El maestro y Margarita
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Pero tampoco Varenuja había tenido la oportunidad de conocer al nigromante. Stiopa había irrumpido el día anterior en el despacho de Rimski («como un loco», según decía el mismo Rimski) con el borrador del contrato, pidiendo que lo pusieran en limpio inmediatamente y que entregaran a Voland el dinero. Pero el mago desapareció y nadie pudo conocerle, a excepción de Stiopa.
Rimski sacó el reloj: ¡las dos y cinco! comprobó furioso. La verdad es que tenía toda la razón. Lijodéyev había llamado sobre las once, diciendo que llegaría en seguida y no sólo no había venido, sino que, además, había desaparecido.
— Está todo paralizado — casi rugía Rimski, señalando con el dedo un montón de papeles a medio escribir.
—¡Mira que si lo ha atropellado un tranvía como a Berlioz! — decía Varenuja, escuchando las graves, prolongadas y angustiosas señales del teléfono.
— Pues no estaría mal — apenas se oyeron las palabras de Rimski, dichas entre dientes.
En este momento entró en el despacho una mujer, chaqueta de uniforme, gorra, falda negra y alpargatas. Sacó de una bolsita que le colgaba de la cintura un pequeño sobre blanco cuadrado y un cuaderno, y preguntó:
—¿Quién es Varietés? Un telegrama urgentísimo. Firme.
Varenuja hizo un garabato en el cuaderno de la mujer y, en cuanto se cerró la puerta tras ella, abrió el sobrecito cuadrado. Leyó el telegrama; parpadeando, le dio el sobre a Rimski.
El telegrama decía lo siguiente: «yalta moscú varités hoy once y media instrucción criminal apareció moreno pijama sin botas enfermo mental dice ser lijodéyev director varietés telegrafíen instrucción criminal yalta donde esté director lijodéyev.»
—¡Mira por dónde! — exclamó Rimski, y añadió—: ¡Vamos de sorpresa en sorpresa!
—¡Falso Dimitri! [13] —dijo Varenuja, y se puso a hablar por teléfono—. ¿Telégrafos? A cuenta del Varietés. Telegrama urgente. ¡Oiga! «Yalta Instrucción Criminal Director Lijodéyev en Moscú Director de Finanzas Rimski.»
Después de la noticia del impostor de Yalta, Varenuja siguió buscando a Stiopa por teléfono; buscó por todas partes y, naturalmente, no le encontró.
Cuando Varenuja, con el teléfono descolgado, pensaba adónde podía llamar, entró de nuevo la mujer que trajera el primer telegrama y le entregó un nuevo sobre. Lo abrió con mucha prisa, y al leer su contenido silbó.
—¿Qué pasa ahora? — preguntó Rimski con gesto nervioso.
Varenuja, sin decir una palabra, le alargó el telegrama y el director de finanzas pudo leer: «suplico crean arrojado yalta hipnosis de voland telegrafíen instrucción criminal confirmación identidad lijodéyev.»
Rimski y Varenuja, las cabezas juntas, releían el telegrama; luego se miraron, sin decir palabra.
—¡Ciudadanos! — se impacientó la mujer—. ¡Firmen, y después pueden estar así, callados, todo el tiempo que quieran! ¡Tengo que llevar los telegramas urgentes!
Varenuja, sin dejar de mirar el telegrama, echó una firma torcida en el cuaderno de la mujer, que rápidamente desapareció.
—¿Pero no has hablado con él a las once y pico? — decía el administrador perplejo.
—¡Pero esto es ridículo! — gritó Rimski con voz aguda—. Haya hablado o no, ¡no puede estar en Yalta! ¡Es de risa!
— Está bebid… — dijo Varenuja.
—¿Quién está bebido? — preguntó Rimski, y de nuevo se quedaron mirándose el uno al otro.
No había duda, el que telegrafiaba desde Yalta era un impostor o un loco. Pero había algo extraño: ¿cómo podía el equívoco personaje de Yalta saber quién era Voland y que había llegado el día antes a Moscú?
— «Hipnosis»… — repetía Varenuja la palabra del telegrama—. ¿Cómo sabe lo de Voland? — parpadeó, y luego exclamó muy decidido—: ¡No! ¡Tonterías!… ¡Tonterías, tonterías!
—¿Dónde diablos se hospeda ese Voland? — preguntó Rimski.
