Niebla
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Miguel de Unamuno escribi? Niebla, en 1907, y desde su primera publicaci?n en 1914 no ha dejado de reeditarse y se ha traducido a multitud de idiomas, lo que prueba su inter?s y vigencia, pero ?qu? es Niebla? Su autor la calific? de `novela malhumorada`, de `nivola`, de `rechifla amarga`. La realidad supuesta de «Niebla» es la de un caso patol?gico en busca de su ser a trav?s del di?logo, pero el autor ha organizado esta an?cdota en un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacros donde al final lo ?nico real es el propio acto de lectura que estamos realizando, en el que Unamuno da a sus lectores importancia de re-creadores, de eslab?n final de la cadena narrativa.
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No faltan otros eruditos que con la característica caridad de la especie, habiendo vislumbrado a Paparrigópulos y envidiosos de antemano de la fama que preven le espera, tratan de empequeñecerle. Tal hay que dice de Paparrigópulos que, como el zorro, borra con el jopo sus propias huellas, dando luego vueltas y más vueltas por otros derroteros para despistar al cazador y que no se sepa por dónde fue a atrapar la gallina, cuando si de algo peca es de dejar en pie los andamios, una vez acabada la torre, impidiendo así que se admire y vea bien esta. Otro le llama desdeñosamente concionador, como si el de concionar no fuese arte supremo. El de más allá le acusa, ya de traducir, ya de arreglar ideas tomadas del extranjero, olvidando que al revestirlas Paparrigópulos en tan neto, castizo y transparente castellano como es el suyo, las hace castellanas y por ende propias, no de otro modo que hizo el padre Isla propio el Gil Blas de Lesage. Alguno le moteja de que su principal apoyo es su honda fe en la ignorancia ambiente, desconociendo el que así le juzga que la fe es trasportadora de montañas. Pero la suprema injusticia de estos y otros rencorosos juicios de gentes a quienes Paparrigópulos ningún mal ha hecho, su injusticia notoria, se verá bien clara con sólo tener en cuenta que todavía no ha dado Paparrigópulos nada a luz y que todos los que le muerden los zancajos hablan de oídas y por no callar.
No se puede, en fin, escribir de este erudito singular sino con reposada serenidad y sin efectismos nivolescos de ninguna clase.
En este hombre, quiero decir, en este erudito, pues, pensó Augusto, sabedor de que se dedicaba a estudios de mujeres, claro está que en los libros, que es tratándose de ellas lo menos expuesto, y de mujeres de pasados siglos, que son también mucho meños expuestas para quien las estudia que las mujeres de hoy.
A este Antolín, erudito solitario que por timidez de dirigirse a las mujeres en la vida y para vengarse de esa timidez las estudiaba en los libros, fue a quien acudió a ver Augusto para de él aconsejarse.
No bien le hubo expuesto su propósito prorrumpió el erudito:
– ¡Ay, pobre señor Pérez, cómo le compadezco a usted! ¿Quiere estudiar a la mujer? Tarea le mando…
– Como usted la estudia…
– Hay que sacrificarse. El estudio, y estudio oscuro, paciente, silencioso, es mi razón de ser en la vida. Pero yo, ya lo sabe usted, soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno materiales para que otros que vengan detrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada que no sea colectivo es ni sólido ni durable…
– ¿Y las obras de los grandes genios? La Divina Co media, la Eneida , una tragedia de Shakespeare, un cuadro de Velázquez…
– Todo eso es colectivo, mucho más colectivo de lo que se cree. La Divina Comedia , por ejemplo, fue preparada por toda una serie…
– Sí, ya sé eso.
– Y respecto a Velázquez… a propósito, ¿conoce usted el libro de Justi sobre él?
