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Anna Karenina

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Anna Karenina
Название: Anna Karenina
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Anna Karenina читать книгу онлайн

Anna Karenina - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

La sola mencion del nombre de Anna Karenina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimononica: pasion y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decia Nabokov, «es una de las mas grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celeberrimo comienzo para comprender que va mucho mas alla: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karenina, que Tolstoi empezo a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias) y no veria publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisicion sobre la institucion familiar y, quiza ante todo, como dice Victor Gallego (autor de esta nueva traduccion), «una fabula sobre la busqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfaccion de los deseos preside la detallada descripcion de una galeria esplendida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepcion, el vertigo y el tedio, los mayores placeres y las mas tristes miserias. «?Que artista y que psicologo!», exclamo Flaubert al leerla. «No vacilo en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporaneo de Tolstoi, la califico de «obra de arte perfecta».

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—Entonces, ¿qué habéis decidido? ¿Os vais? ¿Y qué queréis que haga yo?

—Creo que es mejor que te quedes, Alexandre Andreich —respondió su esposa.

—Como queráis.

Maman, ¿por qué no viene papá con nosotras? —dijo Kitty—. Sería más divertido tanto para él como para nosotras.

El viejo príncipe se puso en pie y acarició los cabellos de Kitty, que alzó el rostro y le miró, esforzándose por sonreír. Siempre había tenido la sospecha de que era quien mejor le entendía en la familia, a pesar de que hablaba poco con ella. Era su favorita, por ser la menor, y suponía que ese cariño lo hacía más clarividente. Ahora, al contemplar su cara surcada de arrugas y encontrarse con sus bondadosos ojos azules, que la miraban fijamente, tuvo la impresión de que su padre podía ver lo que pasaba en su interior y que comprendía lo que la angustiaba. Se ruborizó y se inclinó hacia él, esperando que la besara, pero el príncipe se limitó a pasarle la mano por el pelo, al tiempo que decía:

—¡Estos estúpidos moños postizos! En lugar de acariciar a tu propia hija, ¡estás tocando los cabellos de una difunta! Bueno, Dólinka —agregó, dirigiéndose a su hija mayor—, ¿qué está haciendo tu campeón?

—Nada, papá —respondió Dolly, entendiendo que se refería a su marido—. Se pasa el día fuera de casa, así que apenas lo veo —no pudo menos de añadir, con una sonrisa irónica.

—¿Aún no se ha ido a la aldea para vender el bosque?

—No, sigue preparándose.

—¡Vaya! —exclamó el príncipe—. Entonces, ¿también yo tengo que empezar con los preparativos? A sus órdenes —añadió, dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba—. Escucha lo que voy a decirte, Katia —prosiguió, volviéndose a su hija menor—: un buen día, al despertarte, debes decirte: «Estoy bien de salud y me siento alegre. Ahora que ha caído una buena helada, ¿por qué no reanudar esos paseos que daba con papá por la mañana temprano?».

Lo que decía su padre parecía muy sencillo, pero al oír esas palabras Kitty se turbó y se desconcertó, como un criminal cogido in fraganti. «Sí, lo sabe todo, lo entiende todo, y está tratando de decirme que, por mucho que me cueste, debo sobreponerme a mi vergüenza.» No tuvo ánimos suficientes para contestar. Pronunció unas palabras, pero de pronto rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.

—¡Mira lo que has conseguido con tus bromas! —dijo la princesa, arremetiendo contra su marido—. Siempre tienes que... —Y empezó a lanzarle un reproche tras otro.

El príncipe escuchó un buen rato, sin pronunciar palabra, la regañina de su mujer, pero su semblante se iba ensombreciendo cada vez más.

—Es digna de lástima, la pobrecita, digna de lástima. ¿No te das cuenta de que cualquier alusión a la causa de su pena la hace sufrir? ¡Ah, cómo puede equivocarse una de ese modo con la gente! —añadió la princesa, y por el cambio de tono, tanto Dolly como el príncipe se dieron cuenta de que se estaba refiriendo a Vronski—. No entiendo que no haya leyes que castiguen a esos sujetos viles e innobles.

—¡Ah, lo que tiene uno que oír! —exclamó el príncipe con aire sombrío. Se levantó con intención de marcharse, pero se detuvo al lado de la puerta—. Existen ciertas reglas, querida, y, ya que me obligas, te diré que tú tienes la culpa de todo. Tú y nadie más que tú. Siempre ha habido leyes contra esos jovenzuelos, y sigue habiéndolas. Sí, señora, y si no hubieran sucedido cosas que jamás deberían haber pasado, yo mismo, con lo viejo que soy, habría desafiado a ese petimetre. Ahora tienes que curarla, llamar a esos charlatanes.

