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Un Puente Sobre El Drina

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Un Puente Sobre El Drina
Название: Un Puente Sobre El Drina
Автор: Andric Ivo
Дата добавления: 16 январь 2020
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Un Puente Sobre El Drina - читать бесплатно онлайн , автор Andric Ivo

Ivo Andric, connotado escritor de origen bosnio (1892-1975), cre? en los a?os de la Segunda Guerra Mundial una trilog?a novel?stica denominada ‘de los Balcanes’. Del primero de sus t?tulos, ‘Cr?nica de Travnik’, ya hay gran rese?a en Hislibris. Esta es la presentaci?n del segundo: ‘Un puente sobre el Drina’.

Drina es el nombre de un r?o que desde antiguo ha hecho de frontera natural entre Bosnia y Serbia. En el siglo XVI, cuando la regi?n circundante conformaba una provincia adscrita al imperio turco, el visir que la gobernaba decidi? construir un puente sobre dicho r?o, a la altura de la ciudad de Vichegrado. La presente novela cubre los cuatro siglos que van desde la construcci?n del puente hasta el per?odo inicial de la Primera Guerra Mundial.

Se trata de una obra de ficci?n con basamento en hechos hist?ricos. Su registro es epis?dico, alternando la an?cdota y el drama. Andric es un estupendo fabulador, de modo que en ‘Un puente…’ ni lo dram?tico degenera en patetismo ni lo anecd?tico en banalidad. Nunca sus materiales, aquellos de los que se vale el autor, llegan a degradar el alto nivel del todo. Mi impresi?n es que Andric advierte en cada situaci?n un indicio de sentido -de la vida, del mundo, del ser del hombre-, sin que esto signifique que la novela abunde en filosof?as (como no abunda en simbolismos). Acaso hiciera una muy certera selecci?n de lo que, a su juicio, merece ser contado en unas cr?nicas (mayormente ficticias, c?mo ?stas de la ciudad de Vichegrado). El caso es que ninguno de los episodios que componen la novela adolece de gratuidad, y todos ellos sortean con ?xito los riesgos de la sordidez y el melodrama.

Cada personaje y cada sucedido, cual sea el volumen que ocupen en el conjunto, son ?tiles al prop?sito de plasmar la dignidad de lo humano, as? como la futilidad de toda soberbia (ideas ambas, directrices en el plan de la obra). Por momentos parece que el relato discurriese por la senda ejemplarizante de cierta literatura, mas enaltecido por la ausencia de moralinas y de sentencias edificantes. He ah?, por ejemplo, el personaje de lamentable estampa cuyo destino es el de ser buf?n del pueblo: incluso ?l en su miseria puede disfrutar un asomo de gloria, cuando le celebran la peque?a aunque temeraria proeza de bailar sobre el parapeto del puente. O aquel dignatario musulm?n, presunto erudito y cronista de la ciudad, en realidad un fatuo ignorante: los hechos m?s notorios -tal como la conquista austro-h?ngara de la provincia- empalidecen ante su convencimiento de que nada ser?a m?s importante que su propia persona; as? pues, sus pretendidas cr?nicas no pasan de unas cuantas p?ginas de cuadernillo.

Si el puente aparece como escenario privilegiado de la novela, su kapia (una terraza provista de grader?os a mitad de la construcci?n) es a la vez hito y ep?tome de la historia de Vichegrado -tanto la Gran Historia como la peque?a, la del hombre com?n-. En la kapia se re?nen a diario ociosos y opinantes de lo divino y de lo humano. All? se comentan noticias y se cierran negocios, y refuerzan los vichegradenses sus v?nculos sociales. Desde la kapia se arroja al r?o la bella a la que han desposado contra su voluntad. Ah? se le ha aparecido a un jugador compulsivo el Gran Engatusador, que lo ha curado de su mal pero tambi?n le ha robado su vitalidad. Sobre sus piedras consuman los juerguistas grandes borracheras, y las nuevas generaciones de estudiantes filosofan sobre el mundo y rivalizan en amores. Es en una losa de la kapia donde se emplazan bandos y proclamas oficiales (del gobierno turco primero, luego del poder habsburgo). En esta terraza se instalan las guardias que controlan el paso de viajeros y transe?ntes. En postes erigidos de prop?sito exhibe el ej?rcito turco cabezas de rebeldes serbios -tambi?n de inocentes que han tenido el infortunio de hacerse sospechosos al arbitrio otomano-. En la terraza discuten los musulmanes, ya en el siglo XIX, las medidas a seguir para enfrentar el avance de las tropas cristianas. Y es en ella que un comit? representativo de las tres religiones de la ciudad (musulmana, ortodoxa y jud?a) recibe al victorioso ej?rcito austro-h?ngaro -y sufre el desd?n de su altivo comandante-.