Para Antolín, el principal, casi el único valor de las grandes obras maestras del ingenio humano, consiste en haber provocado un libro de crítica o de comentario; los grandes artistas, poetas, pintores, músicos, historiadores, filósofos, han nacido para que un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y una frase cualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no la repite y cita la obra, la edición y la página en que la expuso. Y todo aquello de la solidaridad del trabajo colectivo no era más que envidia a impotencia. Pertenecía a la clase de esos comentadores de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su oficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas.
– Pero, bien, ¿qué opina usted de la psicología femenina? -le preguntó Augusto.
– Una pregunta así, tan vaga, tan genérica, tan en abstracto, no tiene sentido preciso para un modesto investigador como yo, amigo Pérez, para un hombre que no siendo genio, ni deseando serlo…
– ¿Ni deseando?
– Sí, ni deseando. Es mal oficio. Pues bien, esa pregunta carece de sentido preciso para mí. El contestarla exigiría…
– Sí, vamos, como aquel otro cofrade de usted que escribió un libro sobre psicología del pueblo español y siendo, al parecer, español él y viviendo entre españoles, no se le ocurrió sino decir que este dice esto y aquel aquello otro y hacer una bibliografía.
– ¡Ah, la bibliografía! Sí, ya sé…
– No, no siga usted, amigo Paparrigópulos, y dígame lo más concretamente que sepa y pueda qué le parece de la psicología femenina.
– Habría que empezar por plantear una primera cuestión y es la de si la mujer tiene alma.
– ¡Hombre!
– Ah, no sirve desecharla así, tan en absoluto…
«¿La tendrá él?», pensó Augusto, y luego:
– Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las veces de alma… ¿qué cree usted?
– ¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme el secreto de lo que le voy a decir?… Aunque, no, no, usted no es erudito.
– ¿Qué quiere usted decir con eso?
– Que usted no es uno de esos que están a robarle a uno lo último que le hayan oído y darlo como suyo…
– Pero ¿esas tenemos…?
– Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza un ladronzuelo; se lo digo a usted yo, yo, yo que lo soy. Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros las pequeñas cositas que averiguamos y a impedir que otro se nos adelante.
– Se comprende: el que tiene almacén guarda su género con más celo que el que tiene fábrica; hay que guardar el agua del pozo, no la del manantial.
– Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudito, me promete guardarme el secreto hasta que yo lo revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casi desconocido escritor holandés del siglo XVII una interesantísima teoría respecto al alma de la mujer…
– Veámosla.
– Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así como el entendimiento agente de Averroes, repartida entre todas ellas. Y añade que las diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y querer de cada mujer provienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, clima, alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres, dice ese escritor, se parecen entre sí mucho más que los hombres y es porque todas son una sola y misma mujer…
– Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así que me enamoré de una me sentí en seguida enamorado de todas las demás.
– ¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y casi desconocido ginecólogo que la mujer tiene mucha más individualidad, pero mucha menos personalidad, que el hombre; cada una de ellas se siente más ella, más individual, que cada hombre, pero con menos contenido.
– Sí, sí, creo entrever lo que sea.
– Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que estudie usted a una mujer o a varias. La cuestión es ahondar en aquella a cuyo estudio usted se dedique.
– Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder hacer el estudio comparativo? Porque ya sabe usted que ahora se lleva mucho esto de lo comparativo…
– En efecto, la ciencia es comparación; mas en punto a mujeres no es menester comparar. Quien conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer. Ade más, ya sabe usted que todo lo que se gana en extensión se pierde en intensidad.
– En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo intensivo y no al extensivo de la mujer. Pero dos por lo menos… por lo menos dos…
– ¡No, dos no!, ¡de ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bastante tarea, por lo menos tres. La dualidad no cierra.
– ¿Cómo que no cierra la dualidad?
– Claro está. Con dos líneas no se cierra espacio. El más sencillo polígono es el triángulo. Por lo menos tres.
– Pero el triángulo carece de profundidad. El más sencillo poliedro es el tetraedro; de modo que por lo menos cuatro.
– Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo menos tres. Pero ahonde usted en una.
– Tal es mi propósito.