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Vida y destino

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Vida y destino
Название: Vida y destino
Автор: Grossman Vasily
Дата добавления: 16 январь 2020
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Vida y destino - читать бесплатно онлайн , автор Grossman Vasily

Hace unos d?as termin? de leer una de las grandes novelas del siglo XIX. Pero hay libros de los que no se puede decir “termin? de leerlo”, y probablemente ?sa sea la prueba de su grandeza: aunque la haya terminado sigo, de diferentes modos, queriendo, sin querer, leyendo esa novela.

Vasili Grossman fue, durante un tiempo, algo as? como un h?roe de la Uni?n Sovi?tica. Hab?a nacido en 1905 y en Berdichev, Ucrania, en una familia jud?a acomodada; la revoluci?n lo entusiasm? desde el principio y decidi? estudiar ingenier?a porque, en esos d?as, el camarada Lenin dec?a que el comunismo era el poder sovi?tico m?s la electricidad. Pero empez? a escribir desde muy joven y, a sus 30, public? sus primeros cuentos; en 1936, mientras el camarada Stalin mataba a millones de comunistas con sus purgas, Grossman fue aceptado en la oficial?sima Uni?n de Escritores, con todos sus privilegios, y abandon? la ingenier?a. Al a?o siguiente su esposa Olga fue detenida por “no haber denunciado las actividades antisovi?ticas” de su primer marido, el poeta Boris Guber. Desesperado, Grossman mand? una carta al jefe del servicio secreto, pidiendo su liberaci?n: “Todo lo que poseo -mi educaci?n, mi ?xito como escritor, el alto privilegio de compartir mis pensamientos y mis sentimientos con los lectores sovi?ticos- se lo debo al gobierno sovi?tico”. Para su propia sorpresa, su mujer fue liberada unos meses m?s tarde.

En 1941, la alianza entre Stalin y Hitler se rompi? y los alemanes invadieron Rusia. Grossman fue exceptuado del servicio militar, pero pidi? ir al frente como corresponsal: sus cr?nicas de guerra, publicadas en el diario del ej?rcito sovi?tico, Estrella Roja, lo hicieron popular y respetado. Grossman acompa?? a las tropas rusas que liberaron el campo de Treblinka y fue uno de los primeros en escribir sobre el holocausto nazi. Buscaba, entre otras cosas, rastros de su madre, deportada y gaseada; sus art?culos sirvieron como pruebas en los juicios de N?remberg. Cuando la guerra termin? su vida era, dentro de lo posible, desahogada; hay distintas versiones sobre por qu? decidi? tirar todo por la borda.

Quiz?s haya sido la decantaci?n de lo que hab?a visto y vivido en la Gran Guerra o, m?s probablemente, la ola de antisemitismo lanzada entonces por el Kremlin. Lo cierto es que, en alg?n momento, Grossman empez? a escribir una novela que contar?a esos a?os y que pens? llamar, sin el menor pudor, Vida y Destino.

Cuando la termin?, en 1960, Grosmann la mand?, como deb?a, al comit? de censura. No ten?a grandes expectativas pero era el ?nico modo de llegar, eventualmente, a publicarla. La censura no s?lo la vet?; poco despu?s su departamento fue asaltado por un comando KGB que se llev? todas las copias e incluso, por si acaso, los carb?nicos y las cintas de la m?quina de escribir. Un jefe del Politbur?, Mikhail Suslov, le dijo que su novela no se publicar?a en trescientos a?os: “?Por qu? tendr?amos que agregar su libro a las bombas at?micas que nuestros enemigos preparan contra nosotros? ?Por qu? tendr?amos que iniciar una discusi?n sobre la necesidad de la Uni?n Sovi?tica?”. En esos d?as todav?a hab?a gente que cre?a en la literatura.

