Anna Karenina
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La sola mencion del nombre de Anna Karenina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimononica: pasion y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decia Nabokov, «es una de las mas grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celeberrimo comienzo para comprender que va mucho mas alla: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karenina, que Tolstoi empezo a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias) y no veria publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisicion sobre la institucion familiar y, quiza ante todo, como dice Victor Gallego (autor de esta nueva traduccion), «una fabula sobre la busqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfaccion de los deseos preside la detallada descripcion de una galeria esplendida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepcion, el vertigo y el tedio, los mayores placeres y las mas tristes miserias. «?Que artista y que psicologo!», exclamo Flaubert al leerla. «No vacilo en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporaneo de Tolstoi, la califico de «obra de arte perfecta».
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—Pues sí. ¿Cómo lo sabe?
—¡Ah, qué feliz edad la suya! —prosiguió Anna—. Aún me acuerdo de esa bruma azulada, parecida a la de las montañas de Suiza, que recubre todas las cosas en esa época dichosa en que se está a punto de salir de la infancia, cuando ese círculo, enorme, despreocupado y feliz, se va convirtiendo en un camino cada vez más estrecho, en un desfiladero en el que entramos con una mezcla de angustia y alegría, a pesar de que nos parece fascinante y luminoso... ¿Quién no ha pasado por eso?
Kitty sonreía sin decir palabra. «Pero ¿cómo habrá pasado ella por esa situación? ¡Lo que daría por conocer su historia de amor!», pensaba Kitty, recordando el aspecto nada poético de Alekséi Aleksándrovich, su marido.
—Me he enterado de algunas cosas por boca de Stiva. La felicito. El joven me ha gustado mucho —prosiguió Anna—. Coincidí con Vronski en la estación de ferrocarril.
—¡Ah! ¿Estaba allí? —preguntó Kitty, ruborizándose—. ¿Y qué es lo que le ha contado Stiva?
—Pues todo. Y no sabe cómo me alegraría. Ayer hice el viaje con la madre de Vronski —continuó—, y no dejó de hablarme de él. Es su predilecto. Ya sé lo parciales que son las madres, pero...
—¿Y qué le contó?
—¡Ah, muchas cosas! No cabe duda de que es su predilecto, pero aun así se ve que es un caballero... Por ejemplo, me contó que había querido ceder toda su fortuna a su hermano, y que siendo todavía un niño había realizado toda una hazaña: salvar a una mujer de morir ahogada. En resumidas cuentas, que es un héroe —dijo Anna, sonriendo y acordándose de los doscientos rublos que Vronski había dado en la estación.
Pero no mencionó esa anécdota. Por alguna razón, su recuerdo le causaba cierto malestar. Sentía que era algo que la concernía muy de cerca, algo que no tendría que haber sucedido.
—Me pidió encarecidamente que la visitara —prosiguió Anna—. Y para mí será un gran placer volver a ver a esa viejecita. Creo que iré mañana... bueno, gracias a Dios, Stiva lleva un buen rato en la habitación de Dolly— agregó Anna, cambiando de tema y poniéndose en pie, molesta por algo, según le pareció a Kitty.
—¡No! ¡Yo primero! ¡Yo! —gritaban los niños que, nada más terminar el té, salieron disparados hacia la habitación en la que estaba su tía Anna.
—¡Todos juntos! —exclamó ella.
Y, echándose a reír, corrió al encuentro de esa bandada de niños bulliciosos, que chillaban entusiasmados, los abrazó y los revolcó por el suelo.
XXI
Cuando sirvieron el té para los mayores, Dolly salió sola de su habitación. Stepán Arkádevich debía de haberse marchado por la puerta trasera.
—Temo que pases frío allí arriba —observó Dolly, dirigiéndose a Anna—. Quiero que te instales aquí. Así estaremos más cerca.
—¡Ah, por favor, no te preocupes por mí! —respondió Anna, escudriñando el rostro de Dolly en busca de señales que le permitieran averiguar si se había producido la reconciliación.
—Aquí tendrás más luz —añadió la cuñada.
—Te aseguro que duermo como un lirón en cualquier sitio.
—¿Qué pasa? —preguntó Stepán Arkádevich, saliendo de su despacho y dirigiéndose a su mujer.
Por el tono, Anna y Kitty comprendieron inmediatamente que se habían reconciliado.
—Quiero que Anna se instale abajo, pero necesitaría cambiar las cortinas. Nadie sabrá hacerlo, así que tendré que hacerlo yo misma —le contestó Dolly.
«¿Se habrán reconciliado del todo?», pensó Anna, al oír el tono frío y sereno de su cuñada.
—Ah, Dolly, deja de buscarte complicaciones —dijo Stepán Arkádevich—. Si quieres, yo me ocuparé de todo...
«Sí, seguro que se han reconciliado», pensó Anna.
—Sí, ya sé cuál es tu forma de resolver las cosas —respondió Dolly—. Le darás a Matvéi un encargo imposible de cumplir, te marcharás, y él acabará haciéndolo todo al revés —objetó Dolly, y esa sonrisa irónica que le era tan propia frunció la comisura de sus labios.
