Toda la belleza del mundo

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Toda la belleza del mundo
Название: Toda la belleza del mundo
Автор: Seifert Jaroslav
Дата добавления: 16 январь 2020
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Toda la belleza del mundo - читать бесплатно онлайн , автор Seifert Jaroslav

Jaroslav Seifert

(Rep. Checa, 1901-1986)

Poeta checo, premio Nobel en 1984. Su obra, plena de sencillez y sensualidad, fue repetidamente censurada en su pa?s por la negativa de Seifert a abrazar la ortodoxia pol?tica. Naci? en un barrio obrero de Praga. Sin llegar a terminar sus estudios, pero ya muy conocedor de la historia y cultura de su pa?s, comenz? a escribir, de arte sobre todo, en distintos peri?dicos y revistas. En 1921 apareci? su primer libro de poemas, La ciudad en llamas, en la l?nea vanguardista del grupo Devetsil, que ?l mismo contribuy? a fundar. Le seguir?an El amor mismo (1923), su transici?n al poetismo (movimiento po?tico checo influido por el futurismo y el surrealismo europeos y el marxismo), y En las ondas (1926). En Paloma mensajera (1929) domina lo cotidiano y, estil?sticamente, un clasicismo abundante en im?genes naturales y parco en met?foras, alejado del tono, m?s dram?tico y tenebroso, de compa?eros de generaci?n como Vlad?mir Holan o Frantisek Halas. Seifert, que fue miembro fundador del Partido Comunista Checoslovaco, rompi? sus relaciones con ?l en 1929, despu?s de un viaje que realiz? a la antigua Uni?n Sovi?tica y de haberse negado a rechazar el gobierno democr?ticamente elegido, para adoptar una actitud independiente, siempre en defensa de las libertades. Durante la II Guerra Mundial recuper?, por un tiempo, el favor del partido por su oposici?n encarnizada a los ocupantes nazis. Estas ideas est?n presentes en los poemas de tono patri?tico de Casco de tierra (1945) y Mano y llama (1948). En 1950 se puso otra vez en una situaci?n muy comprometida al defender a su amigo Frantisek Halas acusado, como ?l, de subjetivismo. En 1956, como consecuencia de un discurso en el que criticaba la pol?tica cultural del estalinismo y tambi?n de una larga enfermedad, dej? de publicar. Su obra se reanud? en 1965 con Concierto en la isla y en 1966, con un gesto t?pico de la esquizofrenia reinante en la ?poca, fue nombrado artista nacional. Entre 1968 y 1970 asumi? la direcci?n de la Uni?n de Escritores Checos, desde la que conden? duramente la invasi?n sovi?tica de 1968 y firm? la Declaraci?n de las 2.000 palabras, pidiendo a la direcci?n del partido la continuidad del proceso democratizador que se hab?a iniciado. A partir de 1977, en gran parte por su postura en defensa de los Derechos Humanos en Checoslovaquia, volvi? a tener dificultades para publicar y sus dos siguientes libros, La columna de la peste (1977) y El paraguas de Picadilly (1979), con duras advertencias sobre el neoestalinismo, se editaron en Alemania. Sus memorias, Toda la belleza del mundo, aparecieron simult?neamente en Checoslovaquia y Alemania, en 1983, a?o en el que tambi?n se edit? su ?ltimo libro de poemas, Ser poeta. Se le concedi? el Premio Nobel en 1984. Seifert es, junto con Holan, Halas y Nezval, una de las voces esenciales de la poes?a checa del siglo XX.

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Seguramente habrá olvidado aquel momento del rincón del café Nacional. Después de muchos años le hicieron una entrevista en París y, a la pregunta de un checo, contestó que su nombre tuvo su origen en la palabra francesa «citoyen». Sí, parecía probable, pero no fue así. Como padrino de su seudónimo, he fracasado. Lástima: si se hubiera recordado más exactamente, tendría un recuerdo de la ventana del café que ya no existe y de un bello momento de nuestra juventud.

Nezval, que en aquella época estaba empleado en la redacción del diccionario de lengua checa de Masaryk, estaba, como siempre, un poco impaciente. No pudo esperar hasta llegar a la letra T, y ya que los manuscritos sólo habían llegado hasta la C, escribió rápidamente la entrada Cermínova Marie. La escribió con entusiasmo. Cuando se publicó el diccionario, en una reseña de un periódico se sorprendieron por esta entrada, porque a Marie Cermínova la conocía muy poca gente.

Creo que pocos pintores fueron honrados de esta forma en los siguientes volúmenes del diccionario.

Era una chica agradable y bonita. La queríamos todos.

De la misma manera que no le agradaba su apellido, también se avergonzaba de su sexo femenino. Siempre hablaba de sí misma en forma masculina. En principio esto nos parecía algo extraño y grotesco, pero con el tiempo nos acostumbramos.