Vasili Grossman se muri? en 1964, a sus 58, marginado, humillado, de un c?ncer de est?mago. Quince a?os m?s tarde un amigo consigui? sacar a Suiza un borrador de la novela, y al tiempo se public? en ingl?s y franc?s; la traducci?n espa?ola apareci? el a?o pasado. Vida y destino es, insisto, una de las grandes novelas del siglo XIX.

Digo: una novela de cuando las novelas cre?an que pod?an -que deb?an- contar el mundo sin pudor, sin ninguna modestia. Algunos la comparan con Guerra y Paz: yo estoy de acuerdo. Vida y destino es un fresco espeluznante de los desastres de la guerra y de la vida bajo el poder de un Estado total: los d?as en el frente de Stalingrado donde cada cual sigue su peque?o camino personal bajo las bombas, las agachadas de los funcionarios que obedecen por miedo o por codicia, la carta estremecedora de una vieja jud?a a punto de viajar al exterminio, las noches en un gulag sovi?tico y en un campo alem?n, las muertes heroicas, las muertes tontas, las muertes olvidadas, las traiciones, las peleas de un cient?fico ruso con sus colegas y con su conciencia, las matanzas de campesinos durante la colectivizaci?n de la agricultura, los amores y desamores donde tambi?n tercia la mano del Estado, las semejanzas entre el sistema nazi y el sovi?tico, las reflexiones sobre la sucesi?n de Lenin por Stalin, la ca?da de un comunista detenido y torturado sin saber por qu?, los grandes odios, las peque?as miserias, contadas con un aliento extraordinario, sin miedo de la desmesura.

Y con un objetivo: se ve -se lee todo el tiempo- que Grossman escribi? esta novela como quien prepara meticulosamente la bomba suicida, con la conciencia de que le costar?a la vida o algo as? pero que, de alg?n modo, le valdr?a la pena.

Una novela, digo, del siglo XIX: de cuando las novelas cre?an que deb?an y pod?an. Despu?s, a principios del veinte, la vanguardia se carg? aquella forma ingenua, desmesurada de poner en escena “lo real” para cambiarlo, y busc? en la experimentaci?n sobre s? misma su sentido. Hasta que, en los setentas, ochentas, esa idea choc? contra sus l?mites y no qued? ni lo uno ni lo otro: ni contar para cambiar el mundo ni para buscar nuevas maneras.

Me da envidia el camarada Grossman, que sab?a para qu? escrib?a. Ahora no sabemos: me parece que casi siempre no sabemos. Ya no sabemos d?nde est? el coraje de un texto, d?nde su necesidad. En general, creo, escribimos para escribir. Porque es interesante, simp?tico, satisfactorio incluso, porque no est? mal ser escritor, porque se gana algo de plata y un poco de respeto, un par de viajes, la admiraci?n de algunos. Por eso, supongo, escribimos cositas. Por eso, supongo, las librer?as est?n llenas de libros que no dicen nada, que se olvidan en un par de meses, que dan exactamente igual. Me da envidia, mucha envidia Vasili Grossman, canceroso, olvidado, convencido quiz? de que su esfuerzo hab?a valido todas esas penas: que si ten?a una vida deb?a hacerla un destino y que ese destino, extra?amente, era una novela.

Por Mart?n Caparr?s (01/08/08)

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– ¿La guerra le ha impedido obtener algún estudio científico del extranjero? ¿Cuenta con todos los aparatos necesarios en el laboratorio? -preguntó Stalin.

Con una sinceridad que a él mismo le dejó sorprendido, Víktor dijo:

– Muchas gracias, Iósif Vissariónovich; mis condiciones de trabajo son perfectamente normales y satisfactorias.

Liudmila Nikoláyevna, de pie, como si Stalin pudiera verla, escuchaba la conversación.

Shtrum le hizo una señal: «Siéntate, que no te dé vergüenza…». Entretanto Stalin hizo una nueva pausa, meditando las palabras de Shtrum. De repente dijo:

– Adiós, camarada Shtrum, le deseo éxito en su trabajo.