El puente es tambi?n testigo y v?ctima del cambio de los tiempos. Nacido como fundaci?n p?a por voluntad de un gobernante isl?mico, conforme transcurren los siglos su significado religioso pierde relevancia, para terminar cediendo frente al utilitarismo y pragmatismo de los d?as de la modernidad (llegada con el dominio habsburgo). Estupefactos, los musulmanes de Vichegrado observan lo que ellos consideran caracter?stica inquietud y laboriosidad de los occidentales, manifiesta en los ingentes trabajos de reparaci?n del puente. Pero tambi?n constatan -desde el prisma de los m?s ancianos y testarudos de entre aquellos- la malicia e impiedad del eterno enemigo, al enterarse de que los austr?acos han instalado una carga explosiva en la emblem?tica edificaci?n.

Entrado el siglo XX, el pa?s ser? un enorme campo de batalla en que se batir?n los ej?rcitos de imperios decadentes y de incipientes estados. Si durante las Guerras Balc?nicas de 1912 y 1913 en Vichegrado s?lo resuenan ecos distantes de la guerra, el conflicto desatado por el atentado de Sarajevo (el asesinato del archiduque Francisco Fernando) acaba por ensa?arse con la ciudad.

“[…] Y el puente -comenta en medio de la novela el narrador- continuaba irgui?ndose, como siempre, con su eterna juventud, la juventud de una concepci?n perfecta y de las grandes y estimables obras del hombre, que ignoran lo que sea envejecer y cambiar y que no comparten -al menos, ?sa es la impresi?n que dan- el destino de las cosas ef?meras de este bajo mundo”.

Lo lamentable es que los azares de la historia confirmen a veces -tal vez con demasiada frecuencia- la precariedad de impresiones como aquella. No obstante, habr?a que congratularse de que la misma veleidosa historia inspire obras de excelencia, como ?sta que he comentado. Si hay gentes de talento en quienes aproveche la inspiraci?n, mejor que mejor.

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El viejo había llegado por la carretera de Rogatitsa y, para desgracia suya, era el primer viajero de aquel día en que se había concluido el reducto y en que se había montado la primera guardia. En efecto: cayó mal, a una hora en que todavía no había amanecido, y para colmo, llevando como una vela encendida, un grueso bastón en el que se veían grabados signos y palabras extrañas.

El reducto se lo tragó como una araña se zampa a una mosca. Fue interrogado brevemente. Se le conminó para que dijese quién era, lo que era, de dónde era y para que explicase los adornos y las letras que figuraban en su bastón. Repuso incluso a las preguntas que no le fueron formuladas; se expresaba libre y abiertamente, igual que si se encontrase en presencia del Juez Supremo y no delante de los resentidos turcos. Dijo que no era nada, ni nadie, sino solamente un viajero sobre la tierra, una sombra al sol. Los pocos días que le quedaban de vida, los iba pasando entre oraciones y visitas a los monasterios; y así continuaría hasta que hubiese recorrido todos los lugares santos, las fundaciones piadosas, las tumbas de los zares y de los grandes señores servios. En cuanto a las efigies y a las letras que adornaban su bastón, simbolizaban las distintas épocas de la libertad y del esplendor servio pasado y futuro. Porque, según decía el anciano sonriendo modesta y tímidamente, estaba cercano el momento de la resurrección y, a juzgar por lo que se leía en los libros y por lo que se veía en la tierra y en los cielos, estaba incluso muy, muy cercana. El reino de los cielos resucitaba, rescatado por la experiencia y fundado sobre la verdad.

– Ya sé que lo que escucháis no os agrada, señores, y que no debería haber hecho ante vosotros estas revelaciones, pero me habéis detenido y me exigís que os diga todo de acuerdo con la verdad: no hay otra solución. Dios es la Verdad y Dios es Uno y, ahora, os ruego que me dejéis partir, porque hoy mismo tengo que llegar a Bania, al monasterio de la Santísima Trinidad.

