La Metamorfosis
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'Al despertar Gregorio Samsa una ma?ana, tras un sue?o intranquilo, encontr?se en su cama convertido en un monstruoso insecto.' Tal es el abrupto comienzo, que nos sit?a de ra?z bajo unas reglas distintas, de Lla metamorfosis, sin duda alguna la obra de Franz Kafka (1883-1924) que ha alcanzado mayor celebridad. Escrito en 1912 y publicado en 1916, este relato es considerado una de las obras maestras de este siglo por sus innegables rasgos precursores y el caudal de ideas e interpretaciones que desde siempre ha suscitado. Completan el volumen los relatos 'Un artista del hambre' y 'Un artista del trapecio'.
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En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente.
La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor.
El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfren te, negruzco e interminable era un hospital'º, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada.
Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una, y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba durante ho ras con la lectura de diversos periódicos.
Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su actitud y su unifor me.
La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que conducía hacia abajo.
Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida.
Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado.
También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender.
Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregor poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela.
Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregor comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión.
Pero Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tran quilizado, persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futuro de Gre gor y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregor toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle var por ella; ella habría cerrado la puerta del piso y en el vestí bulo le hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen sar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto.
Pretendía dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregor que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimi do, no lejos de su madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, socorro! Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor, pero, en contradicción con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipita damente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada, caía a chorros sobre la alfombra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja, y miró hacia ella.