– Adiós, camarada Stalin.

Shtrum colgó el teléfono.

Estaban allí sentados, uno enfrente del otro, igual que unos minutos antes, cuando hablaban de los manteles que Liudmila Nikoláyevna había vendido en el mercado Tishinski.

– Le deseo éxito en su trabajo -repitió Shtrum con un marcado acento georgiano.

El hecho de que nada hubiera cambiado, que el armario, el piano, las sillas permanecieran en su sitio, que hubiera dos platos sucios sobre la mesa, exactamente igual que antes, cuando hablaban del administrador de la casa, encerraba algo insensato, capaz de hacerle perder a uno el juicio.

Y es que, en el fondo, todo había cambiado: ante ellos se vislumbraba un nuevo destino.

– ¿Qué te ha dicho?

– Nada de particular. Me ha preguntado si la carencia de publicaciones extranjeras perturbaba mi trabajo -dijo Shtrum, esforzándose por parecer, también ante sí mismo, tranquilo e indiferente.

A ratos se sentía incómodo por la sensación de felicidad que le había invadido.

– Liuda, Liuda -dijo-, piénsalo, no me he arrepentido, no he bajado la cabeza, no le he escrito cartas. ¡Ha sido él quien me ha telefoneado!

¡Lo increíble se había hecho realidad! La grandeza de aquel acontecimiento era incalculable. ¿Era el mismo Víktor Pávlovich el que daba vueltas en la cama, el que no pegaba ojo por las noches, el que se entumecía mientras rellenaba formularios, el que se llevaba las manos a la cabeza pensando en lo que se había dicho de él en el Consejo Científico, el que recordaba sus pecados, el que se arrepentía mentalmente y pedía perdón, el que esperaba el arresto y pensaba en la miseria, el que se quedaba petrificado solo con pensar en una conversación con la empleada del Departamento de Pasaportes o la chica de la oficina de racionamiento?

– Dios mío, Dios mío… -balbuceó Liudmila Nikoláyevna-.

Tolia nunca lo sabrá.

Se aproximó a la puerta del cuarto de Tolia y la abrió.

Shtrum descolgó el teléfono y lo volvió a colgar al instante.

– ¿Y si ha sido una broma? -preguntó, aproximándose a la ventana.

Desde la ventana se veía la calle desierta y una mujer que pasaba con un chaquetón guateado.

Volvió hasta el teléfono y tamborileó encima su dedo curvado.

– ¿Cómo sonaba mí voz? -preguntó Shtrum.

– Hablabas muy despacio. Sabes, yo misma, no sé por qué, me he puesto de pie.

– ¡Stalin en persona!

– Puede que fuera una broma.

– Nadie se atrevería. Por una broma como ésa te caen diez años.

Sólo una hora antes deambulaba por la habitación y recordaba el romance de Goleníschev-Kutúzov:

… Y él, olvidado, yace solo…

¡Las llamadas telefónicas de Stalin!

Una o dos veces al año, corrían, rumores por Moscú: Stalin ha llamado al director de cine Dovzhenko, Stalin ha telefoneado al escritor Ehrenburg.

A él no le hacía falta dar órdenes: otorgadle un premio a ése, dadle un apartamento, ¡construidle un instituto científico! Stalin estaba por encima de esos asuntos; se ocupaban de ello sus subordinados, que adivinaban la voluntad de Stalin por la expresión de sus ojos, por la entonación de su voz. Si Stalin sonreía con benevolencia a un hombre, su destino se transformaba: abandonaba las tinieblas y el anonimato por una lluvia de gloria, honores, fuerza. Decenas de poderosos inclinaban la cabeza, ante el afortunado; Stalin le había sonreído, había bromeado con él hablando por teléfono.

La gente repetía los detalles de sus conversaciones, cada palabra dicha por Stalin les colmaba de estupor. Cuanto más comunes eran las palabras, más se asombraban. Parecía que Stalin no pudiera decir cosas corrientes.

