Muertes de perro
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La historia sat?rica del ascenso y ca?da de un dictador sudamericano sirve a Francisco Ayala para analizar distintos problemas morales. El autor, con un lenguaje preciso, convierte su preocupaci?n por la degradaci?n humana en una interesante novela para un lector adulto y comprometido.
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Hubo una pausa. Yo pensé lo que es obvio: que la mera resistencia resulta buena, a lo sumo, para impedir las barbaridades más gordas, pero que en una obra de gobierno lo importante es siempre la iniciativa; y al parecer, Bocanegra estaba últimamente muy abúlico; tal vez porque su voluntad se estimulaba para destruir, pero se distendía frente a las tareas positivas. Omitiendo esta apreciación, declaré mi pensamiento a Loreto: que si alguna vez el Presidente mezquinaba su refrendo, era doña Concha quien de todas maneras llevaba la voz cantante. Por supuesto, yo no me proponía discutir tales cuestiones con mi interlocutora, sino sacarle datos; y añadí:
– Déme, si no, un solo ejemplo de decisión importante adoptada contra la voluntad de ella.
Fue acertar un pleno:
– ¿Contra la voluntad de ella? Pues, sin ir más lejos, el nombramiento de Rosales para ministro de Instrucción -me respondió.
Y yo abrí unos ojos como platos. Me mostré sorprendido; mi sorpresa halagaba a Loreto.
– No es posible -dudé-. Si ella era quien… ¿No había sido idea de ella el incorporar al gobierno gente respetable; gente, en fin, como mi tío Antenor…?
– Verá: el caso de Antenor era muy distinto. Para empezar, ni Antenor, ni ninguno de ustedes, habían hecho nunca la oposición despiadada que les hicieron los Rosales desde su feudo de San Cosme; mi marido, que gloria haya, era una paloma sin hiel, y yo procuré siempre tenerlo alejado de las malas influencias. Comprenderá, además, que mi amistad con la esposa del Presidente tenía que servir para algo. En cambio, pensaba Concha, ¿por qué meter al enemigo en casa, haciendo ministro a un Rosales? Ella los hubiera exterminado a todos de buena gana. En esto, reconozco que era implacable. Y ¡cómo tuvo que luchar con Bocanegra para ver si impedía lo que, al final de cuentas, no impidió! Recuerdo que hasta llegó a insultarlo, después de haber apurado todos los argumentos, incluso el de que ese nombramiento equivalía a reconocerse públicamente responsable por la muerte del senador, queriendo ofrecerle a la familia una especie de reparación vergonzante. Cuando, por fin, estuvo firmado el nombramiento y ella vio que no se había salido con la suya, pasó más de dos semanas sin dirigirle la palabra a su marido. Yo creo que desde ese momento fue que empezó a sentirse desligada de él, y que ahí tuvo comienzo…
– Pero ¿por qué tanta saña? ¿Por qué ese odio africano contra el infeliz Luisito? Después de todo, ¿no estaba muerto ya el miembro agresivo de la familia Rosales?
Sonrió ella [125] , y sólo entonces pude darme cuenta del sentido malicioso que podía atribuirse a mi frase; recordé el episodio de la mutilación, y me dio fastidio haber empleado tan así la palabra «miembro». En realidad, resultó ser la mía una torpeza afortunada, porque Loreto, sospechando sin duda que yo sabía acerca del caso mucho más de lo que aparentaba saber, se resolvió, después de haber dudado un momento, a hablarme con alguna franqueza. Había que comprender -me dijo- que una mujer no perdona jamás cierto tipo de ofensas. Y a Concha, aquel animal de Lucas Rosales la había tratado, sencillamente, como a una vulgar prostituta… Trabajo me costó retener la ironía que, al oírla, tuve en la punta de la lengua: Vulgar, no lo era [126] -quise haberle comentado-; pero me convenía dejarla hablar, explayarse; que me creyera enterado, y no meter la pata antes de tiempo.
Mi prudencia rindió opimos frutos. Lejos estaba yo de sospechar que toda aquella sucia faena del Chino López había sido, no más, la venganza de una hembra rabiosa [127] , lejos estaba de sospechar que, también por supuesto en la prehistoria, la que había de ser con el tiempo Primera Dama de la República tuvo que ver con el señorón soberbio a quien, bien mirado, no podía reprochar después de todo otra cosa sino haberla puesto en su sitio. Aquella trepadora ensayó, sin duda, varias escaleras antes de ligar su suerte a la del poltronazo de Bocanegra. Tampoco sabía yo que había sido en San Cosme donde conoció a éste; y fue durante una temporada que él pasó allí, mucho antes de pensar para nada en política, entregado a la quimera de uno de aquellos negocios absurdos de los que esperaba rápidas y colosales ganancias, y que, indefectiblemente, se le deshacían pronto entre las manos sin dejarle otro recurso que el aguardiente de caña. Ella, por entonces, había acudido a San Cosme, y estaba hospedada en el único hotel del pueblo, encima del almacén del gallego Luna, con intenciones de perseguir a don Lucas Rosales y, si necesario fuera, hacerle un escándalo delante de la familia. La nueva amistad entablada ahora con Bocanegra la disuadió y desvió de sus propósitos. Y tan pronto como el negocio de las acerolas -que era la especulación de turno- se evidenció ilusorio, desaparecieron de allí ambos en busca de mejor fortuna.
¡Tiempos aquéllos! Todavía tenía que inventar él nuevos negocios fantásticos, y conversarlos, y planearlos, y entramparse hasta los ojos, y fracasar varias veces, antes de que, compadecido del pobre pueblo sufridor, y de sí mismo, descubriera su vocación política.
