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Seis problemas para don Isidro Parodi

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Seis problemas para don Isidro Parodi
Название: Seis problemas para don Isidro Parodi
Автор: Borges Jorge Luis
Дата добавления: 16 январь 2020
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Seis problemas para don Isidro Parodi - читать бесплатно онлайн , автор Borges Jorge Luis

Amantes del g?nero policial, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dieron cauce de expresi?n a las inquietudes y solaces fruto de su com?n afici?n en los singulares relatos que toman como eje a un «detective» o investigador no menos singular: Isidro Parodi, «el penado de la celda 273» de la Penitenciar?a Nacional, que resuelve los casos que le plantean sin moverse de ella. Publicado en 1942 bajo el pseud?nimo com?n de H. Bustos Domecq, SEIS PROBLEMAS PARA DON ISIDRO PARODI est? integrado por seis piezas que, pese a ser completamente independientes, van desplegando en un segundo plano ante el lector todo un elenco de personajes que, sometidos a un ba?o de humor corrosivo que les imprime rasgos y aires propios de «grand guignol», sirven de articuladores de unas tramas que hunden su ra?z en la mejor tradici?n del cuento de misterio. (Alianza Ed.)

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»Mire, los veo descentrados a los que opinan que esta cosa tan inexplicable es un misterio, porque mayor embrollo hubiera sido si el crimen se produce a la noche, cuando el hotel se llena de caras desconocidas, que yo no llamo pensionistas, porque después de pagar la cama se han ido, y si te vi no me acuerdo.

»Con la excepción de Fainberg y un servidor, casi todos estaban en el hotel, al efectuarse el hecho de sangre. Resultó después que Zarlenga también faltó a la cita de honor, por causa de una riña en Saavedra, a la que había ocurrido para correr un gallo batarás del padre Argañaraz.

II

A los ocho días, Tulio Savastano irrumpió en la celda, agitado y feliz. Apenas pudo balbucear:

– Le hice la changuita, señor. ¡Aquí viene mi trompa!

Lo siguió un señor algo asmático, rasurado, de melena canosa y ojos celestes. Su ropa era aseada y oscura; usaba una chalina de vicuña, y Parodi notó que tenía las uñas lustradas. Las dos personas de respeto ocuparon con naturalidad los dos bancos; Savastano, ebrio de servilismo, recorría y volvía a recorrer la cortísima celda.

– El 42, este caballerito me entregó su mensaje -dijo el señor canoso-. Mire, si es para hablarme del asunto Limardo, yo no tengo nada que ver. Esa muerte ya me tiene cansado, y en el hotel tenemos un charleta que no es para menos. Si usted sabe algo, señor, más bien póngase al habla con ese mocito Pagola, que está a cargo de la pesquisa. De fijo que se lo agradece, porque andan más perdidos que un negro en la cerrazón.

– ¿Por quién me toma, don Zarlenga? Con esa mafia yo no me trato. Tengo, eso sí, algunas vislumbres, que, si usted me hace el obsequio de atender, quizá no le pese.

»Si quiere vamos a empezar por Limardo. Este joven, que es una luz, lo tenía por un espía mandado por el marido de la señora Juana Musante. Respeto el parecer, pero me pregunto, ¿a qué enredar la historia con un espía? [4] Limardo era el empleado de Correos de Banderaló; directamente, el marido de la señora. Usted no me va a negar que es así.

»Mire, voy a contarle toda la historia, tal como yo me la figuro. Usted a Limardo le sacó la mujer y lo dejó penando en Banderaló. A los tres años de abandono, el hombre no aguantó y decidió venirse a la Capital. Quién sabe el viaje que hizo; la cosa es que llegó deshecho cuando los carnavales. Había empeñado la salud y el dinero en una peregrinación de penurias, y encima le tocaron diez días de encierro, antes de ver a la mujer por la que se había costeado desde tan lejos. Esos días a 0,90 cada uno le acabaron el capital.

»Usted, en parte por darse corte, en parte por lástima, dejaba decir que Limardo era muy hombre; hasta se le fue la mano, y lo hizo matón. Después, cuando lo vio aparecer en su propio hotel, sin un peso de muestra, no perdió la ocasión de favorecerlo, que era afrentarlo de nuevo. Ahí empezó el contrapunto: usted, empeñado en rebajarlo; el otro, en rebajarse. Usted lo relegó al tinglado de los 0,60 y encima le encajó la contabilidad; nada le bastaba a Limardo y a los pocos días ya estaba tapando las goteras y hasta limpiándole su pantalón. La señora, la primera vez que lo vio, se le enconó y le dijo que se fuera.

