Toda la belleza del mundo
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Jaroslav Seifert
(Rep. Checa, 1901-1986)
Poeta checo, premio Nobel en 1984. Su obra, plena de sencillez y sensualidad, fue repetidamente censurada en su pa?s por la negativa de Seifert a abrazar la ortodoxia pol?tica. Naci? en un barrio obrero de Praga. Sin llegar a terminar sus estudios, pero ya muy conocedor de la historia y cultura de su pa?s, comenz? a escribir, de arte sobre todo, en distintos peri?dicos y revistas. En 1921 apareci? su primer libro de poemas, La ciudad en llamas, en la l?nea vanguardista del grupo Devetsil, que ?l mismo contribuy? a fundar. Le seguir?an El amor mismo (1923), su transici?n al poetismo (movimiento po?tico checo influido por el futurismo y el surrealismo europeos y el marxismo), y En las ondas (1926). En Paloma mensajera (1929) domina lo cotidiano y, estil?sticamente, un clasicismo abundante en im?genes naturales y parco en met?foras, alejado del tono, m?s dram?tico y tenebroso, de compa?eros de generaci?n como Vlad?mir Holan o Frantisek Halas. Seifert, que fue miembro fundador del Partido Comunista Checoslovaco, rompi? sus relaciones con ?l en 1929, despu?s de un viaje que realiz? a la antigua Uni?n Sovi?tica y de haberse negado a rechazar el gobierno democr?ticamente elegido, para adoptar una actitud independiente, siempre en defensa de las libertades. Durante la II Guerra Mundial recuper?, por un tiempo, el favor del partido por su oposici?n encarnizada a los ocupantes nazis. Estas ideas est?n presentes en los poemas de tono patri?tico de Casco de tierra (1945) y Mano y llama (1948). En 1950 se puso otra vez en una situaci?n muy comprometida al defender a su amigo Frantisek Halas acusado, como ?l, de subjetivismo. En 1956, como consecuencia de un discurso en el que criticaba la pol?tica cultural del estalinismo y tambi?n de una larga enfermedad, dej? de publicar. Su obra se reanud? en 1965 con Concierto en la isla y en 1966, con un gesto t?pico de la esquizofrenia reinante en la ?poca, fue nombrado artista nacional. Entre 1968 y 1970 asumi? la direcci?n de la Uni?n de Escritores Checos, desde la que conden? duramente la invasi?n sovi?tica de 1968 y firm? la Declaraci?n de las 2.000 palabras, pidiendo a la direcci?n del partido la continuidad del proceso democratizador que se hab?a iniciado. A partir de 1977, en gran parte por su postura en defensa de los Derechos Humanos en Checoslovaquia, volvi? a tener dificultades para publicar y sus dos siguientes libros, La columna de la peste (1977) y El paraguas de Picadilly (1979), con duras advertencias sobre el neoestalinismo, se editaron en Alemania. Sus memorias, Toda la belleza del mundo, aparecieron simult?neamente en Checoslovaquia y Alemania, en 1983, a?o en el que tambi?n se edit? su ?ltimo libro de poemas, Ser poeta. Se le concedi? el Premio Nobel en 1984. Seifert es, junto con Holan, Halas y Nezval, una de las voces esenciales de la poes?a checa del siglo XX.
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Mi mujer se había levantado mucho antes que yo y naturalmente no me dio una bienvenida afectuosa. Todavía no sabía que el silencio es peor que las palabras. No llevábamos mucho tiempo de casados y se imaginaba el matrimonio de otra forma. Aun no había llegado a la tranquila sabiduría de una de sus amigas mayores, que le había aconsejado a su marido que, en vez de dar tantas excusas y pretextos, se hiciera imprimir una tarjeta con este texto:
Y que la pusiera siempre por la noche sobre la mesa.
Después de unas amargas palabras llenas de reproches, mi mujer me anunció brevemente que la noche anterior había venido mi madre preguntando por unos ducados. Y que volvería esa noche. Eso me cogió de sorpresa. Me vestí a toda prisa y me apresuré a salir de casa, avergonzado.
Era la fiesta de san Juan Nepomuceno y Praga estaba llena de peregrinos de provincias. Vivíamos a unos pasos del parque de Stromovka. Corrí, me dirigí al jardín y me senté en el primer banco. Entonces, todavía atravesaban el parque los tranvías. Me quedé pensando un momento. La fiesta, a mediados de mayo, me hizo recordar el rostro de una bella persona.