El intérprete Chefko traducía intentando en vano encontrar, entre sus escasos conocimientos de la lengua turca, las expresiones adecuadas para aquellas palabras abstractas. El comandante de la guardia, un anatolio enfermizo, escuchaba, despierto a medias, las palabras poco claras y poco coherentes del intérprete y, de vez en cuando, echaba una mirada al viejo que, sin temor y extraño a cualquier mal pensamiento, lo miraba y aprobaba con los ojos todo lo que decía el intérprete, aunque no supiese nada de turco. En algún lugar de la conciencia del comandante surgió con nitidez la idea de que se trataba de un medio loco, de un derviche infiel, de un tonto inofensivo y de buen humor. No habían encontrado nada en el curioso bastón del viejo que habían cortado en varios trozos, en la creencia de que estaba hueco y de que contenía algunas cartas ocultas en él. Pero en la traducción de Chefko, las palabras del anciano parecían sospechosas, olían a política y traicionaban intenciones peligrosas. El comandante, por su parte, hubiera permitido a aquel pobre diablo, a aquel simple de espíritu que continuase su camino, pero junto a él se encontraban reunidos otros militares, así como miembros de la población civil que colaboraban con el ejército, todos los cuales habían seguido el interrogatorio.

Se hallaba su sargento, un tal Takhir, hombre malvado, de mal aspecto e intenciones poco claras que ya lo había calumniado varias veces ante su jefe, acusándolo de falta de celo y de severidad. También estaba Chefko, quien al traducir había deformado manifiestamente las palabras del anciano, dándoles un sentido que perjudicaba al pobre hombre. Este Chefko gustaba de meter las narices en todas partes y de delatar e, incluso sin pruebas, era muy capaz de decir o de confirmar los malos rumores. Se encontraban allí, igualmente, aquellos turcos de la ciudad, los voluntarios que, con aire sombrío e importante, se ocupaban de hacer algunas rondas, apresando a los viajeros sospechosos e inmiscuyéndose sin necesidad en los servicios propios de la tropa.

Todos estaban allí. Y, por aquellos días, se sentían como ebrios de amargura, poseídos por una sed de venganza, de castigo y muerte. Su deseo era matar a quien fuese, puesto que no estaban en condiciones de matar a quienes hubieran querido.

El comandante no los comprendía ni los aprobaba, pero se daba cuenta de que estaban todos de acuerdo para que el reducto, desde el primer día, tuviese una víctima y temía que de oponerse a su voluntad, en el estado de exasperación en que se encontraban, fuese él el que más tarde tuviese que padecer las consecuencias. Le parecía intolerable la idea de tener que sufrir disgustos a causa de aquel viejo loco. Y de cualquier modo, el anciano, con sus relatos sobre el Imperio servio, no podría llegar muy lejos entre los turcos que, por aquellos días, se encontraban enfurecidos como abejas perseguidas. Que el agua turbia se lo llevase de igual modo que lo trajo…

Apenas fue atado el anciano y el comandante se aprestaba ya a marcharse a la ciudad para no asistir a su suplicio, hicieron su aparición unos guardianes y cierto número de turcos que conducían a un joven servio, pobremente vestido. Sus ropas estaban desgarradas, su rostro y sus manos desollados.

Se trataba de un tal Milé, un muchacho que vivía solo en la colina de Lieska y que se encargaba de cuidar un molino de agua en Osoinitsa. Como mucho, tendría unos diecinueve años. Era fuerte, vigoroso, resplandeciente de salud.

Aquella mañana, antes de salir el sol, Milé había cargado el molino con la cebada que tenía que ser molida y había abierto la gran esclusa; después, se había ido a lo más profundo del bosque, más arriba del molino, a cortar madera. Blandía su hacha y cortaba ramas de aliso joven, como si fuesen rastrojos. Gozaba con la frescura de la mañana y la ligereza con que iba cayendo la madera bajo su hacha. Se deleitaba en sus propios movimientos; el hacha estaba bien afilada y la madera delgada era demasiado frágil para la fuerza que sentía en sí mismo. Algo había crecido en su pecho, impulsándolo a exclamar a cada movimiento. Las exclamaciones se multiplicaban y se unían unas a otras. Milé, como todos los habitantes de Lieska, no tenía oído ni sabía cantar, pero, sin embargo, cantaba o gritaba en aquel lugar frondoso y sombreado. Sin pensar en nada, olvidando dónde se encontraba, cantaba lo que había oído cantar a los demás.