»Renovales también apadrinó la expulsión, disgustado por los procederes del hombre y por el trato descomedido que usted le daba. Limardo se quedó en el hotel y buscó nuevas humillaciones. Un día, unos desocupados estaban pintando un gato; Limardo se entrometió, no tanto por buenos sentimientos, sino porque buscaba que lo castigaran. Lo castigaron, y encima usted le hizo embuchar un candial y más de un insulto. Después ocurrió lo del cigarro. Esa broma del ruso le costó a su hotel un limosnero serio. Limardo se hizo el culpable, pero esta vez usted no lo castigó, porque empezaba a maliciar que algo muy feo se proponía con esas humillaciones. Pero hasta entonces todo había sido cuestión de golpes o de injurias; Limardo buscó una afrenta más íntima; la vez que usted se había disgustado con la señora, el hombre juntó público y les pidió que se amigaran y se besaran delante de todos. Fíjese lo que eso representa: el marido juntando mirones para pedirle a la mujer y al amante que vuelvan a quererse. Usted lo echó. A la mañana siguiente estaba de vuelta, cebando mates al último infeliz del hotel. Vino después lo de la resistencia pasiva, que es otro nombre para dejarse patear. Usted, para cansarlo, le destinó ese bichadero al lado de su cuarto, donde podía oír a satisfacción las ternezas de ustedes dos.

»Luego dejó que el ruso lo reconciliara con los farristas. También apechugó con eso, porque su plan era que todo el mundo lo rebajara. Hasta él mismo se insultó: se puso a la altura de este caballero, aquí presente -se trató a sí mismo de perro. Esa tarde la bebida lo hizo hablar y dijo que había traído el revólver para matar a un hombre. Un chismoso fue con el cuento a la dirección del hotel; usted lo quiso volver a echar, pero Limardo le hizo frente esa vez y le dio a saber que él era invulnerable. Usted no vio muy claro lo que le decían, pero se asustó. Ahora llegamos a lo peliagudo.

El joven Savastano se sentó en cuclillas, para atender mejor. Parodi lo miró distraídamente y le rogó que tuviera la fineza de retirarse, porque tal vez no convenía que él escuchara lo demás. Savastano, alelado, apenas atinó con la puerta. Parodi prosiguió sin apuro:

– Días antes, este joven que nos acaba de favorecer con su ausencia había sorprendido no sé qué enredo entre el ruso Fainberg y una señorita Josefa Mamberto, de la mercería. Escribió esa pavada en unos corazoncitos y en lugar de los nombres puso iniciales. Su señora mujer, que los vio, entendió que J.M. quería decir Juana Musante. Hizo que el cocinero que ustedes tienen lo castigara al pobre infeliz, y encima le guardó rencor. Ella también había maliciado un propósito detrás de las humillaciones de Limardo; cuando oyó que se había venido con el revólver "para matar a un hombre", supo que ella no estaba amenazada y temió, como era natural, por usted. Sabía que Limardo era cobarde; pensó que estaba juntando ignominias para ponerse en una situación imposible y verse obligado a matar. Veía justo, la señora; el hombre estaba resuelto a matar; pero no a usted: a otro.

»El domingo era un día muerto en el hotel, como dijo su compañero. Usted había salido; estaba en Saavedra corriendo un gallo del cura Argañaraz. Limardo se ganó a la pieza de ustedes con el revólver en la mano. La señora Musante, que lo vio aparecer, creyó que él había entrado a matarlo a usted. Lo despreciaba tanto, que no había tenido asco en sacarle un cortaplumas de hueso, cuando lo expulsaron. Ahora usó de ese cortaplumas para matarlo. Limardo, que tenía un revólver en la mano, no se resistió. La Juana Musante puso el cadáver en el catre de Savastano, para vengarse del cuento de los corazones. Como usted recordará, Savastano y Fainberg estaban en el teatro.

»Limardo logró al fin su propósito. Era cierto que había traído el revólver para matar a un hombre; pero ese hombre era él. Había venido de lejos; meses y meses había mendigado el deshonor y la afrenta, para darse valor para el suicidio, porque la muerte es lo que anhelaba. Yo pienso que también, antes de morir, quería ver a la señora.

Pujato, 2 de septiembre de 1942

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