Por lo visto, el príncipe tenía mucho más que decir, pero, en cuanto la princesa oyó su tono, se sometió y se arrepintió, como hacía siempre que trataban de cuestiones serias.

—Alexandre, Alexandre —murmuró, dando unos pasos hacia él, y rompió a llorar.

Nada más ver sus lágrimas, el príncipe se calmó y se acercó a ella.

—¡Bueno, basta, basta! Ya sé que también tú estás sufriendo. ¡Qué le vamos a hacer! En realidad, el mal no es demasiado grande. Dios es misericordioso... Démosle las gracias... —añadió, sin saber ya lo que decía, respondiendo de ese modo al húmedo beso que la princesa le había dado en la mano. A continuación salió de la habitación.

En cuanto Kitty, deshecha en lágrimas, se retiró a su cuarto, Dolly, guiada por su instinto maternal, adivinó al instante que aquello sólo podía arreglarlo una mujer, y se dispuso a intentarlo. Se quitó el sombrero y, armándose de valor, se puso manos a la obra. Cuando la princesa había atacado a su marido, había tratado de contenerla, en la medida en que se lo permitía el respeto filial. Pero, durante la réplica indignada del padre, guardó silencio. Sentía vergüenza por su madre y cariño por su padre, que tan poco había tardado en recobrar su ánimo bondadoso. En cuanto el príncipe se marchó, Dolly pasó a ocuparse de lo más urgente: ir a consolar a Kitty.

—Hace tiempo que quería preguntarte una cosa, maman. ¿Sabías que Levin tenía intención de pedir la mano de Kitty la última vez que estuvo aquí? Se lo confesó a Stiva.

—¿Y qué? No entiendo...

—Cabe la posibilidad de que Kitty lo haya rechazado... ¿No te ha dicho nada?

—No, no me ha hablado ni del uno ni del otro. Es demasiado orgullosa. Pero sé que todo se debe a ese...

—Sí, pero, imagínate que haya rechazado a Levin. Y estoy segura de que no lo habría hecho de no haber sido por el otro... El mismo que luego la ha engañado de forma tan cruel.

Anonada por la conciencia de su enorme culpa ante su hija, la princesa se enfadó:

—¡Ah, no entiendo nada! En estos tiempos todas quieren vivir a su manera, no le dicen nada a sus madres y luego...

Maman, voy a ir a verla.

—Vale. ¿Acaso te lo prohíbo? —replicó la princesa.

 

III

Al entrar en el pequeño gabinete de Kitty, un cuartito muy agradable, tapizado de rosa, con muñecas vieux saxe, 22tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty apenas dos meses antes, Dolly recordó con cuánto cariño y alborozo lo habían decorado juntas el año anterior. Se le encogió el corazón cuando vio a su hermana sentada en una silla baja, al pie de la puerta, con los ojos fijos e inmóviles en una punta de la alfombra. Tenía una expresión fría y algo severa que no alteró cuando levantó la vista.

—Me temo que no podré salir de casa en mucho tiempo y tú tampoco podrás venir a verme —dijo Daria Aleksándrovna, sentándose a su lado—. Quería hablar un momento contigo...

—¿De qué? —se apresuró a responder Kitty, levantando asustada la cabeza.

—De tu pena. ¿De qué otra cosa va a ser?

—No tengo ninguna pena.

—Basta, Kitty. ¿Acaso piensas que no me doy cuenta? Lo sé todo. Y, créeme, no tiene tanta importancia. Todas hemos pasado por eso.

Kitty no decía nada, pero sus rasgos seguían expresando la misma severidad.

—No se merece que sufras por él —prosiguió Daria Aleksándrovna, yendo al meollo de la cuestión.

—En efecto, porque me ha desdeñado —dijo Kitty con voz trémula—. ¡No me hables de eso! ¡No me hables de eso, te lo suplico!

—¿Y quién te ha dicho eso? Nadie lo piensa. Estoy convencida de que estaba enamorado de ti y de que lo sigue estando, pero...

—¡Ah, lo que más me desespera es esa compasión! —exclamó Kitty, presa de un enfado repentino. Se removió en la silla, se puso colorada y, moviendo muy deprisa los dedos, se puso a apretujar la hebilla del cinturón tan pronto con una mano como con la otra. Dolly sabía que su hermana recurría a ese gesto cuando estaba furiosa. Y no ignoraba que en tales momentos era capaz de perder la cabeza y proferir muchas cosas innecesarias y desagradables. Quiso calmarla, pero ya era tarde—. ¿Qué es lo que tratas de hacerme entender? ¿Qué? —se apresuró a preguntar Kitty—. ¿Que me he enamorado de un hombre a quien nada le importo y que me muero de amor por él? ¡Y es mi propia hermana quien me lo dice... convencida de que se compadece de mí!... ¡No necesito para nada esas muestras de lástima ni ese disimulo!

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