En la época del levantamiento servio, el pueblo, de una vieja canción popular que decía:

Cuando Alí-Bey era un joven bey,

Una muchacha llevaba su estandarte.

había hecho otra nueva:

Cuando Jorge 1 era un joven bey,

Una muchacha llevaba su estandarte.

En el curso de aquella lucha extraña entre dos creencias, que se desarrollaba desde hacía siglos en Bosnia (y hay que advertir que con el pretexto de las creencias, la verdadera pugna giraba en torno a las tierras y al poder), los adversarios se habían arrancado unos a otros, no solamente las mujeres, los caballos y las armas, sino también las canciones y muchas poesías que habían pasado así de un bando a otro, como un precioso botín.

Esta era la canción que, en aquellos momentos, se cantaba entre los servios, aunque con precaución y a escondidas, lejos de los oídos turcos, dentro de las casas cerradas, con motivo de las fiestas, o en los pastos lejanos, allí donde los turcos no ponían los pies y donde el hombre, como premio a su soledad y a su pobreza, en medio de una región salvaje, vive como quiere y canta lo que quiere. Precisamente ésta era la canción que Milé, el servidor del molinero, se había puesto a cantar en un bosque, más abajo del camino que acostumbraban a seguir los turcos de Oluiak y de Orakhovak para ir al mercado de la ciudad.

La aurora apenas iluminaba la cumbre de las colinas y, a su alrededor, en aquel lugar umbroso, sólo se percibía una luz tenue. Milé estaba completamente mojado de rocío, pero aún conservaba el calor del buen sueño, del pan caliente y del trabajo alerta. Tomó su hacha e hirió el delgado aliso cerca de la raíz; el árbol se curvó solamente, plegándose, como la joven esposa que besa la mano del sacerdote.

El aliso lo salpicó de un rocío fresco y suave como una lluvia fina, y continuó inclinado, porque el verde que tapizaba la tierra era demasiado espeso e impedía que llegase al suelo. Y entonces, el muchacho podó el verde ramaje, con una sola mano, como si fuese un luego de niños. Al mismo tiempo, cantaba. Cantaba a grito pelado, pronunciando con deleite algunas palabras: "Jorge" era algo oscuro, pero fuerte y atrevido. "Muchacha" y "estandarte" eran igualmente cosas que desconocía, pero que, en cierta medida, respondían a los deseos más profundos de sus sueños: que existiese una muchacha y que esa muchacha llevase una bandera. En cualquier caso, era agradable pronunciar aquellas palabras. Toda la fuerza que había en él lo empujaba a decirlas en voz alta y muchas veces; pero, a medida que las pronunciaba, su fuerza crecía,, obligándole a repetirlas aún más alto.

Así cantaba Milé, al alba, en tanto cortaba y podaba las ramas. Cuando terminó, bajó por la cuesta húmeda, arrastrando un haz de leña. Ante el molino, se hallaban unos turcos. Habían atado sus caballos y esperaban algo. Eran unos diez. Se encontraba de nuevo como cuando salió a buscar leña: torpe, mísero e intimidado, sin – “Jorge" ante sus Ojos, sin "muchacha" ni "estandarte" a su lado. Los turcos esperaron a que dejase el hacha y entonces se lanzaron sobre él; tras una breve lucha, consiguieron atarlo y se lo llevaron a la ciudad. Por el camino lo apalearon y le dieron patadas, preguntándole dónde estaba su "Jorge" e injuriándole a causa de la "muchacha" y del "estandarte".

Bajo el reducto de la kapia, donde acababa de ser atado el viejo medio loco, se habían reunido, junto a los soldados, a pesar de lo temprano de la hora, algunos ociosos de la ciudad. También se encontraban entre ellos ciertos refugiados turcos, que habían padecido los sucesos de Servia. Estaban todos armados y ofrecían un aspecto solemne, como si se tratase de un gran acontecimiento o de un combate decisivo. Su emoción crecía a medida que el sol se iba alzando. Y el sol, allá al fondo del horizonte, por encima de Golech, se levantaba de prisa, acompañado por una bruma clara y rojiza. Acogieron al asustado muchacho como si fuese un jefe rebelde, a pesar de que su porte andrajoso y miserable y el hecho de venir de la orilla izquierda del Drina, donde no había insurrección, descartasen tal posibilidad.

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