Se decía que había llamado a un famoso escultor y le había dicho en broma: «Hola, viejo borrachín».

A otra celebridad, un hombre honesto, le había preguntado por un amigo suyo arrestado, y cuando éste, desconcertado, balbuceó una respuesta, Stalin le dijo: «Defiende mal a sus amigos».

Se contaba también que había llamado a la redacción de un periódico juvenil y el redactor adjunto había respondido:

– Bubekin al habla.

Stalin respondió:

– ¿Y quién es Bubekin?

– Debería saberlo -respondió su interlocutor, y le colgó el teléfono.

Stalin volvió a marcar el número y dijo:

– Camarada Bubekin, aquí Stalin.

Explíqueme, por favor, quién es usted.

Se decía que Bubekin, después de lo ocurrido, había pasado dos semanas en el hospital para recuperarse de la conmoción.

Bastaba una palabra suya para aniquilar a miles, decenas de miles de personas. Un mariscal, un comisario del pueblo, un miembro del Comité Central, un secretario de obkom, personas que habían estado al mando de ejércitos y frentes, que habían gobernado territorios, repúblicas, fábricas enormes, podían convertirse de un día para otro, por una palabra airada de Stalin, en un cero, en polvo de un campo penitenciario que hace tintinear la escudilla a la espera de su ración de bodrio en la cocina del campo.

Se contaba que Stalin y Beria habían visitado a un viejo bolchevique, georgiano, recién liberado de la Lubianka, y se habían quedado en su casa hasta la mañana siguiente. Los otros inquilinos no se habían atrevido a utilizar el baño y ni siquiera habían ido a trabajar. A los invitados les había abierto la puerta una comadrona, la inquilina de mayor edad. Había salido en camisón, llevando un perrito en los brazos, furiosa porque los visitantes nocturnos no habían llamado a la puerta el número de veces convenido. Luego había explicado: «Abrí la puerta y vi un retrato. Luego el retrato comenzó a avanzar hacia mí». Decían que Stalin había dado una vuelta por el pasillo y había examinado durante un largo rato la hoja colgada al lado del teléfono donde los inquilinos marcaban con palitos el número de veces que habían llamado para saber cuánto tenían que pagar.

Todos estos relatos asombraban y provocaban la risa, debido a la banalidad de las palabras y las situaciones, que al mismo tiempo parecían increíbles: ¡ver a Stalin caminar por el pasillo de un apartamento comunal!

Y es que bastaba una palabra suya para que se erigieran edificios enormes, para que columnas de leñadores se dirigieran a la taiga, cientos de miles de personas excavaran canales, edificaran ciudades, trazaran carreteras en la noche polar, en medio de la congelación permanente. Representaba a un gran Estado. El sol de la Constitución estalinista…, el Partido de Stalin…, los planes quinquenales de Stalin,…, las obras de Stalin…, la estrategia de Stalin…, la aviación de Stalin… Un gran Estado se había encarnado en él, en su carácter, en sus costumbres,

«Le deseo éxito en su trabajo -repetía sin cesar Víktor Pávlovich-. Me parece que está usted trabajando en una dirección interesante…»

Ahora estaba claro: Stalin sabía la importancia que se le atribuía a los físicos nucleares en el extranjero.

Shtrum percibía que alrededor de esta cuestión estaba surgiendo una extraña tensión, palpable en las líneas de los artículos escritos por los físicos ingleses y americanos, en las reticencias que quebraban el desarrollo lógico del pensamiento.

Había notado que ciertos nombres de investigadores que solían publicar sus trabajos habían desaparecido de las páginas de las revistas de física, que los científicos que se ocupaban de la fisión del núcleo pesado parecían haberse volatilizado, nadie mencionaba sus trabajos. Sentía que se acrecentaba la tensión, el silencio, en cuanto se rozaban cuestiones referentes a la desintegración del núcleo de uranio.

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