Recuerdo un hermoso diálogo, después de medianoche, en una calle praguesa. Nos detuvimos a tomar una copa; fuera, helaba. Toyen estaba viviendo en casa de su hermana, en la estación de Smíchov. Su cuñado trabajaba allí como jefe de estación. Llamamos un taxi y sentamos a Manka adentro, pero antes de ponerse el coche en marcha, Manka abrió la ventanilla, abrazó a Teige y le comunicó con voz trágica:

– ¡Adiós! Soy un pintor triste.

Teige le recomendó que se sentase en un rinconcito y todos le deseamos de todo corazón que durmiese bien. ¡Y buenas noches!

No lo oyó todo, porque el coche se alejaba ya, llevándose a la pintora triste a Smíchov. Naturalmente no creíamos en su tristeza. Toyen era animada y alegre; hablando, decía directamente lo que pensaba y nos encontrábamos bien en su compañía.

¡Los cafés de Praga! Los restos que nos quedan hoy no pueden ser un testimonio sobre la vida de los cafés entre las dos guerras. Tenían carácter, a menudo muy distinto el uno del otro. A los más tranquilos iban los estudiantes, y los lectores de diarios tenían allí toda la prensa conseguible de Europa. Algunos periódicos extranjeros llegaban el mismo día. En el centro de la ciudad había cafés de lujo, muy visitados por las damas mundanas. En esta clase de cafés los camareros se afeitaban dos veces al día, cosa que entonces me parecía increíble. Luego hubo cafés frecuentados por los artistas. Los actores iban a Slávie. También nosotros nos sentábamos allí cuando queríamos estar solos. Pero en el café Nacional que hoy ya no existe, solíamos estar a diario. En cierta época visitábamos también el Metro.

Al café Unionca, situado en un palacio de la esquina de las avenidas Národní y Perstyn, iba la gente en tiempos más viejos. Cuando se acercaba su fin -estaba bastante decrépito- sólo lo visitaban los contemporáneos, los amigos y los deudores del amo, el señor Patera. Yo también le debo dos cafés. A los cafés de invierno iban los enamorados para poder estar cogidos de la mano por debajo de la mesa. En el café Nacional, los muchachos invitaban a sus amigas a una copa de arroz helado con melocotón y nata.

Unos antiguos versos de Gellner, con los que el poeta se despedía de los cafés vieneses, eran incomprensibles para nosotros:

Dura es la despedida del teatro de revistas donde cantaba un pobre coro por la noche; y de los cafés. ¡Cuánto me gustaba su aburrimiento! Dos años jóvenes pasé sentado allí.

Pero nosotros, en los cafés de entonces, no nos aburríamos nunca. Todo lo contrario. Las salas estaban llenas del murmullo de las alegres voces, del ruido de los pasos, de las sillas y sillones arrastrados y del tintineo de los vasos y los platos. No, silencio no había allí. O tal vez sólo lo había por la mañana. Pero tengo un amargo recuerdo de una visita matinal. En el café se discutía, se hacían planes, se producían polémicas apasionadas y nunca se tenía la sensación de haber perdido el tiempo. Allí se podían leer todas las revistas culturales y las caras revistas extranjeras con fotografías. La erótica La vie parisienne era de las más leídas y al cabo de unos días estaba rota como una bandera después de una guerra. Las señoras miraban las modas extranjeras y algunas incluso arrancaban las páginas cuando el camarero no miraba. Y sonreían cuando se enfadaba el camarero que compraba las revistas.

Después de una noche pasada en vela discutiendo, el poeta Hora y yo estábamos en el café Nacional, medio vacío.

En el guardarropa todavía no había nadie, así que echamos los abrigos y los sombreros sobre las sillas vacías y continuamos en la larga conversación nocturna. Llevaba más o menos una semana de casado y mi mujer me regaló con sus ahorros un precioso abrigo de tela inglesa y me compró, en la mejor tienda, un elegante sombrero de terciopelo y unos guantes de gamuza. Hasta me consiguió un bastón de bambú. Entonces estaban de moda. Vestido así, seguramente tenía un aspecto extraordinario. Todos me tomaban el pelo. Cuando al cabo de dos horas nos levantamos para irnos a casa, no encontramos en la silla ni el abrigo, ni el sombrero ni los guantes. Incluso el bastón desapareció. Hora comentó fríamente que era el castigo por mi elegancia exagerada. Me sentí muy triste. El ajado abrigo de Hora, naturalmente, lo encontramos sobre la silla.

Lo único que nadie tomaba en las cafeterías era café. Era legendariamente malo. Las dos coronas que valía eran como pagar la entrada, en el invierno, a una sala cálida y, en el verano, a un local lleno de humo. Además, el ambiente amistoso siempre valía la pena. En el café Nacional nos solíamos sentar al lado de la ventana, en un rincón. Cerca de nuestra mesa hubo el asiento del profesor Pekár. Se sentaba al lado de un montón de diarios. Fumaba puros y a veces parecía que nos escuchaba con un oído. ¡Pues que escuchase!

Con la señorita Toyen -pero no, así no la llamábamos nunca- hojeábamos, desdeñosos, la revista Volné Smery.

