobre todo, porque si se venía conmigo no saldría en esa representación.

– Vamos -le dije. Subí otra vez la escalinata del museo.

Dejaría aquella absurda maleta en el guardarropa y ella podría recogerla cuando saliera a las tres del colegio. No podía ir a la clase cargada con ella.

– Venga, vámonos.

No quiso subir las escaleras. Se negaba a ir conmigo. Subí solo, dejé la maleta y volví a bajar. Estaba esperándome en la acera, pero me volvió la espalda cuando me acerqué a ella. A veces es capaz de hacer cosas así.

– No me voy a ninguna parte. He cambiado de opinión, así que deja de llorar -le dije. Lo gracioso es que Phoebe ya no lloraba pero se lo grité igual-. Vamos, te acompañaré al colegio. Venga. Vas a negar tarde.

No me contestó siquiera. Quise darle la mano, pero no me dejó. Seguía sin mirarme.

– ¿Tomaste algo? -le pregunté. ¿Has comido ya?

No despegó los labios. Se quitó la gorra de caza -la que yo le había dado-, y me la tiró a la cara. Luego me volvió la espalda otra vez. Yo no dije nada. Recogí la gorra y me la metí en el bolsillo.

– Vamos. Te llevaré al colegio. -No pienso volver al colegio.

Cuando me dijo aquello no supe qué contestarle. Me quedé sin saber qué decir unos minutos, parado en medio de la calle.

– Tienes que volver. ¿Quieres salir en esa función, o no? ¿Quieres ser Benedict Arnold, o no?

– No.

– Claro que sí. Claro que quieres. Venga, vámonos de aquí -le dije-. En primer lugar no me voy a ninguna parte, ya te lo he dicho. En cuanto te deje en el colegio voy a volver a casa. Primero me acercaré a la estación y de allí me iré directamente…

– He dicho que no vuelvo al colegio. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero yo no vuelvo allí. Así que cállate ya.

Era la primera vez que me decía que me callara. Dicho por ella sonaba horrible. ¡Dios mío! Peor que una palabrota. Seguía sin mirarme y cada vez que le ponía la mano en el hombro o algo así, se apartaba.

– Oye, ¿quieres que vayamos a dar un paseo? -le pregunté-. ¿Quieres que vayamos hasta el zoológico? Si te dejo no ir al colegio y dar en cambio un paseo conmigo, ¿no harás más tonterías?

No quiso contestarme, así que volví a decírselo:

– Si te dejo no ir a clase esta tarde, ¿no harás tonterías? ¿Irás mañana al colegio como una buena chica?

– No lo sé -me dijo. Luego echó a correr y cruzó la calle sin mirar siquiera si venía algún coche. A veces se pone como loca.

No corrí tras ella. Sabía que me seguiría, así que eché a andar por la acera del parque mientras ella iba por la de enfrente. Se notaba que me miraba con el rabillo del ojo y sin volver la cabeza para ver por dónde iba. Así fuimos hasta el zoológico. Lo único que me preocupaba es que a veces pasaba un autobús de dos pisos que me tapaba el lado opuesto de la calle y no me dejaba ver a Phoebe. Pero cuando llegamos, grité:

– ¡Voy a entrar al zoológico! ¡Ven!

No volvió la cabeza, pero sabía que me había oído, y cuando empecé a bajar los escalones me volví y vi que estaba cruzando la calle para seguirme.

El zoológico estaba bastante desanimado porque hacía un día muy malo, pero en torno al estanque de las focas se habían reunido unas cuantas personas. Pasaba por allí sin detenerme cuando vi a Phoebe que fingía mirar cómo daban de comer a los animales -había un tío echándoles pescado-, así que volví atrás. Pensé que aquélla era buena ocasión para alcanzarla. Me acerqué, me paré detrás de ella y le puse las manos en los hombros, pero Phoebe dobló un poco las rodillas y se hizo a un lado. Ya les he dicho que cuando le da por ahí, se pone bastante descarada. Se quedó mirando cómo daban de comer a las focas y yo de pie tras ella. No volví a tocarla porque sabía que si lo hacía se marcharía. Los críos tienen sus cosas. Hay que andarse con mucho cuidado cuando uno trata con ellos.

Cuando se cansó del estanque de las focas, echó a andar si no a mi lado, tampoco muy lejos de mí. Íbamos más o menos uno por cada extremo de la acera. No era la situación ideal, pero era mejor que caminar a una milla de distancia como antes. Subimos la colinita del zoológico y nos paramos en lo alto, donde están los osos. Pero allí no había mucho que ver. Sólo estaba fuera uno de ellos, el polar. El otro, el marrón, estaba metido en su cuevecita dichosa y no le daba la gana de salir. No se le veía más que el trasero. A mi lado había un crío de pie con un sombrero de vaquero que le tapaba hasta las orejas. No hacía más que decir a su padre: «¡Hazle salir, papá! ¡Hazle salir!» Miré a Phoebe pero no quiso reírse. A los niños se les nota en seguida cuándo están enfadados en que no quieren reírse.

Dejamos de mirar a los osos, salimos del zoológico, cruzamos la callecita del parque, y nos metimos en uno de esos túneles que siempre huelen a pis. Era el camino del tiovivo. Phoebe seguía sin querer hablarme, pero por lo menos ahora iba a mi lado. La cogí por el cinturón del abrigo, pero me dijo:

– Las manos en los bolsillos, si no te importa.

Aún estaba enfadada, pero no tanto como antes. Habíamos llegado muy cerca del tiovivo y ya se oía esa musiquilla que toca siempre. En ese momento sonaba «¡Oh, Marie!», la misma canción que cuando yo era pequeño, como cincuenta años antes. Eso es lo bonito que tienen los tiovivos, que siempre tocan la misma música.

– Creí que lo cerraban en invierno -me dijo Phoebe. Era la primera vez que abría la boca. Probablemente se le había olvidado que estaba enfadada conmigo.

– A lo mejor lo han abierto porque es Navidad -le dije.

No me contestó. Debía haberse acordado del enfado.

– ¿Quieres subir? -le dije. Pensé que le gustaría. Cuando era muy pequeñita y venía al parque con Allie y conmigo, le volvía loca montar en el tiovivo. No había forma de bajarla de allí.

– Ya soy muy mayor -dijo. Pensé que no iba a decir nada, pero me contestó.

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