«Completa, una reconciliación completa —concluyó Anna—. ¡Gracias a Dios!», y, llena de contento por haber sido la causa de ese feliz desenlace, se acercó a Dolly y le dio un beso.
—Nada de eso. ¿Por qué nos desprecias de ese modo a Matvéi y a mí? —dijo Stepán Arkádevich, con una sonrisa apenas perceptible, dirigiéndose a su mujer.
Dolly pasó toda la tarde gastándole pequeñas bromas a su marido, como era su costumbre; éste, por su parte, se mostró contento y satisfecho, aunque trataba de refrenarse, para dar a entender que, a pesar de que le habían perdonado, no había olvidado su culpa.
Alrededor de la mesa de té se había entablado una conversación especialmente agradable y animada, pero a las nueve y media se produjo un acontecimiento en apariencia trivial, pero que, por alguna razón, a todos les pareció extraño. Hablaban de unos amigos comunes de San Petersburgo, cuando Anna de pronto se levantó.
—Tengo un retrato suyo en mi álbum —dijo—. Por cierto, voy a enseñaros a mi Seriozha —añadió con una sonrisa de orgullo maternal.
Solía darle las buenas noches a su hijo a eso de las diez, y a menudo lo acostaba ella misma antes de ir a algún baile. Por eso, al acercarse esa hora, se sintió triste de estar tan lejos de él. Cualquiera que fuera el tema que abordasen, ella seguía pensando en su hijito de cabellos rizados. Le apetecía hablar de él y contemplar su fotografía. Aprovechando la primera oportunidad, se puso en pie y, con sus andares ligeros y decididos, se fue a buscar el álbum. La escalera que conducía a su habitación partía del caldeado descansillo de la escalinata principal.
En el momento en que salía del salón, sonó la campanilla en el recibidor.
—¿Quién puede ser? —dijo Dolly.
—Es demasiado pronto para que vengan a buscarme y demasiado tarde para una visita —observó Kitty.
Probablemente vienen a traerme algún documento —terció Stepán Arkádevich.
En el momento en que Anna atravesaba el descansillo, un criado subía a toda prisa para anunciar al recién llegado, que esperaba al pie de una lámpara. Anna echó un vistazo y reconoció en el acto a Vronski. Un extraño sentimiento de miedo y alegría estremeció su corazón. Vronski estaba de pie, con el abrigo puesto, y sacaba algo del bolsillo. En el preciso instante en el que Anna llegaba a la mitad del descansillo, el joven levantó los ojos y, al verla, su rostro adoptó una expresión asustada y confusa. Anna le saludó con una ligera inclinación de cabeza y siguió su camino. A continuación se oyó el vozarrón de Stepán Arkádevich, que invitaba a su amigo a que subiera, y el tono reposado y sereno con que éste rehusaba.
Cuando Anna regresó con el álbum, Vronski ya no estaba. Stepán Arkádevich le explicó que había venido para hablar de una cena que iban a dar al día siguiente en honor de una celebridad de paso.
—Pero no ha querido entrar por nada del mundo. Qué tipo tan extraño —añadió.
Kitty se ruborizó. Pensaba que sólo ella comprendía la razón por la que Vronski había venido y se había negado a entrar. «Habrá estado en nuestra casa —pensaba—, y, al no encontrarme allí, habrá supuesto que estaba aquí. Pero no ha querido entrar por lo tarde que es y por la presencia de Anna.»
Después de intercambiar miradas en silencio, se pusieron a hojear el álbum de Anna.
No tenía nada de extraño ni de particular que alguien visitara a un amigo a las nueve y media de la noche para recabar detalles de una comida que habían planeado y no quisiera entrar en el salón; pero a todos les sorprendió ese proceder, en especial a Anna, que lo juzgó incomprensible e improcedente.
XXII
El baile acababa de empezar cuando Kitty y su madre subieron la gran escalera inundada de luz, repleta de flores y lacayos con pelucas empolvadas y libreas rojas. De las salas llegaba un murmullo acompasado, semejante al de una colmena. Mientras se arreglaban el peinado y el vestido delante del espejo del descansillo, entre macetas con altos arbustos, oyeron los sones delicados y precisos de los violines, que atacaban el primer vals. Un anciano vestido de paisano, que había estado acicalándose las patillas grises delante de otro espejo y que despedía un penetrante olor a perfume, se topó con ellas en la escalera y les cedió el paso, admirando, sin duda, a Kitty, a quien no conocía. Un joven imberbe, uno de esos muchachos de la alta sociedad a quienes el viejo príncipe Scherbatski llamaba «cachorros», vestido con un chaleco muy escotado, las saludó al pasar, mientras se arreglaba la corbata blanca; después de subir unos peldaños, se dio la vuelta e invitó a Kitty para la cuadrilla. Como la primera la tenía comprometida con Vronski, le concedió la segunda. Un militar, que se estaba abotonando el guante y atusándose el bigote al lado de la puerta, miró fascinado a la sonrosada Kitty.