En las primeras clases del instituto de Zizkov nos enseñaba lengua checa el profesor Kasík. Toda la clase le tenía cariño. Imponía. Y mientras hablaba, le mirábamos fijamente la boca. Era un hombre guapo de edad mediana que se vestía con una elegancia llamativa. Tenía una personalidad agradable, encantadora. Pero no lo recordé por casualidad. En sus explicaciones se iba a menudo por las ramas y nosotros seguíamos conmovidos su despiste. A san Juan Nepomuceno no le tenía mucho afecto. Y nos informaba bastante detalladamente de las polémicas con los círculos religiosos y la lucha contra este santo barroco que hacía años llenaba las columnas de la prensa progresista. Según él, se trataba del cambio de dos personas. El verdadero Juan Nepomuceno se hizo famoso, no como cura, sino como banquero que prestaba dinero a los sacerdotes a un interés usurario. Lo que se suele contar acerca de él pertenece a una hábil leyenda y maquinación del Vaticano. Todo esto tenía un solo motivo, concebido por los jesuitas en un país humillado: exterminar la luminosa memoria de Jan Hus entre el pueblo checo y reemplazar su veracidad por un santo falso con las cinco estrellas alrededor de su cabeza. Era una cosa ridícula y malvada al mismo tiempo. Y el profesor dio un ligero golpe sobre el escritorio con las articulaciones de la mano. Sí, así es. Y así fue.
– Seifert, venga a la pizarra y explíquenos -y yo corría, casi tropezaba con la tarima delante de la pizarra.
Respirando el aire fresco y perfumado de Stromovka se me pasó el dolor de cabeza y, como rodeado por una niebla que llevaba dentro desde la noche anterior, cogí un tranvía y al cabo de un momento zigzagueaba entre los peregrinos de San Juan en el patio del Castillo. La tumba del santo, en la catedral de San Vito, estaba literalmente invadida. Luché por abrirme camino hasta llegar al sepulcro plateado del santo, donde se quemaban las velas en medio de un montón de flores. Delante de la tumba se celebraba una misa tras otra. En fin, había mucha pompa; y yo me coloqué bajo el oratorio real, tan cerca que podría conversar con la figura del santo, arrodillada sobre su propio sepulcro.
La pequeña oración que dirigí hacia su rostro de plata no era demasiado pía. Con más de una frase intenté echar abajo sus estrellas. Le conté todo aquello con lo que hacía años nos había llenado la memoria el difunto profesor Kasík. Y además, algunas observaciones del libro de texto anticlerical, entre las cuales había muchas contra este santo desgraciado. ¡Pero le di una oportunidad! Al final de mi blasfema oración, le di a entender que, en mi opinión, podría hacer un pequeño milagro y hacerme encontrar mis ducados perdidos. Era audaz, pero le señalé que, si realmente está entre los coros de los ángeles, un milagro tan pequeño es una cosa facilísima de la que no vale la pena hablar. También le recordé que mi madre es una admiradora suya y que se trajo de un peregrinaje a la Montaña Santa la imagen de porcelana que puso al lado mismo de la Virgen, de igual procedencia. Que tiene las imágenes sobre el armario y reparte flores entre los dos. Las blancas para la Virgen, las de otros colores para él. ¡Qué amargo sería si se enterase de mi mal comportamiento! Atacaba a su sentimiento de santo. Le recordé que el donante de los tres ducados fue también un ser obediente y que seguramente le rezaba a él. No mencioné que era absurdo haber cambiado oro puro por una salchicha pasada, un aguardiente apestoso y unos cuantos cigarrillos. No, estas cosas no las mencioné.
Mi oración en la catedral no duró mucho. Al cabo de un cuarto de hora ya había acabado. Y para añadirle la necesaria efectividad, toqué el hueso del santo que está debajo del cristal en un marco de plata, igual que lo hacían los demás peregrinos, y me persigné. Pero con negligencia. Luego me despedí y bajé corriendo a Praga por las escaleras del Castillo. Por el camino me tomé una cerveza de Pilsen en la taberna U Schnellü. Primero, porque tenía mucha sed; pero también porque me quería deshacer del billete de veinte coronas que me estaba quemando en el bolsillo.
Llegué a casa a primera hora de la tarde. Mi mujer estaba todavía enfadada. Callaba, no decía nada. Pero la curiosidad, esa característica común a todas las mujeres, le hizo preguntarme de repente:
– ¿Sabes qué me ha pasado?
La escuché con atención.
– Imagínate que estoy comprando verdura en la tienda de abajo y después pago. La vendedora cuenta el dinero y me devuelve una moneda que le he dado. No señora, ésta no la quiero. Es extraña. Déme otra. -Durante la primera república, las monedas eran de color amarillo naranja, casi dorado. Especialmente cuando eran nuevas-. Pues le doy otra y, ya en casa, la miro bien y era este pequeño ducado.
Y me lo enseñó.
– Dime, ¿cómo ha llegado a mi monedero?
– ¡Dios Santo! -grité estupefacto-. Déjame tu monedero un momento.