¿Dónde están aquellos hermosos y un poco traviesos días cuando no nos tomábamos en serio casi nada? Éramos jóvenes, nos gustaban las señoritas bellas y elegantes y Toyen nos aseguraba con insistencia que ella pecaba de lo mismo; pero creo que aquello no era más que un juego y una parte de su autoestilización masculina, que tanto le agradaba.

De todos modos, no teníamos nada en contra.

El arquitecto Bedfich Feuerstein era, me parece, un poquito mayor que nosotros. Pero ya era un hombre y artista hecho. Ya se estaba acabando su edición monumental del Instituto Geográfico y el Teatro Nacional había hecho varias escenificaciones suyas, plásticamente elegantes, sorprendentes. Cuando Teige y yo estuvimos en París por primera vez, ya en las primeras horas topamos con Feuerstein. Junto con Sima nos iniciaron en la complicada belleza de esta ciudad. Según me acuerdo, este hombre elegante e interesante no compartía con nosotros muchas de las locuras que hacíamos al principio de nuestra carrera artística, como, por ejemplo, la primera exposición de Devétsü.

El era entonces amigo de los hermanos Capek y de los Tvrdosíjny. No obstante, entraba también en nuestros círculos, se hizo amigo nuestro y al final se encariñó con nosotros. Le correspondíamos con una cierta confianza y respeto.

Y este hombre, de repente, se enamoró de Toyen. Me parece que con bastante insistencia. Sabíamos que no solía tener suerte con las chicas. El mismo lo admitía. Por eso prefirió confesar su súbito ardor a alguien. Me eligió a mí. Naturalmente se lo conté en seguida a Manka. Esperaba que me despidiera con unas palabras frías. Pero no fue así. Lo escuchó con una sonrisa que podría decirlo todo o nada al mismo tiempo.

Un día Feuerstein apareció en el café y sacó de su cartera una rosa muy graciosamente envuelta. La desenvolvió y se la dio a Toyen con estas palabras:

– A la musa de Devétsil.

Las rosas no eran lo que más agradaba a Manka. Puso la hermosa flor en un vaso con agua y dejó de hacerle caso. Temía que se le olvidara en la mesa. No consideraba esa manera de galanteo como la más agradable.

Ya no me acuerdo cómo terminó aquella pequeña historia de amor. Creo que de ninguna manera. Se deshizo silenciosamente. También por el hecho de que Feuerstein, al cabo de poco tiempo, se fue al Japón, invitado por el arquitecto checo Reimann. Pero la palabra musa se quedó colgada de alguna manera en las nubéculas de humo de encima de la mesa.

Admito que una tal designación de una mujer joven y bella me complacía, aunque Teige lo comentó con una burla. Seguramente no tenía a Toyen por la más ideal para esa antigua misión, ni la palabra musa le cabía en el diccionario moderno. En cambio yo, en silencio, inauguré a Toyen en esta gloriosa función. Aunque no había bebido con las hijas de Zeus de la sagrada fuente de Hipocrene, la cual, según el profesor Entlich del instituto de Zizkov, salió bajo el golpe del casco de Pegaso, Manka era bastante bonita y amaba la poesía; entonces, ¿por qué no?

El destino de Feuerstein fue trágico. Una grave enfermedad nerviosa le condujo hasta el puente Trojsky y allí terminó su vida con un salto al agua. Como hombre y como artista era inapreciable. Nezval compuso un bello poema sobre él. Pero creo que se merecía uno aún más hermoso.

Con su presencia, Toyen incrementaba una agradable atmósfera creadora. Participaba en todas las conversaciones y polémicas y tenía una firme fe artística. Gustaba a muchos. Es que también creaba atmósfera con su atractivo de chica. Escribí unos poemas sobre ella. Publiqué algunos y Toyen me sugirió que tradujera el ciclo de sonetos lesbianos de Verlaine. Tres de ellos publicó Styrsky en su Revista Erótica.

Poco después de acabar la guerra -Styrsky ya no existía-, Toyen se marchó a Francia.

Desapareció en París como en una ventisca de nieve. ¿Pero nieva en Francia tan espesamente como aquí? No lo sé. El caso es que desapareció en la inundación de luces en los bulevares. O se perdió en el brillo de los diamantes exhibidos en la Rué de la Paix. Se convirtió en francesa y hay poca probabilidad de que algún día atraviese de nuevo el puente Carlos.

Ahora ya no me levanto tan temprano. Pocas veces los versos me arrancan de las sábanas. Me gusta dormir aunque el cielo esté todo rosado. Una persona de edad a punto de llorar en cada emoción. Y con frecuencia me duermo aunque truene. Los ancianos duermen para irse acostumbrando: cuando se duerman para siempre, dormirán una eternidad tras otra. Ya han muerto Teige y Nezval. También Styrsky, Feuerstein, Wachsman y Muzika. Han desaparecido Josef Havlícek y Honzík, y los poetas Halas, Biebl, Hofejsí, Vancura y Hora. Han muerto muchos de aquellos con los que vivíamos y con los que experimentábamos nuestras alegrías.

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