Varenuja se puso en contacto inmediatamente con la Oficina de Turistas extranjeros y Rimski se sorprendió en extremo al saber que se había instalado en casa de Lijodéyev. Marcó el número de éste y durante un buen rato escuchó las señales prolongadas y graves. Se oía también una voz monótona y lúgubre que cantaba: «Las rocas, mi refugio…». Varenuja pensó que había interferencias en la línea y la voz sería del teatro radiofónico.
— En su casa no contesta nadie — dijo colgando el teléfono—. ¿Qué hago? ¿Llamo otra vez?
Apenas pudo terminar, porque en la puerta apareció la cartera de nuevo, y los dos, Rimski y Varenuja, se adelantaron a su encuentro. Esta vez el sobre que sacó de la bolsa no era blanco, sino de un color oscuro.
— Esto empieza a ponerse interesante — dijo Varenuja entre dientes, acompañando con la mirada a la mujer que se iba muy presurosa. Rimski se apoderó del sobre.
Sobre el fondo oscuro de papel fotográfico se veían claramente unas letras negras, manuscritas: «Comprueba mi letra, mi firma, telegrafía confirmación, establecer vigilancia secreta Voland Lijodéyev».
En los veintisiete años de actividad teatral Varenuja había visto bastantes cosas, pero ahora se sentía incapaz de reaccionar, como si un velo siniestro le envolviese el cerebro. Lo que pudo decir fue algo vulgar que no dejaba de ser absurdo:
—¡Pero esto es imposible!
Rimski reaccionó de manera distinta. Se levantó y abriendo la puerta, vociferó al ordenanza, que permanecía sentado en una banqueta.
—¡Que no entre nadie más que los de correos! — y cerró con llave.
Sacó de un cajón un montón de papeles y, cuidadosamente, hizo la comparación de la letra gruesa, inclinada a la izquierda de la fotocopia, con la letra de Stiopa que hallara en algunas resoluciones. Varenuja, apoyado sobre la mesa, exhalaba un cálido vaho sobre la mejilla de Rimski. Comprobó sus firmas, que terminaban en un gancho complicado, y dijo al fin con seguridad:
— Esta letra es la suya.
Y Varenuja repitió como un eco: «La suya».
Observando a Rimski con detención, el administrador notó con asombro el cambio que éste había experimentado. Su delgadez parecía haberse acentuado, incluso daba la impresión de haber envejecido de repente. Tras la montura de sus gafas de concha, la expresión de sus ojos había cambiado, perdiendo su vivacidad habitual. Su fisonomía se había cubierto de un tinte no sólo de angustia, sino también de tristeza.
Varenuja se comportó como cualquier hombre se comporta ante algo insólito. Recorrió el despacho dos veces, alzando los brazos a manera de un crucificado, y bebió un vaso de agua amarillenta de la jarra, antes de exclamar:
—¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo!
Rimski, con la mirada perdida a través de la ventana, se concentraba en algún pensamiento. Su situación era realmente difícil. Era necesario hacer algo en seguida, inventar, sin moverse de allí, justificaciones ordinarias para sucesos extraordinarios.
Entornó los ojos imaginándose a Stiopa en pijama y sin botas subiendo a un avión superrápido a eso de las once y media y, a esa misma hora, apareciendo en calcetines en el aeropuerto de Yalta… Pero ¿qué diablos estaba pasando? Puede que no fuera él con quien hablara por la mañana, pero ¡cómo no iba a conocer la voz de Stiopa! Además, ¿quién, sino él podía haberle hablado desde su casa por la mañana? Era él, seguro; el mismo Stiopa que la noche anterior entrara en el despacho, poniéndole nervioso por su falta de formalidad. ¿Cómo iba a marcharse sin decir nada en el teatro? Si hubiera salido en avión la noche anterior, no podía estar en Yalta a mediodía. ¿O sí podía?
— Oye, ¿cuántos kilómetros hay a Yalta? — preguntó Rimski.
Varenuja dejó de correr de un lado a otro y replicó:
—¡También yo lo he pensado! Hay unos mil quinientos kilómetros por tren hasta Sebastopol, ponle otros ochocientos a Yalta. Bueno, por avión serían menos.
— Humm… ¡Por ferrocarril, ni pensarlo! Pero entonces, ¿cómo? ¿En un avión, en un caza? ¿Pero le iban a dejar ir en un caza, sin botas, además? Y ¿para qué? Ni siquiera con botas le hubiesen dejado. Nada, en un avión de caza tampoco. Si decía el telegrama que a las once y media apareció en la Instrucción Criminal y estuvo hablando por teléfono en Moscú… ¡Un momento!… (tenía el reloj frente a él).