Cuando lo abrí, vi en otra sección una segunda moneda, y en otra una tercera. ¡Dios mío, qué caprichoso es este san Juan! Puse las tres sobre la mesa una al lado de la otra y me desplomé sobre el sofá con el corazón palpitante.
En aquel momento, alguien llamó a la puerta.
– Debe de ser tu madre -dijo mi mujer.
34. Una conversación con el poeta Frantisek Hrubín
Se oyen rumores de que usted se está preparando para escribir unas memorias. Nada me haría una mayor ilusión. En los últimos tiempos leo casi exclusivamente literatura de memorias. ¿Cómo ve usted esta clase de literatura? ¿Y qué sintió y pensó leyendo el libro de Nezval De mi vida? ¿Estaba usted presente en casi todo lo que Nezval recuerda hablando de la época de los años veinte?
Como todo el mundo, arrastro detrás de mí, en una larga cuerda, diversas sombras. Algunas de ellas sonríen, otras están enfadadas conmigo y otras callan avergonzadas. A algunas de ellas me gustaría darles un puntapié para que cayeran en el precipicio del olvido; a otras quisiera estrecharlas contra mi corazón. Pero están todas juntas, no se las puede separar. Todas dicen que me conocen. Pero no escribiré unas memorias. Porque tampoco confío en mi memoria. Nunca he escrito diarios, no he guardado documentos, y los textos de las conferencias, bastante frecuentes, eran rasgados en jirones y arrojados a la primera cloaca o puente abajo. Porque, después de las conferencias, solía tener una insistente sensación de vergüenza. Las palabras habladas se van volando, pero las escritas quedan. ¡Pues afuera con ellas!
Pero para que no me acusen de querer apartar muchas cosas para mí desagradables, he decidido que con el tiempo escribiría una veintena o treintena de cartas largas a mis amigos y conocidos a los que elegiría según la necesidad y las condiciones, para poder explicar muchas cosas del pasado, para confesarme de mis errores y opiniones equivocadas, y también para añadir algo a los retratos de los difuntos, que se olvidan tan rápidamente. En la vida llegan momentos en que preferimos la literatura de los hechos a la más tentadora ficción. Para decirlo sencillamente, nos hartamos de la prosa. Con la poesía esto no pasa jamás, la necesitamos hasta el final de las cosas. Y por eso nos gusta buscar de vez en cuando un libro de recuerdos.
Leí De mi vida de Nezval con emoción. Parcialmente, es también el testimonio de mi propia vida. Entre las palabras «verosimilitud» y «poesía» la manecilla del reloj imaginario enseña más bien el segundo término, pero esto no me importa en absoluto. Nezval no escribió su libro para ayudar a los historiadores de la literatura, sino para sus lectores.
Algunas veces elevó la realidad sobria y gris a un luminoso nivel poético, e hizo bien.
De hecho, ¿es que nos interesa hoy en día si los retratos de los antiguos romanos eran lo bastante fieles?
Tenía veinte años cuando me encontré por primera vez con Frantisek Halas. Al cabo de poco tiempo me sentaba con usted y con Hora. Sólo de vista conocía a Karel Tiege. Estuve sentado con él en la misma mesa en los preciosos tiempos de la juventud; y eso, gracias a usted. Entonces todavía frecuentaba el instituto y mi compañero de clase, Frantisek Necásek, le adoraba, y en el Club literario de nuestro instituto le calificaba de «pequeño genio checo». ¿Qué significó de hecho Teige para usted y para su generación? Nosotros, los más «jóvenes», ya no nos encontramos con él; para nosotros ya era sólo un mito.
A Karel Teige le amaba de verdad. Hoy lo veo más claramente que entonces. No pasaba ni un día sin vernos. Era una persona sinceramente amable, amistosamente generosa y, en los asuntos del arte, brillantemente orientador e insobornable. ¡Cuántas cosas dominaba y sabía aquel hombre! Cuando conseguimos atraer a Vancura, las conversaciones en presencia de éste tenían cada vez más profundidad y altura, y me abrieron el mundo espiritual de par en par.
Entonces, las librerías estaban todavía llenas de libros extranjeros y Teige compraba todo lo que podía. Y en seguida, en el café Slávie, improvisaba la traducción, tomando un café.
Pero empezaré por otra parte. Ya no sé en qué año fue. Una vez estuvimos caminando juntos por el muelle del Sena. Y de repente apareció delante de nosotros una parisina extremadamente atractiva, vestida con una elegancia fuera de lo común. Le brillaban los diamantes en sus orejas y en su mano. Parecía salir de la portada de una revista de modas. Salió de su coche y nos pasó de largo sin hacernos el menor caso. Teige se pasó la pipa de una comisura de los labios a la otra, tocó el borde de su sombrero y dijo con una cierta naturalidad, volviéndose detrás de la bella: