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Una Muneca Rusa – El Lado De La Sombra

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Una Muneca Rusa – El Lado De La Sombra
Название: Una Muneca Rusa – El Lado De La Sombra
Дата добавления: 16 январь 2020
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Una Muneca Rusa – El Lado De La Sombra - читать бесплатно онлайн , автор Casares Adolfo Bioy

S?lo los grandes maestros como Bioy Casares dominan con maestr?a el arte de contar historias sencillas, propias de la peque?a odisea cotidiana del ser humano, que, no obstante, sin que el lector perciba exactamente cu?ndo ni c?mo, lo precipitan en una atm?sfera de inaprensible extra?eza o enajenaci?n, a veces inquietante, como en «Un encuentro en Rauch», a veces atroz, como en «Margarita o El poder de la farmacopea», y a veces delirante, como en «A prop?sito de un olor» o en «Bajo el agua». En estos casos, como en «Una mu?eca rusa», es lo grotesco lo que vuelca insidiosamente la realidad; y, en otros a?n, como en «Cat?n», la amarga iron?a de las contradicciones entre el arte y la pol?tica es la que nos compromete en una reflexi?n turbadora. De la risa incontenible al desasosiego, Bioy Casares nos conduce hacia ese asombroso lugar fronterizo entre lo real y lo fant?stico en el que la ficci?n, todopoderosa, nos envuelve completamente.

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Invistiendo caracteres de verdadero padre, un día usted me reconvino: «Hay que asentar cabeza. En esta multitud de mujeres ¿quién no se perdería? El Gran Artista trepa, se encarama, descubre en el tropel a la mujer única y por el procedimiento de la repetición pura la impone. Entonces los del gran número nos enamoramos de su modelo y levantamos para usted un pedestal, del que nadie lo bajará al primer cascotazo». Diríase que el mundo se confabuló para que yo pareciera un ejemplo de docilidad. Isaura, que por su vigor de animal joven, desechaba la sola idea del abrigo y siempre andaba acatarrada, cayó enferma. No di con Antoñita ni con Violeta. El teléfono de Saturna funcionaba mal. Yo había perdido la pista de Irene. Preocupado, porque era sábado y el lunes debía entregar los trabajos, crucé enfrente, al parque Chacabuco, a tomar el sol. Cuando pasé del parque propiamente dicho al sector que los jubilados llaman el jardín italiano, divisé, a la izquierda, en el extremo de un sendero rojo, rodeado de simétricos canteros de césped, a mi amigo don Braulio, cubierto por el paño negro de su máquina, fotografiando a una señorita rubia y larga, vestida de verde, sentada en un banco de mármol, debajo del arco de un ciprés. Para mis adentros comenté: «Es un cuadro de Gastón Latouche». Mientras me alejaba, la idea de cuadro me llevó a la de modelo y reflexioné que dejaba atrás la solución. Volví sobre mis pasos. Con algo de cocinero que revuelve y prueba, don Braulio manipulaba sus placas. La señorita había desaparecido.

Pregunté:

– ¿Quién es? ¿Crees que volverá?

– Tiene que volver. Si no vuelve ¿me como las fotografías? No, mi amigo, eso no se hace.

Después de explicarle la situación, dije a don Braulio:

– Necesito cuanto antes un modelo. Tal vez tú podrás hablar a la señorita.

– Déjalo por mi cuenta -respondió.

– Que vaya a tratar a casa. ¿Recuerdas el número?

– No importa el número. Es la casa que parece un mascarón de proa.

Aunque mi casa, que forma esquina, no parece un mascarón de proa, sino una proa, comprendí que don Braulio la identificaba; según el estado de ánimo, la veo como una proa avanzando triunfalmente sobre el verde del parque o como un agudo vértice que gravita sobre mi corazón con la sombra y el peso de muros, donde alguna que otra ventana, muy breve, se entreabre sórdidamente.

Calentaba el agua para el mate, cuando sonó la campanilla. Abrí la puerta: Emilia, la mujer única, por la que usted clamaba y ahora protesta, entró en mi casa.

– El fotógrafo me habló -dijo-. Nunca trabajé de modelo, pero vengo resuelta a todo.

Echó a reír, porque estaba en uno de sus días alegres y tontos. Creo que me enamoré inmediatamente, aunque no es imposible que en verdad el proceso llevara una semana.

Con desagrado reflexioné: «Como nunca trabajó de modelo, no sabe lo que va a cobrar; tendré que decírselo; le parecerá poco».

Para que no sospechara que yo era idiota -hacía rato que estaba callado- justifiqué mi silencio:

– Estoy pensando en algo que después arreglaremos.

– ¿En qué? -preguntó..

– Ya arreglaremos -repetí.

Insistió:

– Quiero saberlo ahora. No me pida que espere. Yo nunca espero. Odio la incertidumbre.

La curiosidad le iluminaba el rostro y le oscurecía la inteligencia. Emilia era prodigiosamente joven.

– Bueno: pensaba que deberíamos convenir cuánto le pagaré.

Como si me dijera: «Esperaba algo más interesante que esa miseria», exclamó:

– Ah.

Aquella tarde tomamos mate y trabajamos. Mi señor Grinberg, ¿le comunico los dos axiomas de mi conducta? Helos aquí: lo primero va primero y que cada cual se conozca. Si no dibujo a Emilia, acaso no dibuje. Yo con Emilia estoy contento; lo demás viene después. Permítame que alce un poco la voz, como si usted fuera sordo, para aclarar que lo demás incluye todo lo demás. Desde luego, mi situación con Emilia no es tan estable como yo la desearía (ni como ella la desearía: «La mujer quiere estabilidad» es una frase que siempre repite). Me consuelo, o trato de consolarme, con la reflexión de que la vida misma, comparable a una cambiante luz que pasa por nosotros, también es precaria. Estas ideas me traen el recuerdo de la gente de la casa de al lado, cuando yo era chico. En cuanto apretaba el verano, cargados de valijas, precedidos de camiones de Villalonga, cargados de baúles, partían a Mar del Plata, a instalarse por la temporada, pero usted, contando los bultos, calculaba que no volverían hasta quién sabe cuándo; pues mire, aunque entonces el tiempo fluía con pasmosa lentitud, antes de que usted se acostumbrara a la noción de que habían partido, los tenía de vuelta, con las valijas, con los baúles, con Villalonga. Como predica en el parque un inglés de cuello de celuloide y traje negro, sobre arena movediza levantamos un tabernáculo.

Mi vida es calma y ordenada. Por la mañana trabajo en apuntes de la víspera o dibujo de memoria, hasta que llega Tomasa, la sirvienta. Entonces, con la red debajo del brazo, me corro a la panadería, al mercado, al almacén y ¿usted lo creerá? no sin agrado elijo las compras, alterno saludos y comentarios con los conocidos, casi diría con los amigos, que encuentro ritualmente, a la misma hora, en los mismos lugares. A mi vuelta, la casa está limpia, Tomasa prepara la comida, yo sigo dibujando. Después del almuerzo cruzo al parque, a tomar el sol, y departo con jubilados, cuyo aspecto deprime a Emilia. Entrando a conversar, la gente vale por lo que dice, de modo que yo, aunque pintor, paso por alto la traza cuando es atinada la reflexión, o cuando es útil, como la que ayer sometió don Arturo, el de los ojos como huevos al plato reventados, que, según colijo, trabajó en calidad de vareador en algún stud platense, pese a que se proclame ex ascensorista del Palacio Barolo. «Tú, carbonilla en mano», me dijo don Arturo, «suda que te suda para arrancar el parecido a la personita que retratas y te juego la cabeza que mientras tanto, lo más oronda, la fulana copia al dedillo tus gestos, palabras, amén de opiniones: cosa de nunca acabar. La mujer hay que ver cómo copia».

A las cinco en punto vuelvo a casa, a esperar a Emilia, que llega con retardo. Mi dicha dura tres horas (otros tienen menos). Antes de las nueve parte Emilia y por separado acometemos un largo trayecto que preveo con temor y que luego, muchas veces, deploro: revolución de veintiuna horas, en que Emilia recorre un mundo hostil. Todo lo sé, porque ella es perfectamente sincera.

Emilia no va a su casa, a las nueve, sino al club. Créame, señor Grinberg, no sé cómo una muchacha de vivo y delicado discernimiento tolera a esa gente; porque mi indulgencia -habría que decir mi caridad- es menor, no la acompaño y sufro lo que sufro. A esta altura de nuestra relación, concurrir al club me resulta virtualmente imposible. Sin embargo, al principio, la misma Emilia me pedía que la acompañara. Yo me negaba, para demostrar mi superioridad. Es claro que si ahora yo apareciera una noche por los salones del club me volvería tan odioso como cualquier espía. Emilia va, porque a alguna parte hay que ir, pero le aseguro que no tiene afinidad con los consocios que allá encuentra: gente sin interés, ni un solo artista, la humanidad que abunda. No puedo pedirle que se quede en su casa, porque su casa la deprime. ¿A quién no deprimiría el estrépito de esa infinita reyerta de los padres y la compañía del hermano, de espíritu comercial, y de la hermana, la profesora, que no perdona al prójimo la propia fealdad y decencia? Tampoco puedo, sin provocar toda suerte de sinsabores, retenerla en casa. Emilia me previene: «Yo no quiero ser pasto de las fieras. No quiero estar en boca de nadie». Por mi parte, le encuentro razón.

Usted preguntará por qué no me casé con ella. Quien mira de afuera no entiende de vacilaciones y con rápida lógica dispara su desdeñosa conclusión. El matrimonio con Irene, con Antoñita o con Violeta no hubiera tenido sentido; cuando por fin llegó Emilia, yo me había hecho a la vida de soltero; estaba dispuesto a querer y a sufrir, pero no a cambiar de costumbres. Después, por amor propio u otra causa, Emilia no quiso que nos casáramos.

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