– ¡Qué verdad es -observó Loreto- que sin esa mujer, Concha, jamás hubiera hecho Bocanegra lo que hizo ni hubiera llegado donde llegó! Talento no le faltaba, ya se pudo ver, pero fue ella, y nada más que ella, quien le dio la idea; no sólo la idea (la idea no es nada): quien le dio el impulso, la constancia, los ánimos, la voluntad indomable que una cruzada así requiere, sobre todo al comienzo, cuando no se es nadie y cualquier pretensión parece demasiado osada…
Loreto se levantó de su asiento y fue a buscar en una gaveta; enseguida me alargó una fotografía amarillenta. Ahí estaba Bocanegra con sus polainas ya, y un sombrero de ala ancha sobre los ojos, en medio de su estado mayor de «pelados». Y, entre ellos, única mujer en el grupo, doña Concha, bien joven, casi una niña por su aspecto, sonriéndole a la cámara fotográfica. ¿Para qué me enseñaba a mí eso? Sentí una cosa rara, especie de náusea, o vértigo, no sé.
– Es todo un documento, una pieza de museo histórico -dije, y se la devolví.
Pero lo que a mí me interesaba saber eran los detalles de la muerte del senador Rosales, y ésos, o no los conocía Loreto, o no me los quiso comunicar. Me aseguró, sí, que el asesinato en las gradas del Capitolio no había sido cosa de doña Concha; por lo menos, que no era ella quien lo había dispuesto; pero de ahí no pasaban sus noticias… Lo que me llamaba la atención es que esa mujer no hubiera dado por saldada su deuda ni aun después de que liquidaron al ofensor. A la señora presidenta se le hacía insufrible el hecho de que don Luisito, el otro hermano, hubiera entrado luego a formar parte del gobierno, hasta el punto de no perdonárselo nunca a su marido. Se ve que el antiguo e inconfesable agravio recibido de Rosales estaba ahora recubierto por motivos de odio político, y éste ofrecía fáciles razones de apariencia impersonal, o suprapersonal, para cohonestar la inquina; de modo que el acto de Bocanegra al decretar ese nombramiento combatido por ella con tanta vehemencia le pareció, no sólo un bofetón, sino algo así como una deslealtad hacia la causa por la que habían luchado juntos, y hasta una traición al pueblo.
– Entonces, en último análisis, y si las cosas se conducen hasta sus causas primeras, lo que a Bocanegra le ha costado la vida habría sido aquella decisión suya de meter en el gabinete a uno de los Rosales -resumí yo en tono de conjetura. Loreto parpadeó, sin entender bien al comienzo-. Digo -le aclaré-; puesto que eso determinó el primer desacuerdo serio, constituyendo una fuente de resentimiento para…
– Sí, sí, así es -se apresuró ella-: Todo lo que ha pasado puede considerarse como una revancha de los Rosales. En cierto modo. Una revancha póstuma. ¿Quiere que le diga una cosa? En el fondo de su alma, Concha seguía teniéndoles miedo. No sólo odio: miedo también. Aunque parezca extraño, una vez que hubo logrado acabar con su poderío, y cuando los vio destruidos, su odio se transformó en miedo. Estoy convencida de que su actitud (bastante irracional, como le reprochaba Bocanegra), su oposición cerrada al nombramiento de don Luisito para ministro de Instrucción, estaba dictada, más que nada, por el miedo. Lo que se dice un miedo irracional. Irracional, pero muy justificado, como después hemos visto…
Yo guardé silencio, y esperé. Me había dado cuenta de que, en su cabeza de chorlito, se agitaban pensamientos extraños, y no quería yo disiparlos o desviarlos llevándola al hecho de que, por resentimiento contra su marido, o por ambición, o por lo que fuere, había sido la misma doña Concha quien desató la catástrofe. En vez de eso, me limité a una reflexión anodina.
– La verdad es -dije- que nunca se sabe.
– O, cuando viene a saberse, ya no hay remedio -replicó ella. ¿En qué estaría cavilando? Continuó-: Con todo su miedo, era bien imprudente, sin embargo, la pobre, y no podía estarse quieta. ¡Caro le ha costado! A otros, el miedo los paraliza; a ella no; ella no podía estarse quieta.
Miró al techo, y yo seguí su mirada: un techo pintado de color crema, con absurdos florones en el centro y las esquinas; se balanceó en su butaca de mimbres, y yo le observé los pies, un poco hinchados dentro de los zapatos donde los había embutido para recibir mi visita. Prosiguió en tono soñador:
– Si uno tiene cosas sobre la conciencia, más vale dejar en paz a los difuntos. Y ¿quién, cuando ya no es tan joven, no tiene algo sobre la conciencia? En fin, el propio Tadeo Requena se resistía como gato panza arriba; y en cuanto a mí, para qué le cuento: nunca me gustó ese jueguito de invocar a los espíritus. Uno mete el dedo en el enchufe y, ¡claro!, termina por darle la corriente. Pero cuando a ella se le había puesto algo en la cabeza no había manera de resistírsele. ¡Menuda descarga tuvo que sufrir al hacerse presente de improviso, en medio de una sesión más bien sosona, como un rayo, el espíritu del senador Rosales! Irrumpió a su manera brusca; y no necesito decirle a usted el susto. La médium se pone rígida como un palo, pega con la cabeza en la pared tremendo calamorrazo, y empieza a hablar de una manera tan altiva que hubiera sido bastante ya para conocer en ella al senador. Venía con el designio de dirigir a Tadeo el mensaje, la orden mejor dicho, porque en realidad era una orden… Concha se descompuso; nunca la he visto tan lívida, tan aterrorizada como en aquel instante.