Antologia De Cuentos
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—¿Qué puedo hacer, señora? —dijo—. Usted dice que soy una miserable y que he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa.
—¡Lo que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha, asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
—Está bien, le daré las joyas —dijo Pasha, limpiándose los ojos—. Como quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que entregó a la señora.
—Tome si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se iba a poner de rodillas—. Y, si usted es una persona noble... su esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y dijo:
—Esto no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
—Es todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle.
Abriose la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
—¿Qué joyas me ha regalado usted? —se arrojó sobre él Pasha—. ¿Cuándo lo hizo, dígame?
—Joyas... ¡Qué importancia tienen las joyas! — replicó Kolpakov, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
—¡Le pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! —gritó Pasha.
—Dios mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
—No, nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con manos temblorosas—. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo aún más desesperado.
La cronología viviente
El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.
Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.
—Antes, nuestro pueblo era más alegre —decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables—; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?... ¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno... ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha..., me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?
—¡Nueve! —gritó Ana Pavlovna desde su gabinete—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, mamaíta... Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el tenore di grazia Prilipchin?... ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?
—¡Doce!
—Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia! Música, canto, declamación... Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradecidos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76..., no, 77...; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?... Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?